20.4.12

Un escritor gallego



Llevo un día de lo más gallego. Esta mañana, camino de la fábrica, iba leyendo unas notas de viaje de Cunqueiro, de un viaje a Bretaña, a finales de los cincuenta, a puentes y prados y ciudades que él ya se había inventado para sus novelas, sobre todo para las Crónicas del Sochantre. Es muy gratificante atravesar un camino lleno de chatarra, de chimeneas complicadas como bronquios de un gigante fumador, y tener la mente ocupada en los gaiteros de Lorient y en lo bien que escriben los gallegos.
               Eso lo decía Umbral, qué bien escriben los gallegos. Él mismo quiso ser gallego de adopción, pero le sobraba la crueldad de la meseta. Concretamente lo decía de un gallego que a su juicio escribía mal, Torrente Ballester, que no solo no escribía mal sino que era de la rara especie de los narradores de verdad, de los fabuladores sin premeditación. Yo sé muy poco de literatura gallega en castellano, y casi nada en gallego: Rosalía, Pondal, Otero Pedrayo, Reixa, el sol de carallo y poco más. De los gallegos de cultura general y periódicos del sábado que yo leo, solo me parece poco gallego Manuel Rivas, sus ridículas frases bonitas, sus adjetivos como rizos teñidos que le caen a la frente de la prosa y le tapan la mirada. Digo que me parece poco gallego porque la prosa gallega que a mí me gusta tiene una cierta galaicidad que en Rivas no asoma. La ironía es siempre consecuencia del pudor, del saber hasta dónde se puede llegar, de podar sin repelar, y los rizos fuera, oiga. Lo primero que me fascina de la prosa galaica es que no es cursi, que no busca la belleza sino la emoción, o, por mejor decir, que en ella la belleza es la consecuencia clara, pero no insolente, de esa misma emoción. El gallego es refractario al rataplán. Ni aun en los tiempos del más desmelenado modernismo fue Valle-Inclán pomposo, nunca escribió una palabra de más. Lees a sus contemporáneos decadentes y te llenas los dedos de grasa. Ni siquiera Cela, el Cela de La Rosa, el Cela de antes de irse a Mallorca y engordar con las aguas del Mediterráneo y convertir en fallas bufas los severos cruceiros de Padrón, se separó de aquella seriedad fingida, medida, sin estridencias ni pleonasmos. ¿En qué consiste la emoción de Rosalía? ¿Alguien ha leído un verso despechorrado en Rosalía? Su voz no es aflautada sino agaitada, que es sonido continuo, bordón lluvioso, del mismo modo que en Cunqueiro los artículos no acaban, dejan de sonar, con ese primer silencio que emociona. Qué buen terminador de artículos era Cunqueiro, y qué poco le han copiado, con toda esa tontería de las conclusiones, los principios retomados y la frase lapidaria, con esos articulillos que se acaban como tumbas, donde ya no suena ni el recuerdo de lo recién leído. Cunqueiro te deja flotando, apartado, en terreno de nadie, con la misma leve curvatura de sonrisa con que están escritas sus últimas palabras, y con esa sinceridad que nace de quien ha llenado el artículo de guasa y al final, donde parece que hay más guasa, queda, discreta, recogida, una última nota sin doblez. Lo más intenso nunca está al final. Al final está lo más delicado. Igual, ya digo, lo trae la lluvia. Los cuentos de Joyce se tensan casi imperceptiblemente, sin forzar la voz, sin apretar nada, sin subirse nada, y luego vuelven al reposo ingrávido, como si se detuviesen por sí mismos, sin frenazos ni acelerones.
Hay una galleguidad también en el arte de la yuxtaposición, del ir acumulando cosas. Esa acumulación es el bordón. Las cosas se suman, no se explican, la gaita late antes, después y por debajo de floreos nunca del todo estrafalarios, pero siempre, de vez en cuando, brutales, con esa resignación guasona con que los gallegos constatan la brutalidad. En esto son muy ingleses, muy lluviosos. En los países encapotados las cosas se ven más nítidas, más como son.
