11.5.10

Fin del 98, 4

El repaso de Mainer a la condición intelectual de aquel movimiento literario de principios de siglo, si exceptuamos, como siempre, a Ortega y a lumbreras como Azaña o Maragall, pone en evidencia que el coro de grillos cantaba a la luna y a todo lo que se moviera. Quizá fue la iglesia, tan experimentada en crear enemigos donde no los hay, la que los empujó por la vía de siempre, el terror. Cuenta Mainer que un propagandista católico, trataba de asustar a los fieles diciéndoles que la novela era "el género más apto para la propaganda de las ideas”, y las ideas, diríamos ahora, el género más apto para la propaganda de las novelas. Hacia 1904, Maragall habla de los escritores politizados como hoy hablaríamos de los tertulianos televisivos: “el escritor propiamente dicho es aquel que se compromete a escribir. No a decir algo de sustancia (que no está en su mano), sino simplemente a escribir”. Lo que no dice Mainer es que esa escritura transitiva, para decirlo con palabras de Roland Barthes, determinó la estética de la mejor prosa española durante el siguiente medio siglo por lo menos, y si rebuscamos en el árbol genealógico de la escritura como objeto de la escritura no cuesta ningún esfuerzo llegar a Baudelaire, o sea, a la modernidad. Ese escribir por escribir podía ser políticamente inane, pero Unamuno quería “intelectuales espirituales”, o sea poetas, artistas. Es posible que de aquí proceda la paradójica hendíadis de “intelectuales y artistas” que tan patética resulta hoy.

No creo, por otra parte, que nadie se tomara en serio la discusión un poco zarzuelera entre germanófilos y aliadófilos. Para Mainer, sólo Manuel Azaña, un político de altura, vio en la división algo un poco más profundo que las polémicas taurinas. Propuso una interpretación del problema para consumo interno, algo que también haría Machado (y Eugenio D’Ors, el pacifista, que pedía la paz “entre los futuros Estats Units d’Europa”).

Tan interesante como que los novelistas y los poetas opinasen de todo es la importancia, o al menos la notoriedad, que los intelectuales tuvieron en aquella época, sobre todo entre el 14 y el 18: en esos cuatro años se acabó el modernismo, arraigaron las vanguardias, los del 98 están en la cima de su prestigio, y ya empieza a asomar la cabeza entre los grandes hombres algún arrapiezo germanófilo como Dámaso Alonso. Ortega, cómo no, lo organizaba todo y seguía empeñado en la gran tarea del intelectual español: pasar a la historia. Mientras en Europa se desataba un cataclismo, aquí los corrimientos eran estéticos. Luego estallarían todos juntos.

Este segundo capítulo se cierra, como decía en la entrada anterior, con un repaso al sistema de producción literario, ese saber revistero y hemerotecario en el que Mainer es un lince, y en este asunto en particular un pionero y, seguramente con razones, la primera autoridad mundial. Este libro hay que compararlo con el de Donald Shaw, que fue el primer manual que allá por los últimos setenta yo leí sobre mis héroes de aquel entonces, antes incluso que el ensayo de Laín Entralgo, que era la versión oficial, y mucho antes también que el de Carlos Blanco Aguinaga. Es, en todo caso, una lista de muy buenos libros. La diferencia con aquel primer ensayo de conjunto post–Laín es que Mainer ha renunciado al esquema. Resulta muy fácil decir que todo es un proceso y la orografía histórica no tiene simas repentinas, pero muy difícil sustentarlo con un exquisito florilegio de noticias relevantes en el océano de papeles amarillos que nos ha quedado de aquella época. Dominarlo todo exige décadas de estudio exclusivo, y demostrarlo en un ensayo ya requiere labores de artista.

