Gonzalo Tena pinta con una aguja de hacer media inclinado sobre su mesa de trabajo. Parece un Jackson Pollock de mesa camilla, sin olor a trementina, sin chorros de tinta por las paredes. Gonzalo Tena tiene su estudio moderadamente recogido, todos los colores juntos en un sitio, todos los papeles blancos en otro. Usa una de esas agujas de color gris y con un tapón rojo en la base, muy fina, doblada no más de 45º por encima del puño, de modo que es como si Gonzalo Tena pintase con el cañón pelado de una pluma, con una antena rematada en una bola roja que vibra cada vez que el pintor tintinea en un plato de cristal con la punta de la aguja.
Está trabajando en una larga serie de piezas relacionadas con la alquimia. Es su trabajo de verano, formatos pequeños, para no mover los brazos más que si leyese un libro y anotase cosas en los márgenes. Con la punta de la aguja va trazando diminutos gusanitos de color dorado que empiezan a poblar la superficie negra del papel como un cultivo bacteriano. No es su estudio de pintura, decididamente, el de alguien que tiene que explicar las cosas abriendo mucho los brazos. Gonzalo Tena va apoyando los dedos en diferentes sitios mientras habla y cruza mucho las piernas y pliega su cuerpo como si se hundiese en sí mismo, y explica por qué él no pinta en vertical sino en horizontal, y concretamente por qué lo hace con una aguja de hacer punto que tintinea en el plato. Ya vendrán los fríos y los pinceles gordos. Ahora Gonzalo Tena veranea en una minuciosidad de monje europeo, en la escrupulosa acumulación de elementos minúsculos, una ascética de la minucia que es la misma con que mira un cuadro de Brueghel o lee un libro de Gertrude Stein.
A propósito del primero, Gonzalo Tena escribió un ensayo delicioso en el que refutaba con prosa de buen poeta un idea que en su día lanzó Juan Benet: que la Torre de Babel que pintó Brueghel es helicoidal. Tena está seguro de que es espiral, y encuentra la prueba en un ventanuco minúsculo del cuarto piso, un hilo del que estira lo suficiente para componer un hermoso opúsculo de estética y amor a la pintura. Incluso descubre a Brueghel encorvado como se encorva él debajo del flexo, a dos centímetros de la pintura que tratará de terminar antes de la cena. Ese saber mirar lo diminuto parece así dicho no más que un cuento de Borges, pero Gonzalo Tena lo propone en el tiempo, en el estar siendo. La serie que pintó para Desde la sombra invitaba a ello.
Pero lo minucioso es para un artista como los fósiles de mosquito para las compañías petrolíferas: el milímetro cuadrado en el que ya está todo. La diferencia entre erudición y sabiduría quizá sea la misma que la que media entre minuciosidad y detallismo. Hay en los cuadros de Gonzalo Tena algo parecido a la prosa que utiliza en el ensayo sobre Brueghel: la dicción medida, sosegada, que se sabe desbordar cuando llega lo importante, pero siempre con ese elegante distanciamiento que libera a las ideas de molestos ardores del corazón. Las manos limpias y el jersey de lana de Gonzalo Tena no parecen inclinarlo al expresionismo crudo, sino más bien al misterio de la caligrafía china.
De sus primeros escarceos artísticos se escribió un libro de ochocientas páginas, de aquella célebre Trama. Siempre se cita a Tàpies como su mentor, quien por entonces ya decía aquello del único trazo suficiente. Pero Tàpies necesitaba estudios gigantescos. Gonzalo Tena no parece ser de aquellos individuos que necesitan sentirse rodeados de todo lo que salvarían de un cataclismo si les diesen tiempo. No vive en un estudio camarote, ni en una nave industrial. Es una habitación con vistas a la calle, adecuada para que una sola persona no deba dar pasos de más. La postura aovillada de Gonzalo Tena cuando cita a Wittgenstein y sonríe o cuando no muestra demasiado entusiasmo por los objetos de alrededor es la de un hombre que después de comer cruza el umbral de las dimensiones normales y pasa la tarde en la cuarta planta de la Torre de Babel, planteándose una cuestión menor relacionada con los mechinales que sin embargo sirve para ilustrar el portentoso mundo de Brueghel y tres o cuatro de sus verdades.
Hablamos en estos retratos de un solo trazo de artistas que trabajan en Teruel, que aquí tienen el cuarto donde se retiran. El cuarto de Gonzalo Tena es el ático de un zigurat en espiral cuya base es el mundo y cuya última planta Teruel, una ciudad que por lo demás tampoco parece influir en su modo de crear. Tena desecha la idea de un influjo del paisaje en el artista como si su demostración no fuese lo suficiente divertida. Su mundo está bajo ese flexo y la postura de miniaturista queda instalada en su cabeza cuando sale a pasear por la ciudad. Dice Gonzalo Tena que le gustaría pasear por el Louvre como dice que se paseaba antiguamente, como si fuera un bulevard donde en vez de árboles había cuadros. La gente iba allí a charlar y a encontrarse con amigos y alternar, no a mirar religiosamente obras de arte. El arte decora las paredes interiores, los ventanucos de la Torre de Babel, el refinado mundo suficiente. A él se accede no con sonoros aldabonazos sino tintineando con la aguja de hacer punto sobre un plato de cristal.
Gonzalo Tena, paseante empedernido, que casi evitas saludar por no interrumpir sus pensamientos.
ResponderEliminarComplejos que parten si acaso de los demás ya que él no los nutre.
La austeridad que se le aprecia en lo cotidiano pasa a formar parte cuando de su obra se trata, de otra dimensión, como llamado por instancias superiores.
Su trabajo es exquisito, conceptual, enrriquecedor, reflexivo.