1.9.10

Ideologías literarias, 1






















Las armas y las letras, el libro que Andrés Trapiello dedicó a la literatura durante la guerra civil, ya ha cumplido quince años. Poco antes de aquel 1994, Francisco Umbral había publicado su novela Leyenda del César Visionario, una de las que más he disfrutado del autor, consagrada casi por entero a dar un repaso a la generación de los laínes, como los llamaba Franco, es decir aquellos literatos fascistas con los que el nuevo régimen trataba de taparse un poco el pelo de la dehesa. Se dijo entonces mucho que Umbral estaba imitando a Valle–Inclán, se supone que al Valle–Inclán de El ruedo ibérico, pero allí era mucho más visible la influencia de Ramón Gómez de la Serna, Agustín de Foxá o César González Ruano, los tres escritores fascistas, en distinto grado y convicción. Umbral los acribillaba con sus propias agujas de tejer la prosa, si bien es cierto que de los tres sólo hablaba, y muy bien, de Agustín de Foxá. No necesito buscar el libro para recordar las palabras que usa Umbral cuando compara a Foxá con Torrente Ballester: “Foxá escribe con cucharilla de plata, Torrente con cucharón de palo para las sopas aldeanas”. Sí, esto es muy Valle–Inclán, pero es la tradición del modernismo cínico, perfectamente rastreable en los Retratos de España de Ramón Gómez de la Serna, pero también en la cucharilla de plata del propio Foxá, y no digamos en la del inventor del Vuelo sin motor, como llamaba Ruano a los artículos que no decían nada, que no hablaban de nada, y que eran estilísticamente los más exigentes. (Por cierto, que la que se casó con Camilo José Cela publicó, hará unos diez años, unas pocas columnas en ABC con ese título general; pocas, porque sus limitados recursos duraron menos que la pleitesía del periódico para con su señor marido).
Me ha venido todo esto a la cabeza, digo, leyendo el libro de Trapiello, que sigue siendo igual de bueno. Aunque solo sea por su desmitificación del mamarracho de Rafael Alberti (que Muñoz Molina ha usado últimamente sin tanta gracia), ya merecería la pena. Pero Alberti es uno de los cientos de escritores que aparecen por esas páginas, todos ellos valorados en lo que hicieron y en lo que escribieron, que no tiene por qué coincidir. En la medida en que el autor tiene mucho cuidado en separar ambos juicios, su punto de vista no escamotea la calidad de un escritor por culpa de sus, más que ideas, actitudes políticas. Y, a la hora de considerar a un escritor, importa más la prosa que las fotografías. Trapiello tampoco deja de alabar al escritor Foxá, y describir con un tono entre reprobatorio, guasón y un punto admirativo su condición de aristócrata exquisito. Le atrae que Foxá supiese ver la vida con un cinismo tan decadente, lo cual tampoco es ninguna novedad, porque, un par de años antes de que saliera Las armas y las letras, recuerdo una antología de feísmo modernista que incluía poemas suyos. Lo que no recuerdo ahora es cuándo salió Las palabras de la tribu, de Umbral, con tantos puntos de vista coincidentes con los de este libro.
Con respecto a Ramón Gómez de la Serna, Trapiello es tan condescendiente que se regodea en cierto patetismo. Ramón es un excelente prosista y un pobre hombre, un virtuoso que no hizo más que contar chistes, y que cuando tuvo que pronunciarse sólo miró la lenteja galdosiana, las cuatro pesetas que le daban por babearle a Franco. En el caso de González Ruano, Trapiello es más cicatero con las virtudes estilísticas del interfecto. Siente Trapiello por Ruano un desprecio quizá diferido del infinito que siente por Cela, de quien publica la carta que, a los 21 años, escribió para postularse como soplón de los nacionales. De modo que lo mismo que pondera en Foxá como un gesto de dandismo lo trata en Ruano como una perversión moral. Lo malo de Ruano, la penitencia que lleva en el pecado, es que suele ser defendido por gilipollas tipo Prada, y eso desprestigia a cualquiera. Ruano será lo que sea pero tiene su sitio en cierta genealogía prosística española, que empieza en Valle pero también en el Juan Ramón Jiménez de Españoles de tres mundos (qué alegría coincidir con Trapiello en la admiración por este libro), y encuentra un lenguaje articulado brillante y superficial en la prosa de Ramón, cuya biografía de Solana es uno de los mejores retratos literarios que he leído, sobre todo porque me llevó al gran Solana, pero no sólo por eso.
Pero el de Ruano es un caso raro en este libro. Con Cunqueiro, pese a sacarlo con camisa azul, gana su literatura fantástica y erudita, y sobre todo sus artículos. En un verano de hace más de quince años me llevé a pasar un mes en Galicia los Papeles que fueron vidas y un par de libros más de artículos de Cunqueiro de los que publicó Tusquets, y desde entonces lo tengo como canon del tipo de artículo literario que con más placer saboreo. Claro que, si me pilla leyendo Las horas, de Pla, el canon se tambalea, o se enriquece. Cómo disfruto de lo que pudiéramos llamar el artículo eterno, al margen casi siempre de lo presente, vagabundo de noticias curiosas o inventadas, de mundos apartados, que sin embargo, levemente, con el desdén de un señorón que encuentra una noticia ridícula y ríe con una sola carcajada y sin abrir la boca, apuntan a situaciones que a todos nos resultan conocidas. El presente es secundario y está tratado para que pueda leerse en el futuro, para que no sea más que una anécdota ilustrativa, no el centro de ninguna divagación. En el caso de Pla la cosa es, digamos, más entrañable, porque siempre tiende al trato cotidiano, al detalle real. Es una lástima que La calle estrecha, su única novela, no se haya leído. La culpa, en parte, fue del propio Pla. La gente lo esperaba a él, a su vida cotidiana de señorito de pueblo muy viajado, no a sus ensoñaciones. Con Cunqueiro sucede lo contrario. Su vida son sus libros.
Trapiello le reconoce ser un escritor original y un soberbio articulista, sobre todo porque es el tipo de artículo que entretiene a los lectores como Trapiello y al propio escritor del Salón de pasos perdidos. Esa condición de buscador del Rastro, tan ramoniana, es la misma que le hace paladear la prosa de Cunqueiro, que, como el propio Cunqueiro decía del fray Antonio de Guevara, sabe a pan.
Volviendo a la frase de Umbral, la que compara a Foxá con Torrente, los dos exaltados fascistas, la verdad es que Trapiello es también bastante duro con Torrente. Umbral despreciaba a todo aquel que supiera escribir novelas. Para él, la vanguardia se quedó en combatir a los que siguen practicando el difícil arte de narrar. Lo que en los juveniles años treinta (setenta en España) podía parecer audacia, a la vejez parecía mero resentimiento. Pero no sé por qué Trapiello resume en “un escritor barroco” la trayectoria de Torrente posterior a la Guerra Civil. Es uno de los pocos casos en los que obvia la verdadera trascendencia de un autor.
Trapiello es más barojiano, ciertamente, que también era de mucho buscar entre la gente y tratar a los personajes como objetos que se miran por delante y por detrás, se atiende la explicación del buhonero y se mantiene una breve conversación con él, y luego se pagan dos duros por una parte de la historia de nuestra literatura a punto de perderse. Trapiello, en este punto, se marca los tantos que tiene derecho a marcarse. Él ha exhumado a varios escritores muy interesantes, algunos importantes, en sus paseos barojianos por el Rastro, y se ha sentido muy cerca de don Pío en la poética del chino–chano.
Ramón, Foxá, Baroja, Solana, Torrente, Cunqueiro, Pla: sólo he nombrado a escritores que colaboraron con los fascistas durante la guerra, o se pronunciaron a favor de los nacionales o en contra del otro bando; en el caso de Baroja, contra los dos al mismo tiempo. No incluyo a Cela, que entonces no escribía, y dejo aparte a Cansinos, que se hizo el sueco, y a Unamuno, de quien Trapiello traza un vibrante, emocionado retrato que también me ha emocionado a mí. Es verdad que Unamuno dio su visto bueno a la rebelión militar, pero también que demostró tenerlos mejor puestos que nadie cuando se enfrentó a Millán Astray, episodio que Trapiello reconstruye para mayor gloria de uno de nuestros mejores escritores de todos los tiempos.
Pero los demás son todos, ya digo, fascistas de vocación o conveniencia (política, literaria o geográfica). Si me hubiese dejado llegar por su ideología, los habría rechazado sin leerlos, pero lo cierto es que todos son buenos escritores, y en mi caso particular todos me han hecho disfrutar de lo lindo y se diría que han influido en mi modo de ver la literatura. ¿Quiénes serían, entonces, los siete magníficos de las izquierdas? Vuelvo a mirar la lista y señalo aquellos nombres sin los que mi vida de lector no sería lo que ha sido. Pero eso para otro momento.

