El amigo Rodolfo López Isern, cuyos excelentes ensayos sobre pintura (y no pintura) suelo degustar, se ha llevado a Pocapena a corretear por los blogs de la parte de Cuenca, y de paso me ha regalado esta entrada:
30.11.10
Pocapena en Cuenca
El amigo Rodolfo López Isern, cuyos excelentes ensayos sobre pintura (y no pintura) suelo degustar, se ha llevado a Pocapena a corretear por los blogs de la parte de Cuenca, y de paso me ha regalado esta entrada:
25.11.10
José Gonzalvo
Al día siguiente de la muerte del escultor José Gonzalvo, leí en el estupendo blog Pequeña edad de hielo cómo la noticia apenas había tenido eco en la prensa aragonesa, y un poco más en la valenciana. Tengo la sensación de que esa es una buena clave para situar la obra de José Gonzalvo, él que siempre hizo del hecho de ser aragonés un principio estético: el concepto que en Valencia se tiene de la palabra artista no es tan cicatero como el que tenemos aquí. Basta leer las necrológicas que han aparecido estos días, o los comentarios a las necrológicas, para darse cuenta de la soledad en la que decidió desarrollar su obra y, en paralelo al volumen de sus encargos, el desdén generalizado que produjo.
Las razones de ese desdén son de variada índole. La estética de José Gonzalvo nos remite sin remedio a las parroquias de los nuevos barrios del desarrollismo, o al taurinismo monumental de Venancio Blanco, a una época de mañana seca y soleada y al fondo un terno gris. Los artistas del hierro que conozco lo empaquetan en esa época y en una proliferación de costumbrismo hierático, como una versión de andar por casa y por la iglesia de Pablo Gargallo, con esa imaginería de propaganda industrial de entreguerras que en la distancia se confunde demasiado con las circunstancias históricas en las que fue creada. Le achacan la tipología folklórica de sus figuras, la insistencia en el popularismo acrítico, por decirlo suavemente, y entre silencios como sombras lo dejan bajo el capote de los artistas taurinos, que siempre suenan a cosa provinciana y menor. Hasta en los premios que le concedieron a finales de los 80, después de los cuales llegó el olvido, se insistía en que lo de Gonzalvo, más que prestigio, era mérito. “Esto tiene mucho mérito”, decimos cuando consideramos algo inferior.
Desde luego es comprensible que si juzgamos a un artista del hierro por comparación con Pablo Serrano, la verdad es que tiene muy poco que hacer, por no hablar de aquellos otros que han seguido sendas comparativas más cercanas a Oteiza o Chillida. Gonzalvo está, en este sentido, en una posición incómoda. Tengo entendido que él mismo fomentó con su potente personalidad la engañosa prueba de ser comparado con los grandes. Siempre tuve la impresión de que el artista no acababa de entender ese desdén: había hecho del arte profesión de fe, nunca mejor dicho; había colonizado su tierra con sus esculturas; entendía la monumentalidad como algo inteligible para el ciudadano común, cercano a él, y por eso Gonzalvo, a su vez, desdeñaba las aventuras conceptuales. Quizá –ojalá– murió pensando que su honestidad figurativa, de “un expresionismo no deformante”, como dijo de él Camón Aznar, era víctima de una contemporaneidad demasiado indulgente con sus propias ocurrencias y demasiado exigente con las deformaciones. La realidad, me temo, es que no se le llegó a considerar artista, o por lo menos más artista que un autor local, con ese acomplejado, un poco sádico desprecio que tenemos a las cosas que nos parecen igual de pequeñas que nosotros.
Y la realidad es que no sólo lo fue sino que vivió artísticamente y cumplió como ninguno con lo que podríamos llamar la función real del arte. Las esculturas de Gonzalvo, sus carboncillos de hierro, sus colosos simples, podrán o no gustar, pero nadie les puede regatear que colonizaron un espacio humano con un sello muy marcado (los toros de fuego ya nos los imaginamos como sus dibujos o sus esculturas) y que consiguieron que la escultura pública protagonizase los entornos y jalonara la espectacular recuperación de un pueblo como Rubielos de Mora. Es decir, hizo arte en su pueblo para sus vecinos, al socaire de sus ideas, naturalmente, y de un concepto del protagonismo del arte en la vida de los ciudadanos que convendría reivindicar.
