Llevo un día de lo más gallego. Esta mañana, camino de la
fábrica, iba leyendo unas notas de viaje de Cunqueiro, de un viaje a Bretaña, a
finales de los cincuenta, a puentes y prados y ciudades que él ya se había
inventado para sus novelas, sobre todo para las Crónicas del Sochantre. Es muy gratificante atravesar un camino
lleno de chatarra, de chimeneas complicadas como bronquios de un gigante
fumador, y tener la mente ocupada en los gaiteros de Lorient y en lo bien que
escriben los gallegos.
Eso lo
decía Umbral, qué bien escriben los gallegos. Él mismo quiso ser gallego de
adopción, pero le sobraba la crueldad de la meseta. Concretamente lo decía de
un gallego que a su juicio escribía mal, Torrente Ballester, que no solo no
escribía mal sino que era de la rara especie de los narradores de verdad, de
los fabuladores sin premeditación. Yo sé muy poco de literatura gallega en
castellano, y casi nada en gallego: Rosalía, Pondal, Otero Pedrayo, Reixa, el
sol de carallo y poco más. De los gallegos de cultura general y periódicos del
sábado que yo leo, solo me parece poco gallego Manuel Rivas, sus ridículas
frases bonitas, sus adjetivos como rizos teñidos que le caen a la frente de la
prosa y le tapan la mirada. Digo que me parece poco gallego porque la prosa
gallega que a mí me gusta tiene una cierta galaicidad que en Rivas no asoma. La
ironía es siempre consecuencia del pudor, del saber hasta dónde se puede
llegar, de podar sin repelar, y los rizos fuera, oiga. Lo primero que
me fascina de la prosa galaica es que no es cursi, que no busca la belleza sino
la emoción, o, por mejor decir, que en ella la belleza es la consecuencia
clara, pero no insolente, de esa misma emoción. El gallego es refractario al
rataplán. Ni aun en los tiempos del más desmelenado modernismo fue Valle-Inclán
pomposo, nunca escribió una palabra de más. Lees a sus contemporáneos
decadentes y te llenas los dedos de grasa. Ni siquiera Cela, el Cela de La Rosa, el Cela de antes de irse a
Mallorca y engordar con las aguas del Mediterráneo y convertir en fallas bufas
los severos cruceiros de Padrón, se separó de aquella seriedad fingida, medida,
sin estridencias ni pleonasmos. ¿En qué consiste la emoción de Rosalía?
¿Alguien ha leído un verso despechorrado en Rosalía? Su voz no es aflautada
sino agaitada, que es sonido continuo, bordón lluvioso, del mismo modo que en
Cunqueiro los artículos no acaban, dejan de sonar, con ese primer silencio que
emociona. Qué buen terminador de artículos era Cunqueiro, y qué poco le han
copiado, con toda esa tontería de las conclusiones, los principios retomados y
la frase lapidaria, con esos articulillos que se acaban como tumbas, donde ya
no suena ni el recuerdo de lo recién leído. Cunqueiro te deja flotando,
apartado, en terreno de nadie, con la misma leve curvatura de sonrisa con que
están escritas sus últimas palabras, y con esa sinceridad que nace de quien ha
llenado el artículo de guasa y al final, donde parece que hay más guasa, queda,
discreta, recogida, una última nota sin doblez. Lo más intenso nunca está al
final. Al final está lo más delicado. Igual, ya digo, lo trae la lluvia. Los
cuentos de Joyce se tensan casi imperceptiblemente, sin forzar la voz, sin
apretar nada, sin subirse nada, y luego vuelven al reposo ingrávido, como si se
detuviesen por sí mismos, sin frenazos ni acelerones.
Hay una galleguidad también en el
arte de la yuxtaposición, del ir acumulando cosas. Esa acumulación es el
bordón. Las cosas se suman, no se explican, la gaita late antes, después y por
debajo de floreos nunca del todo estrafalarios, pero siempre, de vez en cuando,
brutales, con esa resignación guasona con que los gallegos constatan la
brutalidad. En esto son muy ingleses, muy lluviosos. En los países encapotados
las cosas se ven más nítidas, más como son.