Mainer lo acredita con su profundo conocimiento del piélago cartapacial. A cada página uno se lo imagina en el país de los ácaros, leyendo páginas que después de su mirada ya no han vuelto a ver la luz. Mainer cita notas manuscritas, cartas no enviadas, borradores no editados, revistas secuestradas, reversos de servilletas, y por supuesto toda la literatura de la época. A través del divertido fárrago (y mira que es difícil hacer divertida una lista de nombres), uno se imagina un gran enjambre de literatos que iban siendo fecundados por la abeja Ortega. Revistas, periódicos y manifiestos iban eclosionando a su paso, hasta que dejaba el perfume luminoso de su estela y se iba a otra flor. Ortega daba cabida a todo, era el padrino de todos los novilleros, pero a él, el médico diagnosticador del ser deshumano, las vanguardias le irritaban como irritan los niños en los restaurantes: “O se hace literatura, o se hace precisión, o se calla uno”, decía a escritores transitivos como Ramón Gómez de la Serna.

Pero lo cierto es que lo mejor de la literatura de aquella época salió publicado en el periódico. Las publicaciones seriadas fueron un vehículo para la literatura, pero también la determinaron. Sin revistas ni folletines no habría habido ese tipo de literatura. Había revistas para publicar en ellas novelas, digamos, artísticas, pero también revistas pulp. Estaba la Revista de Occidente y Ortega y La Gaceta de las Letras, pero también estaba la novela sicalíptica (a la que, por cierto, Mainer sólo nombra una vez y muy de pasada), el folletón y la crónica de sucesos. Todas las clases de literatura se enfrentaban desnudas, deshojadas en los puestos de periódicos. No había en los libros esa cobertura opaca del volumen, estaban expuestos desde el principio y el escritor debía sufrir en sus carnes la buena o la mala acogida. Había crítica alabardera pero también estaba Díez Canedo y compañía. Y estaba, por encima de todo, cualquier lector que paseara por la calle. Este modo de producción descarnado, tangible y transparente no sólo determina la estética de lo que se escribe sino que modula la obra, la integra en el público, le cepilla las rebabas y la pule de pleonasmos. La revolución estilística de Valle–Inclán, de Pío Baroja o de Unamuno no serían comprensibles sin esa exposición pública permanente. Todos ellos escribieron libros urgentes. Unamuno es inimaginable planeando, repensando, corrigiendo siquiera: para Unamuno escribir un libro era un acto como el de dar una clase, algo que si es bueno no es por los saberes que pueden encontrarse en cualquier libro, sino por lo que el verbo hace con ellos al reproducirlos. Y lo mismo se puede decir de los otros. A Baroja una novela le duraba unas cuantas mañanas. Su “sin alfa ni omega” en realidad significa sin premeditación, por puro acto de entrega al discurrir de la literatura. Y la prosa de Valle–Inclán es música que se compone como Mozart componía las partituras, no como Joyce escribió Finnegan’s Wake, por mucho que don Ramón dijera que el periodismo "avillana el estilo". El suyo no, desde luego.

Hay un detalle muy significativo sobre el que Mainer no llama la atención. En tiempos, digamos, del 98, la literatura se escribe en periódicos, pero en la época de Ortega se empieza a hacer en revistas y llegado el 27 ya los periódicos no generan novelas y las publicaciones son cada vez más minoritarias, más exquisitas. Me imagino sin dificultad a un ciudadano de clase media, no literato, entreteniéndose con las Vidas sombrías de Baroja a la hora del almuerzo, incluso con El trueno dorado, la novela que Valle-Inclán dejó colgada en el periódico, pero no con la Revista de Occidente de después de los años 20 ni mucho menos con las revistas poéticas de preguerra.

Con el paso del tiempo, la literatura ha abandonado completamente los periódicos y las revistas literarias o intelectuales se han hecho lectura de una muy exigua clientela. Los géneros literarios se cuecen a oscuras y se presentan envueltos en páginas cerradas, y así los lectores de hoy en día se llevan sorpresas como la que se llevó entonces, ahora que me acuerdo, al editor de Emilio Carrere, que entregó una gruesa novela de la que solo estaban escritos los primeros folios y los últimos. Como la industria editorial siempre ha sido igual de miserable, se le encargó el relleno a un oscuro funcionario, un tal Aragón, que escribió La torre de los siete jorobados para gloria de Carrere y después de Neville, pero no suya.

1 comentario:

  1. Y yo que pensaba que Ortega había dicho: "O se hace literatura, o se hace pensamiento, o se calla uno."

    Jajaja... Prefiero mi frase apócrifa.

    Excelente serie de artículos.

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