Me pregunto qué habría pasado si el gran libro de James
Neugass La guerra es bella se hubiese
publicado poco después de cuando lo escribió, entre 1937 y 1938, mientras
servía como conductor de ambulancias para el ejército de la República en el
frente de Teruel. Puesto que sobrevivió por los pelos a la guerra civil y que
el libro es una obra de arte fuera de lo común, lo lógico hubiese sido que con
todos los honores ocupara su puesto, como mínimo, junto a George Orwell en la
sección de testimonios, o junto a Ernest Hemingway en la de literatura. No se
parece ni al uno ni al otro, pero está a la altura de los dos, ya lo creo que
sí. Y, en todo caso, si hubiera que ponerlo en algún sitio, yo preferiría
reservarle una plaza junto al mismísimo James Agee.
Y sin
embargo este libro estuvo enterrado entre rimeros de papeles viejos durante 60
años, ni siquiera en entregas de periódicos, como es el caso de Chaves, sino en
el cuaderno en el que escribió con un lapicero desde el 5 de diciembre de 1937,
en Saelices, en un hospital de campaña instalado en el cortijo de una tía de
Alfonso XIII (Villa Paz, para más
inri), hasta el 24 de marzo de 1938 en Cerbère, en el Rosellón, a punto de abandonar
definitivamente su aventura. En medio, la guerra.
Lo que
no hay es sermones ni justificaciones ni ese gusano que devora la novelística
española (especialmente la dedicada a la guerra civil) y que llamamos estilo.
En este libro el estilo no está, ha desaparecido. Aquí el estilo es un
camillero eficaz que va llevando y trayendo palabras sin que nos demos cuenta.
El verdadero estilo es la situación. Pero se necesita un gran poeta para saber
viajar en ella, representarla. En
este libro todo es verdad, pero no es un libro de datos, y mucho menos de
juicios, aunque tampoco de reflexiones ni de floreos líricos. Es una
constatación redactada con la elegancia anglosajona de quien no necesita
lucirse ni tiene tiempo para florituras. Sustituye las filosofadas emotivas por
comentarios moderadamente sarcásticos, de un sarcasmo bueno, irónico, empático.
Evita cualquier tentación artística
como si soplara el polvo de un cristal.
La precisión y la naturalidad son
las dos principales virtudes de un escritor. Todo lo demás termina sobrando con
el tiempo, como esos óleos pastosos que pardean y se oscurecen. No se trata de
ser sublime sin interrupción (estupidez francesa que se cargó buena parte de su
novelística y casi toda la nuestra), sino de que la prosa esté viva, sea una
novela o, como es el caso, un diario de guerra. Y esa vitalidad de la prosa
trasparece sin nombrarla. El autor escribe su diario en el asiento del
conductor de la ambulancia o sentado encima de una piedra, en una cuneta desde
donde se escuchan las bombas o en las horas muertas, que también las hay en una
guerra, y sobre todo en una guerra, en algún rincón del hospital de campaña. La
prosa sigue el ritmo de los acontecimientos, y si es distanciada y curiosa
mientras el autor está en la reserva, plagada de observaciones interesantes,
nunca redundantes (“¿por qué he venido a España?”, es lo único que repite de
vez en cuando), de escuetos análisis psicológicos de la soldadesca,
observaciones sobre el funcionamiento del radiador de los camiones, o sobre la miseria
de los pueblos que visita, o sobre la manera de curar sin medios, o sobre las
múltiples renuncias e impotencias cotidianas que en la guerra son las mismas
pero resultan más sangrantes, sin embargo se vuelve impactante como las balas
cuando se somete a describir el apocalipsis que ha decidido vivir, y eso va
engrandeciendo el libro con el ascenso imperceptible de una sinfonía.
Sus reflexiones políticas son las
de un etnólogo sin ganas de aburrir. Cree en la libertad y en la lucha contra
el fascismo. Comprende el estallido de la esclavitud a que vivía sometida buena
parte de la población, pero no intenta animarse con la ideología. Le resulta
más interesante retratar la moral militar, sentir incluso cómo se forma en él,
siempre con esa distancia cuyo efecto poético es inverso, es decir, de
autenticidad, de verdad y de hondura. Pero cuando se mete en la boca del lobo,
de la reserva en Alcorisa a los bombardeos de Cuevas Labradas, es curioso que
la prosa resulte también bombardeada, desmenuzada por momentos, pero el héroe
del lapicero no pierda la compostura y adopte esa austeridad moral que es la
única que te sostiene en los momentos crudos. Es decir, nombra, describe, pero
no juzga tan apenas. Las bombas van creando vacíos poéticos en la prosa. Las
memorias, en esos momentos, suelen justificar el fusilamiento o justificarse a
sí mismas, pero Neugass escribe sin vuelta de hoja. Avanza en su encuentro con
la guerra como un Fabrizio de la Generación perdida que tuviera “más curiosidad
que miedo” por estar el frente.