Yo no sé si en el periódico de su provincia aparecerá algún serio dictamen profesoral sobre la verdadera dimensión de su obra, que es el único homenaje que se le puede hacer a un artista, pero creo que es esta condición de artista en un espacio la que se debe juzgar. La que incluso debió juzgar él cuando, a tenor de las notas biográficas, se empeñó en reivindicarse no con su situación artística en el mundo sino con su currículo. Quizá si no hubiera pretendido ser tan importante se le habría concedido más importancia, pero lo de veras importante, lo que debería quedar, era su trabajo para el entorno y al margen de los gustos artísticos, mucho más centrado en su aparatosa y leve función ornamental.
Y esto resulta interesante cuando hablamos de una época en la que la recuperación arquitectónica de los pueblos es una obligación de las instituciones y, sobre todo, cuando los artistas ya no sienten ninguna necesidad de salir de su pueblo para desarrollarse con toda plenitud. Otra cuestión, que ya es materia de historiografía, es en qué medida Gonzalvo monopolizó cierto concepto de la ornamentación monumental. Trabajó a destajo, y a diestro y siniestro encontramos obra suya. El dictamen pericial dirá por qué, pero a mí me interesa de Gonzalvo otra cuestión que no tiene que ver con implicaciones históricas ni de gobiernos locales.
El arte no es solo el arte global. Los ancianos de una plaza no se merecen una obra creada para impresionar a otras personas que no sean ellos. Cuando vemos las esculturas de Gonzalvo entendemos el tejido social en el que habitan los ciudadanos a los que les gustan. Y eso creo que es esencial en el desarrollo de una ciudad, que toda clase de ciudadano tenga su representación estética. Necesitamos autoridades que encarguen monumentos, y a monumentalistas muy diversos que con su propia sensibilidad encajen en el paisaje por donde pasea la gente común. El artista que trabaja en un ámbito concreto, con un público definido, tiene un margen de maniobra muchas veces superior al que tan solo aspira a la gloria. El que decide su camino y construye a su alrededor un mundo propio, aunque los críticos le den la espalda, creo que puede sentirse satisfecho, sobre todo si nunca ha dejado de trabajar tan solo en aquello que más quería. En el caso de Gonzalvo, además, no me imagino un trabajo iconográfico serio sobre el Teruel de los años setenta sin alguna de sus obras. Supongo que a eso se le llama pasar a la historia.
21.11.10
Épica atemporal
9.11.10
Pura pintura
Color caballo
En una anotación del Diario de un pintor, la del 3 de marzo de 1957, en Roma, escribe Ramón Gaya: “El color siena natural, esplendente: color caballo. El color caballo es un color untuoso, acuoso, líquido; es un siena natural sudoroso”. El tránsito que va entre los adjetivos esplendente y sudoroso es un proceso poético, una sucesión de metáforas y metonimias: suda el caballo, no el color, o en todo caso el yeso o el óleo donde se ve el color; la acuosidad es perceptible como efecto sobre el color, no en el color, y se ve del agua lo que no es el agua, lo que no es transparente; y, en fin, lo más parecido en pelajes al siena natural es, creo, el del caballo palomino. ‘Color caballo’, merced a una sucesión de connotaciones, de asociaciones, pasa a nombrar la luz, la época, la sensación. Nombra la imagen a la que se convoca con la metáfora, que es una realidad vislumbrada, un reflejo deslumbrante y efímero, pero que alumbra eso que, para entendernos, podríamos llamar el alma de las cosas. Alumbrar, vislumbrar y deslumbrar son, por así decir, tres efectos lumínicos de la poesía como modo de conocimiento. Gaya moja el pincel en el mismo magma sinestésico en el que moja la pluma. Papel y lienzo son vacío vislumbrado al que hay que arrancar, o convocar, el color del cuadro, el sudor del caballo. Pero lo más importante es que el resultado poético, “un siena natural sudoroso”, es algo perfectamente verosímil, una metáfora que cualquier artista del estuco ha podido emplear alguna vez, o cualquier albañil. O que, por lo menos, la entiende inmediatamente, sabe a qué lo remite. Dicho en otros términos, no es una asociación forzada, pensada, urdida. Es una asociación natural, una revelación, como si su esplendor fuera la inmediatez viva de su humedad, el reflejo de la luz en lo que el color tiene de vivo, de ser vivo, como el caballo. Un caballo sudoroso es su antes y su después, las sensaciones que se desprendieron de su galopar, la impresionante vida desatada, la de las guerras y los certámenes ecuestres, la de los paseos por el campo y las del trabajo esclavo. Pero encontramos a ese caballo joven, como es siempre la vida. Solo los jóvenes sudan de verdad. Los demás resudan un sudor de brillos enfermizos, no arrebolado ni encendido. Todo en él nos remite al estar vivo, y también al jinete o amazona que lucha o compite o pasea o trabaja. El conocimiento poético busca esas asociaciones felices, feraces, productivas, que de golpe nos abren la puerta de un grado de realidad insólito por elocuente, ajeno a la percepción lógica, que obra con respecto a la realidad con el mismo papel que el mito, negándola para nombrarla.
