Ayer en Madrid hubo una nostalgia generalizada de lo bien
que se vive en provincias. Un río de vascos bajaba por la calle Segovia rumbo a
la carpa del Manzanares. Iban todos contentos y tenían aspecto de comer muy
bien y de vivir sin mayores preocupaciones. Claro que si fuesen a un entierro
tendrían otra cara, pero era llamativo el aire tribal, familiar, cuadrillero.
En un mismo grupo podías ver hasta cuatro generaciones con sus atavíos
correspondientes, sobre todo esa preciosa zamarra clásica (la de los cordones
en el cuello, la de las franjas anchas), con un aire de excursión familiar que
nunca he visto en otras aficiones. El resto de hinchadas que yo he visto son,
por así decirlo, de generaciones separadas, juntos pero no revueltos,
normalmente cuadrillas de mozos o de machuchos, también alguna pareja joven con
sus crías, pero no este ir todos a la vez como si estuvieran en una boda y los
novios fueran parientes de todos. Incluso la manera que tenían de preguntar por
las calles me hacía gracia, me provocaba esa nostalgia, porque preguntaban sin
protocolos, con la soltura y la confianza con que pregunta quien da por hecho
que los demás saben que si le preguntan algo se va a desvivir por serles útil. ¿Vamos bien p’aquí, eh? Una cosa un poco
rara que solo se entiende si has nacido en un lugar pequeño.
Soy
firme partidario de que en el futuro la historia de la humanidad se rescribirá
con arreglo a las circunstancias meteorológicas de cada época y de cada país.
Esta forma tribal de vivir siempre juntos y contentos y honrar a los dioses
lares y ponerse hasta los ojos de comer es algo que sucede más en los países
lluviosos. Ni gallegos ni asturianos ni cántabros ni vascos tienen
políticamente nada que ver, pero en mayor o menor medida siguen practicando el
rito del aldea, aunque sea un pueblo de trescientos cincuenta mil habitantes. Y
más, por lo que yo he visto, los asturianos que los cántabros y más los cántabros
que los gallegos, pero mucho más los vascos que todos juntos. Había una foto ayer
de Iríbar (oh Iríbar, cómo caminaba, cabizbajo y descoyuntado, cuando le
acababan de meter un gol) con un pañuelo rojiblanco al cuello junto a dos mozos
bilbaínos, y no era la imagen del gran portero con dos hinchas sino del hombre
mayor con dos vecinos en las fiestas del pueblo. Incluso llevaba el pañuelo un
poco almidonado, como lo llevan en las juergas los que ya no las disfrutan como
antes. Luego, ganen o pierdan, monten o no el impactante espectáculo de la
gabarra, se sientan a la mesa y se ponen tibios de cocochas.
San Mamés es para ellos la
iglesia parroquial donde se entonan cánticos telúricos. Sólo he ido una vez en
mi vida a un campo de fútbol con césped (de pequeño sí iba al de tierra negra
del Adolfo Masiá, en Teruel), y el partido duró tres horas porque los salvajes
del fondo sur del Bernabéu derribaron una de las porterías. Ya no he vuelto,
pero la experiencia de ver un partido en San Mamés debe de ser muy especial.
Como dijo anoche Bielsa (qué hombre, qué deliciosamente redicho), “estoy feliz
de haber elegido el Athletic porque es una experiencia que cualquier hombre que
quiere el fútbol celebra haber vivido”. Y la experiencia es eso, la sociedad
orgánica, los abuelos que van a Lezama a ver entrenar a los cachorros, los
mozos que llegan al primer equipo y se amarran a él de por vida, las madres
que, como dice Oteiza en ese gran libro que me hizo entenderlo todo, Quousque tandem, elevan a sus hijos al
sol, en este caso a la bruma del estadio, al cielo denso y a las montañas
prietas que los cubren y los protegen.
