6.12.10

Manjares de porcelana

Fernando Torrent viste un mandil de cocinero color burdeos. Si no fuese porque sostiene una pipa en la mano, una de esas pipas que parecen estar siempre apagadas y que de pronto sacan un par de volutas muy finas que se disipan enseguida, se diría que está cociendo una pizza en el horno de un gran restaurante italiano. Fernando Torrent cuece pizzas de porcelana, tiene un termómetro en el suelo pero él solo mira por un agujero el color del fuego. Según el grado de transición del rojo al naranja o del naranja al amarillo, Fernando calcula la temperatura exacta y la dice en voz alta. Yo miro de reojo al termómetro y me molesta un poco corroborar su exactitud, 950o, 1100 o, esa leve sensación de ridículo que uno tiene cuando se sorprende desconfiando sin motivos, como por instinto, acostumbrados como estamos a confiar más en el reloj que en la experiencia. Fernando sonríe. Lo apacible de su sonrisa desdramatiza el apuro.

Porque pronto uno se da cuenta de que Fernando no sólo cuece las piezas, más bien entra con ellas mentalmente y sabe en qué momento se está produciendo un leve craquelado sobre la superficie de la porcelana, cuándo el óxido de cromo habrá enrojecido lo suficiente, cómo preservar el cobalto aparatoso. Sus explicaciones abarcan el momento de la cocción como abarcaron antes el de la masa. “Voy a dejar caer aquí una gota para que el círculo que describa se oscurezca un poco”, le oigo decir, “voy a soplar aquí un poquito porque en esta esquina necesito sensación de movimiento”, y sus ojos abiertos hacia abajo, de mucho mirar cosas de cerca, parecen registrar los movimientos químicos y los estragos del fuego.

Aunque a veces algo falla, alguna insignificante disfunción entre los deseos y los resultados, algo que deja descontento al artista o desportillado al objeto. Esos objetos pueblan el enorme taller de Fernando Torrent, en una casa junto al río. Son amplísimos los ventanales que recogen toda la luz del sur, amplias las mesas llenas de botes de pinceles y de ganchos finos, o de piezas numeradas de un gran mural con figuras de animales rupestres, y que es el resultado del trabajo de una asociación de Concud que engalanará su pueblo. Al mismo tiempo prepara otro trabajo de grandes dimensiones para un edificio nuevo de postín, y por allí queda ese otro tercer cúmulo de piezas que el artista expone, entre ellas las tres que fueron presentadas en la exposición Desde la sombra.

Una es un díptico pintado por el fuego, donde a la minuciosidad y a la pericia se les une la levedad de un solo trazo suficiente, el impulso de una sola idea. Es inevitable saber que lo ha hecho alguien de mirada sosegada y limpia, o darse cuenta de que esa manera de trabajar es ya un modo de ser. Otra de las piezas también tiene algo de culinario. Además de un hermoso juego de figuras rectangulares, de piezas mínimas alternadas con exquisito equilibrio, la cosa, por el movimiento de las porcelanas, tiene algo de repostería abstracta, un impulso a sentirlo también con los demás sentidos, incluido el tacto, que obliga a un ejercicio de suprema delicadeza, un poco por sentir la calma que transmiten y otro poco por no ser un manazas. Especial admiración me produce una pieza exenta, como un animal rupestre cuya piel está tatuada de espuelas mudéjares y rematado con un cuerno de bronce.

Al ver el mural de Concud, lo que nos daba que hablar era el hecho de que sean los vecinos de un pueblo los que asuman retos estéticos para sus calles. Al ver esta otra pieza personal, pienso en todo lo que significa para un artista poner los cinco sentidos y crear piezas de las que sentirse recompensado, con las que sentirse explicado. Una voluta de humo muy delgada, como un trazo japonés, sale de la cazoleta de la pipa cuando le comento lo mucho que me gusta. Fernando sonríe y se levanta del taburete: no sólo controla el color del fuego sino también su tiempo. El craquelado no debe parecer cruento, más bien una hermosa celosía tras la que se esconda la delicadeza. Fernando limpia sus largos dedos mojados en yeso con un trapo de algodón. Es hora de sacar la pieza que nos comeremos con los ojos.

A Fernando Torrent le gustan las nogueras y los ailantos. Las nogueras las deja que se hagan viejas, pero a los ailantos los mantiene a raya. Fernando pasa de una sala a otra de su estudio y atraviesa un jardín no muy manipulado, un camino entre macizos de especies varias y árboles de sombra. Tiene un sauce muy viejo al que sólo le crecen ya unas hilachas despeinadas. Fernando me cuenta la historia del sauce, las vicisitudes de su existencia, y también para qué se usaban antes las callosidades blancas que les aparecen en el tronco. Luego me da detalles sobre lo difícil que resulta derribar un sauce de más de treinta años sin peligro de las cristaleras. Hay que irlo podando desde arriba, desnudar el tronco y hacerlo rodajas. Fernando calcula las posibilidades caloríficas del sauce, para qué tipo de hermosa porcelana serviría.

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