8.11.10
El encargo perfecto, 2
Esta misma mañana, en la contraportada de El País, he leído algo alarmante: “En estos momentos quizá cambiaría algunas técnicas literarias. Estoy demasiado preocupado por lo que antes se llamaba prosodia”, dice en una de esas entrevistas de ingenio con sacacorchos y obligado laconismo. La sensación ha sido parecida a la que tuve cuando dijo aquello de la condesa, que luego, afortunadamente, no fue cierto; de hecho, en Riña de gatos hay condesas que se desmayan. Porque eso que Mendoza llama la prosodia es desde los tiempos del comisario Flores un bien en sí mismo, el barniz que hará durar la novela, hasta el punto de convertirse en su esencia misma, aquello que traspasa el tiempo manteniendo su interés. En Pomponio Flato llevó esa prosodia a un terreno curiosamente inexplorado, el de la prosa titoliviana, que la gente piensa que es un rollo pero resulta, amén de una delicia de musicalidad, una narración entretenidísima. Cuando Juan Benet decía buscar el estilo de Tito Livio para escribir Herrumbrosas lanzas, parecía que sólo se hubiera quedado con las proporciones, pero no con la refrescante desmesura ni mucho menos con la restallante claridad. En esa estupenda novella Mendoza tenía una razón argumental, de coherencia estética, para disfrutar como un crío con ese estilo titoliviano, y de paso también el lector, y una buena razón para seguir usándola como marca de la casa en Riña de gatos. Todos los personajes hablan con una conccinnitas extraordinaria, léxico apropiado y giros casticistas, y la novela entera es un monumento a la fraseología del español, ahora que, entre gente que miente como un cosaco y que bebe como un bellaco, está en franca descomposición. Uno de los personajes, la condesa de Igualada, la que se desmaya, se queja precisamente de eso. A veces Mendoza juguetea con lo que podríamos llamar el estilo Miranda Podadera, pero exhibe un despliegue de locuciones sin parangón en la, más que austera, simplona prosa de nuestros días, y eso por no hablar del catón del escritor en castellano, los verbos específicos, las articulaciones, las palabras de más de un vocablo, etc.
La gente ha creído, erróneamente, que escribir con libertad es escribir sin oraciones subordinantes. Quizá por eso, el estilo prosódico de Mendoza es el que llamó la atención en La verdad sobre el caso Savolta y la sigue llamando ahora. Ese estilo es la lejanía y el humor, la mirada distante con que un pintor sobrado de facultades pintaría un cuadro. Pero hace 35 años llamó la atención por cuestiones de estética posmoderna y ahora porque sus libros son un refrescante aguacero de buen castellano, ese que los editores lerdos censuran y prohíben porque la gente no lo entiende, y que la gente, cuando se lo dejan leer, lo disfruta como una golosina. Bien es verdad que en esta Riña de gatos ha utilizado a discreción la jerga del lugar convenido y el lóbrego zaguán, el espía que se sube la solapa de la gabardina y la confusióm del momento, pero el lenguaje lo es todo, y en este caso una declaración de principios: ya empieza a ser hora de que tratemos la Guerra Civil del 36 como podemos tratar la guerra de Cuba del 98 o como Galdós pudo abordar todo un siglo sin saltarse nunca la distancia necesaria.
