Cuenta
Gibbon que la principal característica del pueblo judío, en tiempos de los
romanos, era que no se sometían a las cargas fiscales del resto del imperio
porque se las exigía un gobierno politeísta. Sería un crimen subvencionar al
diablo. A los romanos de los tiempos de Adriano les sorprendió, después de
siglos de un politeísmo civilizado (víctimas aparte) en el que todo el mundo
respetaba los cultos de los demás, que una raza tan impermeable como la judía
despreciase el laissez faire de la
religiosidad romana. Gibbon llama la atención sobre el hecho de que fuera un
emperador tan sosegado como Adriano quien, como represalia por las matanzas que
practicaron los judíos contra sus vecinos no judíos, organizase a su vez una
escabechina de judíos como la que nos cuenta Flavio Josefo. Claro que si uno
lee antes a Dion Casio estará también al tanto de cómo se las gastaban unos y
otros contra sus más inmediatos vecinos. Hoy en día el pueblo judío paga sus
impuestos, como dice Rubalcaba, religiosamente, pero entonces, en los primeros
años de nuestra era, como pueblo irreductible, incluso consiguieron que se les
obligase a no propagar la costumbre de la circuncisión más allá de sus
fronteras.
Los
cristianos, a los que Gibbon llama secta mosaica, conservan de su estirpe la
negación de todo lo que no sea propio. La idea de un solo Dios no corresponde a
una concepción global del universo sino a ser más que los demás, ser la única
verdad. Pero, entre los herméticos judíos, esta soberbia religiosa es de
consumo interno. No pagaban impuestos, pero tampoco abandonaban su reducto monoteísta.
Los cristianos, en cambio, debían anunciar al mundo entero la buena nueva, es
decir, que todas las demás religiones eran impías menos la suya, y penetró por
una razón que cuenta Gibbon y que es la que me ha llevado a escribir estas
líneas. Los romanos cultos, si es que descendían a mencionarlos en sus
escritos, consideraban a los cristianos nada más que “…entusiastas obstinados y
perversos que exigían una sumisión absoluta a sus doctrinas misteriosas, sin
ser capaces de alegar un solo argumento que pudiera reclamar la atención de
hombres sensatos y cultos”[1].
Cuando, tiempo después, aportaron sus argumentos, eso que se llama teología, “la
adopción del fraude y la sofistería en la defensa de la Revelación nos recuerda
demasiado a menudo la conducta imprudente de aquellos poetas que cargaban a sus
héroes invulnerables con el peso inútil de la incómoda y frágil armadura”[2].
Pero la
gran baza de los cristianos fue otra: mientras el imperio romano trataba igual
a todas las religiones pero no a todos los habitantes, la religión cristiana
penetró entre los pobres, los esclavos y las mujeres, es decir, todos aquellos
que no tenían derecho a beneficiarse de los privilegios de la ciudadanía. La
misma marginalidad social facilitaba la penetración de las ideas, en tanto que
se trataba de un sector de la población inculto y dispuesto a creerse toda
clase de prodigios y milagros (¡con qué fina ironía constata Gibbon que ningún
escritor romano de la época da noticia de las célebres tinieblas de la Pasión,
ellos que recogían como un funesto presagio cualquier tormenta de verano!), de
la misma manera que hoy en día la religión que más rápidamente gana adeptos es
la iglesia Pentecostal, especializada en pobres, ilusos y desesperados, y dolor
de cabeza crónico del Vaticano, incapaz de reconocer que fue exactamente así
como ellos empezaron. El pentecostalismo es algo así como un cristianismo a la
medida, atomizado casi en tantas ramas como templos, donde, dicen, abundan los
milagreros. La sorpresa que se está llevando con ellos el culto y refinado
Vaticano es la misma que la culta y refinada Roma se llevó con los milagreros
cristianos.
La
iglesia siempre ha estado muy satisfecha de haber ido, desde el principio, a
los pobres, a los excluidos, a los desgraciados, e incluso de haber restaurado
entre ellos cierta forma de politeísmo a la que naturalmente tienden. Las
diferentes advocaciones de la Virgen en la Semana Santa de Sevilla no se
distinguen mucho de los diferentes dioses lares a que cada cual honraba en
Roma. El santoral en pleno es una forma encubierta de politeísmo. El problema surge
cuando los devotos de la virgen de la Macarena se constituyen en secta,
diferente de la de los devotos del Cristo del Cachorro, y a veces, incluso,
enemigos irreconciliables, como en el fútbol.
El tema
no es la descomposición natural de las creencias, sino que lo único que queda
de todo aquel trasiego de apóstoles que daban ejemplo de austeridad es una
Iglesia que, cuando a los desposeídos los asfixian con hipotecas o los echan de
su casa y les suben los impuestos, declara su derecho divino a no pagar el IBI,
exactamente igual que los judíos se negaban entonces a pagar impuestos a
recaudadores impíos, o los cristianos porque hacerlo significaría que no son
diferentes ni superiores ni están en la posesión de la verdad.
[1] “as obstinate and perverse
enthusiasts, who exacted an implicit submission to their mysterious doctrines,
without being able to produce a single argument that could engage the attention
of men of sense and learning”. La traducción es de Atalanta fugiens.
[2] “the adoption of fraud and
sophistry in the defence of revelation, too often reminds us of the injudicious
conduct of those poets who load their invulnerable
heroes with a useless weight of cumbersome and brittle armour”. (Ídem).
Brillante, don Antonio. Voy a enviarle una copia al obispado de Teruel para que ordenen que se lea en el sermón del domingo en todas las iglesias de la provincia.
ResponderEliminarDe la diócesis, querrá usted decir.
ResponderEliminarVale, en todo el territorio de la diócesis de Teruel y Albarracín. Yo no estoy tan puesto como tú en asuntos de nuestra Santa Madre Iglesia.
ResponderEliminarComo usted, quería decir.
ResponderEliminarYo entendí, Evaristo, que hablabas de la provincia eclesiástica de Zaragoza, puesto que la diócesis es la que tú luego nombraste, la de Teruel y Albarracín. ¡Anda que no habremos chupado derecho canónico infantil! Y, si no, siempre estará la Wikipedia.
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