Pero este, digamos, acento
gallego de la prosa no es algo con lo que se nace si vives en Mondoñedo. Me he
pasado por la sección de opinión del Faro de Vigo de ayer y no había un solo
artículo cuya prosa mereciera la pena. Uno había breve, relamido, que se salía
un poco de la penosa tónica general, artículos como bancos de parque, hechos de
serie, iguales en Huelva que en Barbastro, con las rebabas del molde. Si en el
Faro de Vigo hay casi una docena de articulistas y todos están tan adocenados,
dónde busca uno ese acento, ese toque, ese dominio, ese sentido del ritmo y de
la emoción, ese oído.
No es fácil, pero a veces lo
encuentra uno. Al salir de la fábrica llevaba idea de leer en el sofá unas
páginas del Sochantre, pero en vez de
eso me he leído un libro de fútbol, Una
insolencia, del gallego Marcos Abal, a quien tengo muy leído en su
dietario Mi cama es una barca. Su prosa me gusta porque tiene todo lo que iba diciendo antes, y eso que pertenece
a una generación, la del 75, según dice la solapa, que, a mi modo de ver,
creció convencida de que las conjunciones deberían estar prohibidas. La mayoría
de sus practicantes solo ve acumulación de frases cortas en lo que en realidad
es música, un hilo donde los puntos son más leves, donde nunca se repiten
estructuras, ni se machaca, ni se duerme uno en la suerte. Una prosa tensa y
variada, semoviente, que es lo que no consigue, tengo que decirlo, la mayoría
de los escritores de su generación que yo haya leído. Es como si se hubiesen dado cuenta muchos
de que después de Kafka ya no se puede hacer nada que no parezca una floritura.
La sangre, en cambio, no se detiene, y cuando una prosa está viva, su repudio
de la hipotaxis, de la complicación sintáctica, se articula en las mismas
secuencias musicales que podría tener, pongamos, la prosa de Proust. Ese fue el
gran hallazgo de Umbral, lo que él quería: descubrir que con largas frases
cortas, llenas de detenimientos y sortijas, podía mantener el flujo narrativo
que le hipnotizaba en escritores como Proust, pero sin recurrir a tanta
complicación. Ese mismo flujo puede ser interpretado con un laconismo ágil,
lubricado de sonoridad discreta, como en murmullo, sin empalagar (Umbral
empalaga), una única frase con muchos puntos, un único relato de muchos
fragmentos, no cortados a escala ni medidos, sino compuestos, agregados, y eso es lo
que me gusta de Marcos Abal y lo que yo llamo, por decir algo, por empastar la entrada, galaicidad.
Una insolencia es un libro de memorias infantiles futbolísticas.
Son dos cosas distintas. La memoria infantil es lo que todo el que escribe
quiere escribir porque sabe que es lo que va a poner a prueba su verdadera
calidad, por la sencilla razón de que uno nunca quiere quedar mal con uno
mismo, y menos aún cuando era niño. Y los libros de fútbol son muy peligrosos
porque se prestan a la erudición de cromo. Los recuerdos son nombres, y ahí se
queda todo. La solución de Abal es reducirlos a media docena y ponerlos de reloj.
El niño gatea con el Barcelona de Cruyff entrenador, el del chupachús; sueña
con Maradona, antes de descubrir lo que todos hemos descubierto, que es un
gilipollas; se despierta de Maradona y transige con Butragueño (del Madrid era
su padre, no él, pero aquél Madrid…); entra en la pubertad con Romario, y como
ya ha crecido sabe por qué es un genio y sabe, también, qué tipo de genio es el
que le gusta, el genio súbito, visto y no visto, holgazán imprevisible, rayo
incomprensible, verdad breve, surgida de sí misma, no de una pizarra con olor a
linimento. Como la prosa. El protagonista narra y se ve a lo lejos. “Yo qué sé.
Él qué sabe”, en un juego de tiempos que a la larga destemporaliza el texto.
Viajamos en un tiempo detenido, de antes y de ahora, del antes de antes y del
antes de ahora, y eso, ese dulce llover, necesita muy buena mano. Y muy buen
oído.
Entre los héroes, entre sus
estatuas, está un niño al que la infancia le huele “a humo de cigarro puro en
ese estadio de provincias”, allá en Pontevedra, “aquel Pasarón viejo, ya digo:
lluvia, puros y señores calvos meando contra una tapia”, donde se sucedían los
partidos lánguidos y en este libro se suceden páginas de belleza nítida, sin
ramajes, abrigada de ironía. La ironía siempre es resultado, además de del
pudor, de evitar el desparrame. El rigor poético es eso, no las frases bonitas.