Después del aluvión de novelas sobre la guerra civil que nos está cayendo, todas ellas obsesionadas con lo real, cuando no con lo doctrinario, que no sé qué es peor, empieza a resultar llamativo que alguien la utilice, sin más, como cañamazo de la ficción, más pendiente de Mark Twain que de emitir un veredicto ideológico para el que no hace falta una novela y suele sobrar con un artículo. Mendoza elige a un inglés, Anthony Whiteland, colega, no conmilitón, del grupo de Cambridge, pero también experto en pintura, como Blunt, en este caso del barroco español. El propio autor lo resume en dos líneas, como conviene que pueda resumirse una novela: “Anthony había ido a Madrid a tasar un cuadro y sin saber cómo se había convertido en el punto de colisión de todas las fuerzas de la Historia de España.” Ese Anthony ve desde fuera, reduce las cosas a la simple formulación del extranjero, y este método ilustrado es del todo conveniente para enfrentarse a una época tan espinosa en una novela de aventuras que, por encima de cualquier otra consideración, debe ser divertida. Aunque, todo sea dicho, de paso le permite reducir la ciudad de Madrid a unos cuantos nombres de calles y un ambiente de jolgorio inconsciente y churros aceitosos que tiene de gracioso lo mismo que de tópico.
Pero el encargo consistía en practicar un género, la novela de aventuras, con una trama de novela popular, plagada de sobresaltos y momentos cómicos, de sorpresas y revelaciones, de misterios de salón y lances de pasión desmelenada. Es decir, un folletín, un buen folletín, que no solo habría resistido estupendamente la publicación periódica sino que respeta todas sus convenciones salvo una: nunca es ñoño ni melodramático, antes bien irónico y con frecuencia cínico, y eso a pesar de que cualquiera de las tres figuras femeninas, espléndidas las tres, podría haberlo llevado por derroteros más lacrimógenos o calenturientos.
La trama es folletinesca, sí, pero no previa. Mendoza utiliza el método de la escritura desatada, el de Cervantes, que consiste en la alternancia de la sorpresa y la reaparición. Cada personaje lanza un cabo y en todos ellos se enreda el atribulado protagonista, que, al contrario que en algunas novelas del principio, puede cambiarse de ropa con relativa frecuencia, aunque se ponga perdido nada más salir a la calle, y pasa hambre si no come, y también sufre pesadillas propias de las digestiones pesadas. Trenzar una novela es ir recogiendo cabos y tirando otros, de tal modo que sea la propia extensión de la novela la que vaya creando una ilusión laberíntica que no responde más que a la sorpresa del propio narrador, que, salvo en algunos detalles de atrezzo (el pañuelo ensangrentado, la dirección en la servilleta), nunca es previsible. Uno goza de la sensación de saber tanto como Mendoza de lo que está leyendo y el giro que la trama puede dar, otra de las leyes sagradas del buen folletín, quizá la más difícil de todas, amparada en este caso por el juego especular de las falsas apariencias, que en este caso está muy bien representado, por ejemplo, con el obrero Higinio Zamora. El truco está en que la reaparición del personaje culmine un capítulo con sorpresa y dé continuidad al siguiente, hasta otra reaparición distinta.
Con este andamiaje construye Mendoza su relato, el recurso al diálogo constante, muchas veces recapitulador, y ciertos toques digresivos sobre el momento histórico del 36 o la vida y obra de Velázquez, sin olvidar el cameo de personajes históricos de la Falange y la derecha golpista, Franco, Mola y toda la parentela, amén de un Azaña en el que confluye la verdadera contribución ideológica de esta novela con el tuétano de la trama velazqueña que le da cuerpo.
No, no es una novela madrileña, más allá de los churros, los cocidos, los laístas y los leístas. Madrid es, a lo sumo, “una ciudad alegre, generosa y superficial”, y según los casos “una ciudad sucia, revuelta, (donde) la gente no sabe estar en su sitio”, como dice el agregado de embajada Harri Parker. Esta es una novela de intriga y lances cómicos históricos, deshuesada de ambientes a medida que los diálogos van acaparando el contenido cada vez más turbulento y apretado de la trama. Las últimas páginas son de un traqueteo argumental propio de una feria de atracciones, y en toda ella “los sentimientos y las acciones sólo son mecanismos ingeniosos para divertir a un público abandonado a las convenciones de la farsa”, según reflexiona el protagonista a propósito del momento histórico que le ha tocado vivir tan de cerca, sobre la base de “la intersección de los múltiples agentes implicados en el caso”, como dice en otro lugar.