La sociedad orgánica es algo más
allá de la rancia familia católica. En Levante, por ejemplo, se estila mucho la
cena familiar coñazo. En los restaurantes del Mediterráneo, sobre todo
valencianos, es frecuente ver la larga mesa presidida por ancianos silenciosos,
ruidosa de conversaciones de cuñadas, menos mal, pero con un rollo católico y
peñazo, de comida por obligación, de mañana me toca comer con la abuela que
cumple noventa años y nos soltará una pasta. Llega el postre y los jóvenes
desaparecen, las mujeres hablan con las mujeres y los hombres con los hombres,
y los abuelos se aburren. No hablo de ese tipo de familia sino de una entidad
superior, eso que llamamos tribu y que no tiene por qué ser salvaje.
En este
caso es todo lo contrario. Dan un poco de envidia. Eran la séptima parte de
toda la población de Bilbao, que es como si a un partido del Madrid acude un
millón de aficionados. Uno se ha criado en la lectura de filósofos
individualistas. La familia empezaba y terminaba en la puerta de casa. La tribu
sólo se juntaba para las fiestas, que, como en toda la meseta norte, todo
Aragón y Rioja, tienen algo de sanfermineras. Y así tomaron los vascos Madrid
como tomarían la Plaza del Castillo, ya fueran abertzales o garciaserranos, con
un txikito en la mano y cantando con voz de pelotari. Madrid ha sido siempre un
lugar perfecto para la misantropía. Los vascos de Bilbao no han oído nunca el
sobrecogedor silencio de un vagón de tren en la estación de Embajadores a las
siete y media de la mañana, atestado de viajeros que no tienen espacio libre ni
para mirarse el reloj. Aquí la gente se mete en su oráculo digital, en su
periódico gratuito, en sus cascos, en sus párpados, en su perfume. La gente se
introduce en sí misma cuando sale de casa y vuelve a salir cuando regresa y
pasa el cerrojo de su hogar. Siempre me ha parecido el modo de vida más
civilizado, my house is my castle, más
inglés, pero los ingleses siguen dando margen a la tribu, y un verdadero pub no
lo es de jóvenes o de viejos, sino de gente que quiere beber cerveza, reunirse
como se reunían en tiempos de Dickens, a escuchar el último capítulo de Oliver
Twist, o a ver al Southampton, que, por cierto, lleva la misma camiseta que el
Athletic. Igual es por la lluvia, o igual no es en Madrid por culpa de los
franceses, por ese desprecio a lo tribal que nos metieron los borbones. A lo
mejor pitaban el himno por eso, quién sabe.
¡Espléndido!
ResponderEliminarComo siempre
Rodolfo
¡Y eso que no he mencionado a Gárate, Ovejero, Pereira, Ayala, Heredia, Capón, Reina, etc.!
EliminarSí, qué bueno. Estos artículos son un lujo.
ResponderEliminarPues este concretamente a lo mejor no lo habría escrito de no haber leído hace poco tu libro, así que doblemente agradecido.
EliminarGracias por este gran artículo, Antonio. Emocionado me dejas ya que soy del Athletic supongo que casi desde la cuna, gracias a mi tío Miguel Gea (seguro que lo recuerdas) Él de la mano, nos llevó a San Mamés a mi hermano y a mí (con apenas 6 años), un partido de liga que creo que empatamos. Y también fuimos a Lezama. Y recuerdo la anéctoda de Iribar, tras el entrenamiento. Emocionados pedíamos el autógrafo de nuestros ídolos: Ufarte, Rojo, Sáez... y al llegar Iribar una gota de su sudor cae en la libreta. Disculpándose casi arranca la hoja en la que ya teníamos un montón de firmas. Ese momento, y hablar con Zarra, en la tienda de deportes (no sé si suya o de alguno de sus hijos), han sido de los mejores de mi infancia. Quizás porque aunque siendo de Teruel, mi Leuret es más lluvioso y hasta aldeano.
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