Pero este, digamos, acento gallego de la prosa no es algo con lo que se nace si vives en Mondoñedo. Me he pasado por la sección de opinión del Faro de Vigo de ayer y no había un solo artículo cuya prosa mereciera la pena. Uno había breve, relamido, que se salía un poco de la penosa tónica general, artículos como bancos de parque, hechos de serie, iguales en Huelva que en Barbastro, con las rebabas del molde. Si en el Faro de Vigo hay casi una docena de articulistas y todos están tan adocenados, dónde busca uno ese acento, ese toque, ese dominio, ese sentido del ritmo y de la emoción, ese oído.
No es fácil, pero a veces lo encuentra uno. Al salir de la fábrica llevaba idea de leer en el sofá unas páginas del Sochantre, pero en vez de eso me he leído un libro de fútbol, Una insolencia, del gallego Marcos Abal, a quien tengo muy leído en su dietario Mi cama es una barca. Su prosa me gusta porque tiene todo lo que iba diciendo antes, y eso que pertenece a una generación, la del 75, según dice la solapa, que, a mi modo de ver, creció convencida de que las conjunciones deberían estar prohibidas. La mayoría de sus practicantes solo ve acumulación de frases cortas en lo que en realidad es música, un hilo donde los puntos son más leves, donde nunca se repiten estructuras, ni se machaca, ni se duerme uno en la suerte. Una prosa tensa y variada, semoviente, que es lo que no consigue, tengo que decirlo, la mayoría de los escritores de su generación que yo haya leído. Es como si se hubiesen dado cuenta muchos de que después de Kafka ya no se puede hacer nada que no parezca una floritura. La sangre, en cambio, no se detiene, y cuando una prosa está viva, su repudio de la hipotaxis, de la complicación sintáctica, se articula en las mismas secuencias musicales que podría tener, pongamos, la prosa de Proust. Ese fue el gran hallazgo de Umbral, lo que él quería: descubrir que con largas frases cortas, llenas de detenimientos y sortijas, podía mantener el flujo narrativo que le hipnotizaba en escritores como Proust, pero sin recurrir a tanta complicación. Ese mismo flujo puede ser interpretado con un laconismo ágil, lubricado de sonoridad discreta, como en murmullo, sin empalagar (Umbral empalaga), una única frase con muchos puntos, un único relato de muchos fragmentos, no cortados a escala ni medidos, sino compuestos, agregados, y eso es lo que me gusta de Marcos Abal y lo que yo llamo, por decir algo, por empastar la entrada, galaicidad.
Una insolencia es un libro de memorias infantiles futbolísticas. Son dos cosas distintas. La memoria infantil es lo que todo el que escribe quiere escribir porque sabe que es lo que va a poner a prueba su verdadera calidad, por la sencilla razón de que uno nunca quiere quedar mal con uno mismo, y menos aún cuando era niño. Y los libros de fútbol son muy peligrosos porque se prestan a la erudición de cromo. Los recuerdos son nombres, y ahí se queda todo. La solución de Abal es reducirlos a media docena y ponerlos de reloj. El niño gatea con el Barcelona de Cruyff entrenador, el del chupachús; sueña con Maradona, antes de descubrir lo que todos hemos descubierto, que es un gilipollas; se despierta de Maradona y transige con Butragueño (del Madrid era su padre, no él, pero aquél Madrid…); entra en la pubertad con Romario, y como ya ha crecido sabe por qué es un genio y sabe, también, qué tipo de genio es el que le gusta, el genio súbito, visto y no visto, holgazán imprevisible, rayo incomprensible, verdad breve, surgida de sí misma, no de una pizarra con olor a linimento. Como la prosa. El protagonista narra y se ve a lo lejos. “Yo qué sé. Él qué sabe”, en un juego de tiempos que a la larga destemporaliza el texto. Viajamos en un tiempo detenido, de antes y de ahora, del antes de antes y del antes de ahora, y eso, ese dulce llover, necesita muy buena mano. Y muy buen oído.