Pero claro, la farsa es histórica, y de cuando en cuando, con extraordinaria amenidad, Mendoza inmiscuye sus puntos de vista sobre la situación real, en este caso no muy novedosos. Primo de Rivera es un señorito al que no pueden ver los militares, Franco es tan ladino, astuto y anormalmente inconmovible como en realidad fue. Para el duque, traficante de armas y cuadros, “la revolución bolchevique, la que viene de abajo, es irreversible; por el contrario, la que viene de arriba es pura retórica, porque no se nutre de la lucha de clases ni la fomenta”. Para Azaña, por quien Mendoza profesa franca simpatía, “cada muerte violenta es un paso más hacia el abismo”. “Si no detenemos la rueda, pronto no habrá vuelta atrás”, dijo y dice don Manuel, el Felipe IV de aquel derrumbamiento, que encontraba más profundo un cuadro de su adorado Velázquez que la política internacional. Un hombre abatido por su propia integridad, no como Niceto Alcalá Zamora, cuyo último giro cómico en la novela merece la pena no desvelar.
Y, en fin, Velázquez, en quien “la realidad y la pintura se confundían a menudo”, con quien Mendoza parece compartir punto de vista. “También es idéntica la mirada del pintor sobre sus modelos, sean infantas o enanos: humana, sin halago ni compasión. Velázquez no es Dios y no se siente llamado a juzgar un mundo que ya ha encontrado hecho y sin remedio; su misión se ciñe a reproducirlo tal cual es, y a eso se aplica”. Los pocos pasajes de verdadera emoción más allá de la minuciosa orfebrería argumental son precisamente aquellos en los que habla del amor de Anthony por Velázquez, no así de ternura, que desparrama por sus personajes femeninos con una facilidad asombrosa. Paquita no está a la altura de la maravillosa Marichuli Mercadal, pero ahí le anda, y porque, entre semejante tráfico de intervenciones, la pobre no tiene más papel. Pero con el que tiene se come la pantalla. O la Toñina, pobrecica, a quien Mendoza trata con cariño contagioso pero también con un punto de mala leche: no en vano la envía a Barcelona, a que se meta en la Vida privada de Sagarra.
Los otros, la izquierda, están tan solo esbozados a carboncillo. Higinio, el buen obrero, algún fantasmagórico agente ruso y pare usted de contar. Pero la novela está centrada en otro detalle, siempre de lo particular a lo general, y ahí la novela gira en torno a lo que significó el fascismo en España y a la incapacidad de un gobierno que se aferraba a sus métodos democráticos cuando el desastre, por uno y otro lado, ya se había desatado. Y al final es hasta condescendiente: de algún modo había que compensar el caso insólito en la literatura española de que un personaje se cepille a la novia de José Antonio Primo de Rivera.
7.11.10
El encargo perfecto
De las 116 novelas premiadas por Planeta desde 1952, entre ganadoras y finalistas, apenas llegan a una docena las que, al margen de que podamos considerarlas más o menos buenas, se han convertido en una referencia ineludible para cualquier historiador de la literatura. De hecho, al poco de aparecer, en 1954, reunió en el premio nada menos que Pequeño teatro, la primera novela de Ana María Matute, tan radicalmente distinta a lo que, Cunqueiro aparte, se escribía entonces en España, y El fulgor y la sangre, de Ignacio Aldecoa, novela que aún leemos y comentamos como ejemplo del nuevo realismo de los 50 y antesala de la gran novela de la década, El jarama.
En otras dos fechas, 1978 y 1980, los Planeta también hicieron pleno, primero con La muchacha de las bragas de oro de Marsé, aunque solo fuera por su posterior desarrollo cinematográfico, y Los invitados, de Alfonso Grosso, uno de esos escritores de oficio que vieron cómo el experimentalismo los despreciaba por populares y el posmodernismo por anticuados, a pesar de libros como Florido mayo, pero al que siempre se le acababa sacando, también, partido en el cine; y segundo, en 1980, con Volaverunt, una novela histórica de las que ahora se llevan, y con El aire de un crimen, aquella apuesta de Benet, tan necesaria en su trayectoria faulkneriana, de ensayar la novela negra, y que, y si no al tiempo, quizá sea más recordada que las que ahora figuran al principio de su perfil.
Aparte de esas novelas, pocas más merecen o han merecido la memoria común. Sender escribió En la vida de Ignacio Morel en 1969; Vázquez Montalbán, la importantísima Los mares del sur, por muchas razones que darían para varias bernardinas. Terenci Moix, a su modo, se apuntó al neomodernismo posmoderno (con perdón) en 1986 con No digas que fue un sueño, en su proyecto de ser una mezcla de Oscar Wilde con Gore Vidal a la española; Torrente Ballester dio en 1988 una sencilla lección de cómo se narra una historia en Filomeno a mi pesar, una novela que, como todas las suyas que no son complicadas, no ha tenido la consideración que acaso merecía. Y, en fin, El jinete polaco es un perfecto ejemplo del testimonialismo lírico que escondió durante la década de los 90 la falta de imaginación, y que ahora, pasado el tiempo, decantadas las palabras, está más adiposa y rosariera que otra cosa, pero sigue siendo presentada en los manuales como una buena novela.
