31.5.12

Inmundicias al sol



Qué bien, por fin un motivo para salir de casa. La Biblioteca Nacional ha inaugurado una exposición sobre el entorno literario de Góngora y su influencia posterior. En el catálogo de la exposición vienen artículos de Robert Jammes y Antonio Carreira e incluso Andrés Sánchez Robayna, así que habrá que comprarlo y de paso ver la exposición. La lectura de La obra poética de don Luis de Góngora y Argote, de Gongoremas e incluso de Silva Gongorina, respectivamente, me hizo admirar a Jammes (sobre todo cuando luego leí su edición de las Soledades en Castalia), hacerme admirador de Antonio Carreira (definitivamente, lo que debe ser un filólogo, a la altura del mejor de cualquier época) e incluso divertirme, que ya tiene mérito, con Sánchez Robayna. Los tres son imprescindibles en mi biblioteca gongorina, sección que va nutriéndose de tiempo y obras maestras, en una pared a espaldas del sol, para que se mantenga umbría, que bastante luz despiden los poemas de don Luis.
               Góngora es un poco así. Su poesía es rubia, luminosa. Salvo en el romance de Píramo y Tisbe, nunca soy capaz de pensar en paisajes oscuros o nocturnos. Aun cuando esté describiendo la gruta de Polifemo, en el tono más negro posible, el efecto es restallante, soleado, y desde luego no llueve. Así que el príncipe de las tinieblas viste de blanco permanente, por más que los dos tomos de su obra completa que editó Carreira en la Fundación Castro, encuadernados en tela gris clara (el color más claro de toda la colección; a Quevedo se lo pusieron negro), estén ya tan manoseados y ennegrecidos de la fiebre estética que podrían tomarse por un oscuro tratado. Hasta que lo abres y el podenco se despierta deslumbrado por la luz. La exposición de la Biblioteca Nacional, cómo no, se titula La estrella inextinguible.
               Entre los objetos que veré en la colección (Góngora es tan importante para mí que creo que en un par de días reuniré las fuerzas suficientes para ir) hay un autógrafo de Góngora al que se ha prestado atención en el telediario y en la prensa en general. Se trata de una confesión delatoria contra el inquisidor Alonso Jiménez de Reynoso, que se estaba cepillando a una señora. Este Jiménez de Reinoso es un viejo conocido entre los aficionados. Aparece en un documento que exhumó Dámaso Alonso y nos ayuda a calcular, aproximadamente, el tipo de vida que llevaba Góngora. “El 31 de enero de 1607”, dice Jammes, a propósito del documento, “el licenciado Baltasar de Nájera de la Rosa se compromete a pagar una pensión anual de 1050 ducados al doctor Alonso Jiménez de Reinoso, quien le cede a cambio su ración entera de la catedral de Córdoba. Nájera reconoce que el cambio es ventajoso para él porque la ración vale 1500 ducados”.  Cuenta, además, que limpios le quedan unos cuatrocientos y que con eso puede funcionar. Góngora cobraba, por racionero de la catedral de Córdoba, 2500 ducados, y tenía otras rentas e ingresos. Pero en 1607 Góngora tenía 46 años, y la delación firmada procede de 1597. Según otro documento publicado por Artigas, en esta fecha, amén de los 2500 ducados en concepto de racionero, Góngora ingresó los pingües beneficios de una cosecha excepcionalmente buena, que no rebasaban los 1294 ducados de renta. Es decir, que después del sorprendente documento, ¡Góngora delató a un inquisidor!, las cosas, en puestos y en ingresos, diez años después seguían más o menos igual.
               Más importancia tendrá el documento, supongo, como prueba de la gracia que les hacía en esa época que los inquisidores se cepillasen a las señoras. El extracto que he podido leer invita a pensarlo:

Ýtem, e oýdo decir a Álualo de Vargas,paje que fue del dicho ynquisidor, como la dicha doña María era su amiga y entraba y salíade su casa muy de hordinario, y la tenía veinte y treinta días en un aposento alto que llaman de la Torre, donde la entraban por una escalera falsa que está en la principal, que sube a su quarto, y para tener correspondençia a su aposento hiço romper a costa del Rey la muralla de nueve pies en ancho,y el dicho Vargas la bio abrir y trabajar en ella como agora se puede ber por vista de ojos; y que quando el dicho ynquisidor dormía con la susodicha doña María lo echaba él de ver en quatro y seis camisas que había él mudado la noche y estaban tendidas a la mañana en el terrado para enjugallas del sudor, donde hallaba en las delanteras de las dichas camisas las inmundiçias y suciedades hordinarias de semejantes actos, como lo dirá el dicho Áluaro de Vargas”.

Qué guarros eran en aquella época. No metían las camisas a lavar sino que las sacaban a secar. Y de paso, supongo, las almidonaban. 

1 comentario:

  1. A mí lo que me sorprende es que para hacer lo que hacían, el inquisidor necesitase mudarse de tantas camisas en una noche.

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