13.5.10

Fin del 98, y 5

La anécdota de Carrere y la novela en blanco la utilicé para una serie de artículos con que hace doce años me dio por celebrar el centenario del 98. Fue un artículo semanal a toda página, con la correspondiente ilustración de Juan Carlos Navarro, en el que glosaba a los escritores de lo que para mí era el 98, o bien el Modernismo, pero en cualquier caso todo junto. Estaban los grandes, claro, y de la segunda división gente tan poco 98 según los manuales como Manuel Machado, Ramón, Solana, Cansinos, Carrere, Blasco Ibáñez, Sawa o Juan Ramón, la única que ya he colgado en este blog. Visto desde ahora, quizá quería practicar yo mismo el género noventayochista del retrato, pasado por el afecto y la guasa de Vidas escritas, uno de los libros de Marías que más me gustan, y por el ramonismo de Umbral, alguno de cuyos libros (Las palabras de la tribu, por ejemplo) me sirvieron de referencia, y en algún caso me llevaron al error. Siempre he pensado que fue Umbral el que me llevó al desprecio de Azorín, que me lo hizo leer sin piedad. Yo era de Baroja (al que detestaba Umbral), y todo lo que fuera umbilicalismo e inacción, o falta de imaginación disfrazada de modernidad, me provocaba alergia. Y sin embargo ya entonces era lector frecuente de Solana, al que no conocí por los manuales sino por el discurso de ingreso de Cela, todo un cumplido a su maestro.

Pero en general no ha cambiado mucho lo que pienso de ellos. Por eso, llegados a la tercera parte del libro de Mainer, Los autores y sus obras, que también está escrito en artículos, en la medida en que los propios estudiados componían los retratos de sus colegas o de los clásicos que querían reivindicar; llegados a este punto deja de tener sentido, si no lo había perdido ya, glosar del libro más que algún hallazgo sorprendente, porque comentarlo sería tanto como escribir otro libro de las mismas proporciones pero infinitamente más gratuito.

Aun así, brevemente, y de todo lo que cuenta hasta Azorín, antes de empezar con Baroja (del que supongo que resumirá la excelente introducción que puso al frente de sus Obras completas), anoto más lo que no he leído y debería leer que las opiniones con las que no coincido. Mainer dedica su espacio a autores que salieron de los manuales divulgativos y de los escaparates de las librerías por una serie de casualidades e injusticias, no porque lo mereciesen. Es el caso de Blasco Ibáñez o de Manuel Ciges Aparicio. Del primero, que murió de éxito, subraya lo ya sabido, su condición de precursor del negocio editorial futuro, perfectamente instalado en su época, y no en el XIX, que es donde se le suele poner. La culpa quizá sea de actitudes como la de Baroja, cuando le reprochó de muy mala leche en sus memorias que dijera en la muerte de Palacio Valdés que aquella estantigua era “el último de los novelistas españoles”, como si todo lo que viniera después (Baroja, y el propio Blasco) ya no estuviese a la altura. Azorín lo detestaba por razones estéticas. A Azorín no le cabía en la cabeza que alguien tuviera tantas cosas que decir que no se preocupase mucho por cómo decirlas. Y luego dice que “el estilo es nada”... Dejemos a Azorín.

La trilogía valenciana (Cañas y Barro es del mismo año que La voluntad) se tomó por una continuación del naturalismo, razón por la que Blasco Ibáñez no pasó el corte del siglo. Los intelectuales no quisieron leerlo bien, o no supieron. Creían ver los mismos charcos de sangre que en Zola cuando Blasco introducía la violencia morbosa en la novela porque detectó que era un atractivo por sí misma. Y por encima de todo Blasco es un personaje simpático, un narrador simpático. Sus novelas son entretenidas y más o menos interesantes, pero es imposible no imaginarse a Blasco Ibáñez escribiéndolas a toda castaña (como aprendió de Fernández y González –creo, siempre escribo mal este nombre–), vestido con un traje colonial y fumándose un puro, en un descanso de una reunión política importantísima y mientras su amante lo espera en la alcoba. Azorín, con no querer ser nada, es un señor pulcro y sensible al que no le corre sangre por las venas. Blasco Ibáñez es el héroe nietzscheano que Azorín buscaba sin saberlo. Y sin capacidad de reconocerlo. Pero dejemos a Azorín.

Y dejémoslos a todos, porque me lío. Anoto una novela no leída, Del cautiverio, de Ciges Aparicio, otra víctima del mal entendido naturalismo, resucitado y muerto al mismo tiempo, porque en 1976 fue publicado como novelista social y eso supuso la puntilla. Nadie se acordó entonces de lo que ahora dice Mainer, que Valle-Inclán lo consideraba uno de los mejores prosistas españoles. Sus historias descarnadas fueron después saludadas como tremendistas o pintadas por Solana, pero a él ya no le dieron importancia.

Todo lo que dice de Ciges Mainer es sugestivo. Su novela Los caimanes también promete. Mejor leerlos que seguir perorando de ellos. Además, ha llegado un momento en el libro de Mainer que la lectura ya es también como la de los retratos de la época, y esa lectura no merece ser interrumpida por las notas. No se trata de giros brillantes o metáforas felices, sino de datos raros y significativos, de ensayo en el sentido más difícil del término, porque además aquí no vale solamente decorar la cosa con citas extraordinarias, sino dar la sensación de que se abastan para dar una idea rigurosa del conjunto. Esa erudición no fatigosa, brillante por sagaz, es un difícil modo de enfrentar este tratado para alguien que sabe tanto (síntesis, lo llama él, antes de decir que no escribirá ninguna otra), pero también el más sincero, el más adecuado con el asunto que trata. No se olvide que un rasgo esencial de la modernidad es que a cada escrito le pertenece un estilo, que cada cosa tiene que sonar a lo que es.

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