Y pare usted de contar. Ahí se termina la más bien magra aportación de los premios Planeta a la historia de la novela contemporánea. Y lo bueno es que cada vez que han apuntado a la calidad, como sucedió a finales de los 70, no solo les ha salido igual de rentable en el momento de conceder el premio sino mucho más a largo plazo. Casi todas las novelas que he nombrado siguen estando asequibles, algunas incluso en las librerías. De las otras, la tirada pudo ser más o menos grande, pero tardó menos en evaporarse su eco que en salir de las prensas, y eso que en este capítulo son tradicionalmente muy diligentes.
Últimamente, tras años de arrastrarse por el barro con operaciones comerciales de gusto asaz chabacano, parece ser que han virado rumbo al prestigio previo, y así, en los últimos años, y sobre todo después de haber acaparado buena parte de las editoras clásicas de novela, la editorial parece haber fichado a los que los críticos siempre tratan bien, Álvaro Pombo, Millás, Savater, y ahora, tras la insignificancia del año pasado, el gran Eduardo Mendoza.
Para ellos era un negocio seguro, pero me temo que no ha salido como esperaban. Pombo mandó una cosa ya vista, repetitiva e insulsa. Millás contó su vida, y además dejó caer con displicencia progre que ya lo tenía escrito y tal y cual. Qué ridículo ese desdén hacia lo que has criticado desde siempre, mientras te metes el dinero al bolsillo. Lo de Savater fue un escándalo, ya dije que deberían haber devuelto el dinero a los incautos que lo compraron, porque aquello ni era novela ni era nada.
Y ahora, en fin, le toca a Mendoza. Estoy terminando de leer Riña de Gatos y creo que esta sí va a entrar en el exiguo grupo de las elegidas, y no solo porque la haya escrito el mejor novelista que tenemos, el más capacitado técnicamente, sino porque parece un ejemplo perfecto de lo que siempre ha ido buscando Planeta en este premio y casi nunca ha encontrado: una novela popular de calidad, que entretenga y divierta a los lectores de metro pero satisfaga a los inspectores de tramas, que reúna dotes divulgativas para ilustrar pasajes de diferentes asignaturas y pronto sea lectura obligatoria en los colegios, que pueda ser sancionada por los más estrictos veladores del idioma y eche su granito de leña en esa discusión literaria sobre la guerra civil que se ha montado ahora.
Todas y estas virtudes que comentaré cuando la termine de leer las ha ensamblado Mendoza con soltura velazqueña, y en medio de un folletín canónico ha llevado sus con frecuencia ecuánimes observaciones históricas al terreno literario del disparate. Pero de eso luego, luego.
6.11.10
Instantes en Madrid
2.11.10
Albricias
No me resisto a colgar la columna que el jueves pasado publicó Toni Losantos en el Diario de Teruel. Son tan escasos estos ánimos que hay que cuidarlos con esmero.
He sacado de su blog –esas exquisitas "Bernardinas" que a veces se asomaban a este periódico– más de veinte páginas de apretados, magistrales –vaya: asombrosos– hexámetros. Lo que allí leo no solo me acerca con sedoso ritmo a un Virgilio que yo desconocía, distinto de los épicos fragmentos de la Eneida y de la prístina armonía de las Bucólicas –estas de siempre mi lectura favorita del mantuano–. En una confidencia letraherida, me habló Antonio este verano de su lucha con el idioma, del reto del extenso y exigente poema, parte del cual ahora, semanas después, leo con asombrada delectación.
Poesía práctica, hablan las Geórgicas de los dones del campo: el color de sus suelos, el fruto de sus plantas, el provecho de sus rebaños. Una rústica sabiduría, inmensa y olvidada, que puesta así, en rítmica sintaxis, muestra un empeño que no parece de este mundo. Y no lo es. ¿Qué ha movido a Antonio, qué necesidad tenía de enfrentarse a esos dos millares de hexámetros? Me asombra doblemente: por su decisión y por el resultado. Virgilio y su traductor cantan a la tierra en versos celestiales.