Desde
luego que es la epopeya de uno de esos “aventureros foráneos” que citaba el
otro día de Cela, a propósito de Chaves. De hecho, casi todos los personajes
pertenecen a la Brigada Washington-Lincoln, y cuando escuchas a un soldado
llamar Smitty a un compañero y Doc al médico te cuesta hacerte cargo de que
están pernoctando en Aliaga, provincia de Teruel. Neugass no comete el error del alegato antibelicista ni el de subir a los
altares a los conmilitones, ni tampoco hundirlos en esa miseria moral rancia
y barata en que tantos escritores se parapetan como si fuesen pianistas de
jazz.
La guerra es bella está contado desde dentro, en un permanente crescendo
que le lleva de la reserva expectante al pavor cotidiano. Llega un momento, en
el frente de Cuevas Labradas y Corbalán, cuando por cada avión republicano
destartalado había cinco alemanes recién sacados de la fábrica que
despilfarraban saña, cuando a cada paso tiene que detener la ambulancia para
tirarse a la cuneta y sigue recogiendo heridos y apartando muertos y el cielo
huele a carne quemada, en que lo emocionante es la propia capacidad de seguir
escribiendo y no hundirse definitivamente. Una novela de guerra tiene que
transmitir la sensación de que algo resulta insoportable.
Debe llegar a ese extremo, al borde del precipicio que lo lleva a la locura o a
la tumba. Tan interesante como la minuciosidad de los datos me resulta el hecho
de que las cosas vayan siendo planteadas por la guerra, no por el autor. Quiero
decir que ese proceso trágico del derrumbamiento interior es algo que tampoco
se puede contar. Hay que hacerlo sentir.
Para contarlo están las memorias y los diarios. Para lo otro está la gran
literatura.
En
España tampoco estamos muy acostumbrados a los diarios de guerra. Más a las
memorias, esa imaginación secundaria,
como diría Coleridge, lo que en el mundo anglosajón es todo un género. Pero los
diarios de campaña son otra cosa. He vuelto a leer el del sargento Alberto
Guna, que editó estupendamente Juan Francisco Fuertes Palasí y del que ya hablé
aquí a propósito de unos parientes míos de Alfambra. He vuelto a leer el diario
y volveré a escribir sobre él, porque literariamente también tiene su punto.
Pero los otros que voy manejando, y de los que ya hablaré, o están escritos por
alguien que soñaba con una condecoración o por soldados que, sin intenciones
literarias, seleccionan mal los datos. Una batalla es un bombardeo de datos, de
situaciones, de gestos, de detalles, de ironías trágicas y de casualidades. Es
un material ingente que incluye la moral y la logística, el descenso a los
infiernos y la poliorcética. Y eso por no hablar de las toneladas de metralla descriptiva
que se necesita. Frases como proyectiles, pensamientos como morteros,
reflexiones como ese piojo negro que le sube a un soldado por la nariz mientras
lo están interrogando. Se necesita mucho pathos, pero tampoco hay que pasarse.
No se puede ir un milímetro más allá de la verdad, que ni siquiera debe ser
cruda. Sencillamente tiene que ser verdad. La crudeza estropea, empastra,
embadurna. Se pueden escribir grandes obras de arte, pero el género de la
catástrofe siempre bascula entre la objetividad obsesiva de Tucídides y el
desparrame morboso de Lucano.