El rigor poético es hablar con claridad y todo seguido, desde que uno babea en
la alfombra hasta que descubre el eterno femenino pero todo sigue igual de
encapotado: “Hacerse adulto viene a ser conformarse con lo que hay, con uno
mismo, sabiendo más o menos, o sospechando, quién es uno mismo”, dice quien
está viéndose a sí mismo, allá lejos, en las gradas de cemento, con un padre
cuyo retrato va formando páginas extraordinarias, instantáneas desde el suelo,
desde el otro lado de los vasos y de las cucharas. El niño se esconde en el
mundo, todo lo mira detrás de algo que, más que deformar, conserva, cautiva.
La colección que ha editado Una insolencia (cosido, con buen papel y
agradable Garamond) responde al nombre de Hooligans
ilustrados, o sea el subgénero de los futboleros cultos, ya practiquen la
cosa (Bielsa, Valdano, Pardeza), sean carne de cemento (Vila-Matas, Marías, mi
añorado Vázquez Montalbán, últimamente Gonzalo Suárez) o flor de crónica (Diego
Torres, John Carlin, aunque, y ya es lástima, no tenemos en el fútbol ningún
Joaquín Vidal). Marcos Abal está entre Guardiola y Vila-Matas, el pase fino y
medido –“con todo el cuerpo”- del uno y la sorpresa permanente del otro, su
lírica del distanciamento, su kafkiano humor.
“Leo las crónicas deportivas con
devoción, porque en esas crónicas suele estar la mejor prosa, la más alta
literatura del periódico, o la única literatura del periódico”, dice Marcos
Abal. Un par de firmas, todo lo más, diría yo. Una epicidad previa se lo come
todo, pero las metáforas, por lo general, carecen de grandeza, cuando deberían
carecer de presencia. El fútbol solo ya es la metáfora y en su mera descripción
cabe toda la literatura. Esa epicidad bélica es resultona pero pesa poco. Eso
de acabar una crónica y sonreír de gozo como sonreía con las de Vidal yo no lo
veo por ningún periódico, salvo, alguna vez, curiosamente, en los periódicos de
provincias. También en el libro de Marcos Abal me interesa más la parte del
fútbol regional que las páginas del Barça y el Real Madrid, páginas estupendas,
no obstante, para quien sí disfrute de la prosa del periódico (no del Faro de
Vigo). Espléndido, por cierto, el retrato de San Mamés, quizá porque no está
contado desde un periódico sino desde una grada, envuelto en la tribu.
Pero lo otro, lo provincial, lo íntimo
y lejano, lo de Pontevedra, es siempre lo más intenso. Un libro de memoria
lírica es bueno si invita al lector a seguir pensando su propia infancia con esa
misma forma de contarla. Narra y hace narrar. La vida del otro no importa.
Importa la vida compartida. Es tu infancia la que lee, y se trata de una
postura muy cómoda en un prado de blando césped sintáctico. “Nunca se puede
empezar de nuevo”, dice, hablando de lo hecho, de lo escrito, que también es lo
vivido, porque este es un libro de prosa orgánica, hecha a sí misma. La
intervención del autor se limita a saber dónde y cómo tiene que poner las
pinceladas que el cuadro le dice que ponga. Se nota, para bien, que el autor,
más que releer, ha vuelto a escuchar su relato y le ha soplado las últimas
impurezas. No es blando, no es condescendiente, pero tampoco comete la torpeza
de ser duro, otro de los tópicos de la prosa contemporánea. Es una breve composición
para piano forte y gaita gallega, muy bien construida, muy bien llevada, más
intensa donde debe, y dejada correr hasta que ella se detiene en ese silencio
emocionante y extraño.
Sólo le pongo un pero a este
libro. Andoni Goikoetxea no era el Carnicero
de Bilbao sino el Carnicero de
Barakaldo. Suena mejor. Despiste raro en un gallego.
¡Qué bien escrito! Tu post, claro. El libro al que te refieres no lo conozco.
ResponderEliminarAt Tuba Terribili soniTu TaraTanTara dixiT
EliminarGraTias
Antonio, le he dejado un mensaje en la última entrada de mi bitácora
ResponderEliminarTambién aquí te lo agradezco. La mención y el blog. Salud.
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