3 comentarios:

  1. De Foxá no he leído nada (aparte de "Madrid de Corte a Checa", ¿tiene algo interesante?). En Torrente no he conseguido entrar tras varios intentos (¿alguna recomendación?).
    Los otros cinco son de cabecera. Este verano disfruté muchísimo con los artículos y ensayos breves de Cunqueiro sobre literatura.
    Muy buena entrada, Antonio. Pegaría bastante en el Círculo, aunque sea sólo por dar la razón a un anónimo que nos insultó en la última entrada.
    Un saludo.

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  2. Yo le echaría un tiento a las 'Historias de ciencia ficción' de Foxá y a 'La princesa durmiente va a la escuela' de Torrente. Y tengo que decir que pasan los años y siempre conozco a alguien que se ha enganchado con 'Los gozos y las sombras', gente que cuando lo de Charo López y la pata de la cama aún no había nacido.

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  3. De Trapiello he leído varios tomos de sus diarios (Salón de pasos perdidos), un libro sobre el Quijote - no recurdo el título - y Los confines, pero veo que me falta lo mejor: Las armas y las letras, cuya reedición ha tenido cierto eco en la prensa. Después de leer tu interesante y profundo análisis, me entran deseos de saber más de toda esa intelectualidad de uno y otro bando.

    Gracias por tu trabajo, Antonio

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