Entre los héroes, entre sus estatuas, está un niño al que la infancia le huele “a humo de cigarro puro en ese estadio de provincias”, allá en Pontevedra, “aquel Pasarón viejo, ya digo: lluvia, puros y señores calvos meando contra una tapia”, donde se sucedían los partidos lánguidos y en este libro se suceden páginas de belleza nítida, sin ramajes, abrigada de ironía. La ironía siempre es resultado, además de del pudor, de evitar el desparrame. El rigor poético es eso, no las frases bonitas. El rigor poético es hablar con claridad y todo seguido, desde que uno babea en la alfombra hasta que descubre el eterno femenino pero todo sigue igual de encapotado: “Hacerse adulto viene a ser conformarse con lo que hay, con uno mismo, sabiendo más o menos, o sospechando, quién es uno mismo”, dice quien está viéndose a sí mismo, allá lejos, en las gradas de cemento, con un padre cuyo retrato va formando páginas extraordinarias, instantáneas desde el suelo, desde el otro lado de los vasos y de las cucharas. El niño se esconde en el mundo, todo lo mira detrás de algo que, más que deformar, conserva, cautiva.
La colección que ha editado Una insolencia (cosido, con buen papel y agradable Garamond) responde al nombre de Hooligans ilustrados, o sea el subgénero de los futboleros cultos, ya practiquen la cosa (Bielsa, Valdano, Pardeza), sean carne de cemento (Vila-Matas, Marías, mi añorado Vázquez Montalbán, últimamente Gonzalo Suárez) o flor de crónica (Diego Torres, John Carlin, aunque, y ya es lástima, no tenemos en el fútbol ningún Joaquín Vidal). Marcos Abal está entre Guardiola y Vila-Matas, el pase fino y medido –“con todo el cuerpo”- del uno y la sorpresa permanente del otro, su lírica del distanciamento, su kafkiano humor.
“Leo las crónicas deportivas con devoción, porque en esas crónicas suele estar la mejor prosa, la más alta literatura del periódico, o la única literatura del periódico”, dice Marcos Abal. Un par de firmas, todo lo más, diría yo. Una epicidad previa se lo come todo, pero las metáforas, por lo general, carecen de grandeza, cuando deberían carecer de presencia. El fútbol solo ya es la metáfora y en su mera descripción cabe toda la literatura. Esa epicidad bélica es resultona pero pesa poco. Eso de acabar una crónica y sonreír de gozo como sonreía con las de Vidal yo no lo veo por ningún periódico, salvo, alguna vez, curiosamente, en los periódicos de provincias. También en el libro de Marcos Abal me interesa más la parte del fútbol regional que las páginas del Barça y el Real Madrid, páginas estupendas, no obstante, para quien sí disfrute de la prosa del periódico (no del Faro de Vigo). Espléndido, por cierto, el retrato de San Mamés, quizá porque no está contado desde un periódico sino desde una grada, envuelto en la tribu.
Pero lo otro, lo provincial, lo íntimo y lejano, lo de Pontevedra, es siempre lo más intenso. Un libro de memoria lírica es bueno si invita al lector a seguir pensando su propia infancia con esa misma forma de contarla. Narra y hace narrar. La vida del otro no importa. Importa la vida compartida. Es tu infancia la que lee, y se trata de una postura muy cómoda en un prado de blando césped sintáctico. “Nunca se puede empezar de nuevo”, dice, hablando de lo hecho, de lo escrito, que también es lo vivido, porque este es un libro de prosa orgánica, hecha a sí misma. La intervención del autor se limita a saber dónde y cómo tiene que poner las pinceladas que el cuadro le dice que ponga. Se nota, para bien, que el autor, más que releer, ha vuelto a escuchar su relato y le ha soplado las últimas impurezas. No es blando, no es condescendiente, pero tampoco comete la torpeza de ser duro, otro de los tópicos de la prosa contemporánea. Es una breve composición para piano forte y gaita gallega, muy bien construida, muy bien llevada, más intensa donde debe, y dejada correr hasta que ella se detiene en ese silencio emocionante y extraño.
Sólo le pongo un pero a este libro. Andoni Goikoetxea no era el Carnicero de Bilbao sino el Carnicero de Barakaldo. Suena mejor. Despiste raro en un gallego.

4 comentarios:

  1. ¡Qué bien escrito! Tu post, claro. El libro al que te refieres no lo conozco.

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    1. At Tuba Terribili soniTu TaraTanTara dixiT

      GraTias

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  2. Antonio, le he dejado un mensaje en la última entrada de mi bitácora

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    1. También aquí te lo agradezco. La mención y el blog. Salud.

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