Sea lo
que fuere, La vida es bella es lo más
convincente que he leído sobre cómo debe describirse una batalla. ¿Se puede
trasladar esto a una novela? No lo sé, pero me gustaría dar con aquellas
novelas que sí lo han intentado, porque las pocas que yo he leído, aparte de su
valor histórico e historiográfico, creo que no lo consiguen. He de volver,
claro, sobre Max Aub, del que solo leí, hace años, uno de los Campos, que tampoco me entusiasmó. Ya he
mencionado uno de los pocos intentos serios en este sentido, el San Camilo, que no es una novela sino un
confuso bombardeo, pero a San Camilo le
sobra el estilo, la literatura, la disposición estructural, la búsqueda de la
frase deslumbrante, su tediosa monotonía (una guerra no es monótona), efecto no
de la catástrofe que describe con mil ojos, como las moscas, sino de que no
aplica verdad a la narración, y
porque no desaparece. Leyendo el diario personal de Neugass uno está dentro de
la batalla, pero leyendo el San Camilo
uno está dentro de Cela. Sabemos poco de Neugass, no encuentra tiempo para hablar
de sí mismo. Su labor, su epopeya, es testimonial, pero la urgencia, la
intensidad de las situaciones hacen que su lapicero se desate y debajo se vea
latir la verdadera poesía. Al individuo Neugass lo conocemos por cómo nos
cuenta lo que nos cuenta, no porque hable de él.
En
ocasiones he alabado la lírica de
inventario, es decir, el uso que Daniel Defoe hizo de la congeries de toda la vida. Una batalla
necesita una narración acumulativa. Necesita que ocurran miles de cosas sin
valor argumental, cuya yuxtaposición, en cambio, les confiere un intenso valor
poético. La edición de Fuertes Palasí rodea el diario de Guna de su argumento. Es decir, en nota al pie el
editor nos cuenta lo que ocurre, y el diario lo que el sargento cree que
ocurre, que no tiene mucho que ver. La diferencia es tan grande (Guna está
cazando conejos por el monte mientras en Teruel han reventado el Seminario) que
en ese hueco es donde anida buena parte de su interés literario. Lo que nos
cuenta Guna, en aseada redacción, un poco gerundiosa, es lo que percibió la
inmensa mayoría de los soldados: su trinchera, su fusil, sus compañeros
muertos. La sorpresa de Fabrizio del Dongo al llegar a Waterloo y darse cuenta
de que aquello no tiene ningún sentido narrativo (ninguna razón romántica) sigue
siendo el punto de partida para narrar la guerra, cualquier guerra. Es decir,
la narración bélica traslada el argumento fuera de sí. Pensar un argumento para
una novela de guerra es contar una batallita, no una batalla. Y este libro de
Neugass, por dentro y por fuera, en su estupenda prosa y en el cuaderno con
cremallera, es una gran batalla.
Por como hablas de los diarios de Neugass y de Guna deben ser interesantes. Los leeré. Este verano leí la novela-documento Concierto al Atardecer de Ildefonso-Manuel Gil porque un pariente mío compartió prisión breves días con el autor hasta que fue asesinado en la plaza del torico en aquel trágico famoso atardecer que narra el autor sin haberlo visto.
ResponderEliminarEstoy interesado en el suceso del asesinato de los trece. ¿Alguien me podría dar referencias históricas para conocer más de ello? Listado de asesinados. ¿Dónde los llevaron después? etc.
Saludos.
Paul Preston, 'El holocausto español', pp. 592-593: entre los 13 ejecutados había una chica y el director de la escuela pública, José Soler. El autor remite a más bibliografía, sobre todo, que yo conozca, Julián Casanova, 'El pasado oculto. Fascismo y violencia en Aragón, 1936-1939' y Ángela Cenarro, 'El fin de la esperanza. Fascismo y Guerra Civil en la provincia de Teruel (1936-1939)'.
ResponderEliminarMe parecen excelentes tus reseñas sobre el libro de Neugass, hábiles, incisivas y aceradas, finas tanto para con el detalle como para la visión de conjunto. En cierto modo, es como si leyeras los libros por dentro.
ResponderEliminarEstoy de acuerdo con la entrada: de todos los testimonios que llevo leidos escritos DURANTE la guerra civil, el de Neugass me parece un documento extraordinario, estremecedor ("La leña es tan escasa que la gente del pueblo ha estado desenterrando ataúdes del cementerio para quedarse con los tablones"), nada propagandístico ("¿Por qué vine? No tanto por amor como por asco, supongo"), a la altura de Orwell, por supuesto. Y con sentido del humor ("La gente a veces es lo bastante estúpida para morir en lugares donde hay que utilizar un pico"). A ver si entre todos podemos poner este testimonio en su lugar. Un saludo cordial, LGE.
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