“Pero ¿qué ha pasado entonces para que tan pocas novelas de ese tiempo nos parezcan verdaderas y por qué de las que nos parecen verdaderas casi ninguna resulta aceptable?”, se pregunta Andrés Trapiello al final del penúltimo capítulo de Las armas y las letras. Lo hace, de distinta forma, varias veces, algunas recurriendo a una frase que utilizó profusamente cuando presentaba esta estupenda reedición: “En España no ha habido una Guerra y paz”. En efecto, no la ha habido, y las causas creo que están bastante claras.
Tolstoi, como dice Trapiello, no escribió sobre una guerra civil sino sobre una guerra contra el invasor, y lo hizo, recuerdo yo, sesenta años después de que sucediesen los hechos que narra. Tolstoi no vivió aquella guerra, y eso es fundamental para que su novela fuera la gran obra que es. Cuando el autor ha visto de cerca el conflicto, o incluso ha participado en él, pueden salir grandes libros como el de Mijail Koltsov, el Diario de la guerra de España, grandes relatos como A sangre y fuego, de Chaves Nogales, o incluso títulos determinantes como el Homenaje a Cataluña, o memorias tan valiosas como las de Morla Lynch, o incluso piezas tan importantes para la historia de la lengua castellana como el San Camilo, por más que Trapiello lo moteje de “tosco”. Pueden incluso aparecer novelones populares como La forja de un rebelde, en el lado izquierdo, o Los cipreses creen en Dios y los otros dos tomazos de Gironella. Puede, en último término, decantarse alguna pequeña obra maestra como el Réquiem de Sender. Dejando al margen los meros ejercicios de estilo, ninguna de estas novelas, por más aparatosa que resulte, son la Guerra y paz que añora Trapiello.
La primera respuesta vino a darla el propio Gironella, muchos años después de su gran éxito narrativo: “Yo creía que era como Dostoievski, pero pronto me di cuenta de que no”. Ni tampoco Tolstoi, claro. Esta humildad tan rara en un escritor, si además es español, indica que, para empezar, no había material. Alguien puede decir que si no la hubo fue porque nadie podía escribirla. No porque ya estuviese escrita, como después demostró Vasily Grosman. Koltsov es, para el gusto moderno, el mejor con diferencia, pero entonces esa novela habría sido poco española, en la medida en que Guerra y paz es absolutamente rusa. Es, además, una novela sobre Rusia, escrita con la frialdad de un ruso, pero también con sus frecuentes debilidades sentimentales.
Lo que Trapiello pide exigiría una novela que, además de servir para explicar la guerra, sirviese también para explicar España. El baile de Natacha sería en esa novela una especie de jota ecuménica, o más bien el de unas cuantas Natachas malavenidas. Debería haber tenido esa novela la fluidez de Baroja, la honestidad de Chaves, la imperturbabilidad de Solana, la pasión de Sender.
Como ya explicamos en estas bernardinas por extenso, Muñoz Molina lo intentó con La noche de los tiempos y le salió un churro. (Creo que Almudena Grandes también lo está intentando pero leer su basta prosa me produce una pereza invencible, aparte de que tampoco leería una novela escrita por María Teresa León, anda ya…) La razón de la churrería también puede explicarse en términos tolstoianos. Tolstoi amaba el pueblo que vivía en su novela, y si un escritor empieza una novela con ánimo judicial, ya no está en condiciones de acceder al tuétano de lo que cuenta. Tolstoi, quitándose de en medio (reservando sus apariciones para compactos sermones prescindibles), ascendió a la categoría de supremo narrador, pero en las novelas de entonces, de cuando la guerra, el testimonialismo forzoso las invalidaba como novelas y en las de ahora, la de MM por ejemplo, la necesidad de ser juez además de novelista deja la empresa en nada.
Este testimonialismo, la inmediatez de los hechos, el protagonismo compartido, la autobiografía disimulada, es lo primero que hace imposible una Guerra y paz. Tolstoi creaba personajes para cada una de las actitudes del alma rusa. Pero se guardaba muy mucho de que todos tuvieran vida propia, que todos trascendieran incluso su condición rusa, que es con lo que ha enganchado y enganchará a millones de lectores esa portentosa novela.
Cada vez que uno se acerca a la Guerra Civil, más de 70 años después, se encuentra con que el movimiento historiográfico generado por aquella deflagración todavía no ha dejado de rodar. Últimamente se ha asentado la tesis de Cela (hablo de tesis novelísticas) en el sentido de juzgar a los dos bandos por igual. Cela los juzgaba igual de bestias y primarios, Trapiello los juzga en este libro como seres casi siempre circunstanciados. Todos los verdaderos grandes escritores se salvan por dignidad, y los demás culebrean como pueden en la miopía del momento y su buena o mala suerte literaria. Supongo que el siguiente paso, el paso tolstoiano, es mostrar esa igualdad sin juzgarla. Y replantearse unas cuantas preguntas que siempre se dan por sabidas.
Por ejemplo, ¿por qué prendió? No me estoy refiriendo a las causas políticas, sino al hecho de que un miliciano decida entrar en una iglesia para quemarla o un fascista en una masía para quemarla también y dejar sin nada a sus habitantes. Cómo prende la pólvora. Cuándo matar es natural. Tolstoi habría visto un gran movimiento de masas, una fatalidad autodestructiva que todo lo llenó de humo e impidió a los hombres verse a sí mismos mientras se mataban. Y lo habría mezclado con cientos de historias que dentro de la escabechina renuevan nuestro afecto esencial por el ser humano.
Demasiado tajo para aquellos escritores de la guerra, que escribían con el eco de las bombas, o de las copas de cristal, pero que, al menos en todos los casos que yo conozco, y en parte, por lo que deduzco, en los que comenta Trapiello, sentían la necesidad histórica de ser protagonistas de sus novelas. Hasta que no se pasa eso, hasta que no se disipa el humo, me temo que no brotan las grandes novelas. Y aun así, estimado Trapiello, me temo que tampoco.
De todas formas, me quedan muchas por leer. Igual sí que hay alguna Guerra y paz entre nosotros y no se ha enterado ni Trapiello, que ya es bien raro.
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