No suelo hacerlo, pero advierto
de que voy a destripar el argumento de una novela que basa en la sorpresa parte
de su brillantez, de modo que quien quiera leerla y no le guste saber demasiado
de antemano, más vale que no siga.
Némesis, de Philip Roth, es una parábola, un enxiemplo, una novela ejemplar, con moraleja y todo. El héroe,
Bucky, toma una decisión que le atormenta porque le parece cobarde, huir de su
pueblo, de su trabajo, en el momento en que una epidemia de polio está
masacrando a los mismos niños a los que él instruye en un campamento de verano.
Huye porque lo reclama su novia, Marcia, pero, una vez allí, la venganza del
destino en castigo por su cobardía hace que sea él el Edipo que sin saberlo es
el culpable. La culpabilidad primera ya no hace sino engordar. Bucky necesita
una expiación, y lo que es una desgracia (las tragedias casuales son desgracia)
se vuelve contra él: contrae también la polio, y ese sufrimiento le proporciona
la excusa perfecta para lavar sus culpas. La moraleja del final lo resume
bastante mejor:
“El sentimiento de culpa en un
hombre como Bucky puede parecer absurdo, pero de hecho es inevitable. Una
persona así está condenada. Nada de lo que haga estará a la altura de su ideal.
Su responsabilidad no conoce límites. De hecho no confía en sus límites porque,
cargado con una severa bondad natural que no le permite resignarse al
sufrimiento del prójimo, nunca reconocerá que tiene límites sin sentirse
culpable. El triunfo de semejante persona es librar a su amada de tener un
marido inválido, y su heroísmo consiste en rechazar su deseo más profundo al
renunciar a ella”.
La cuestión está, a su vez, en el
límite. Confundir causa con culpa y azar con destino no es un juego que a la
altura de 2010, cuando se publicó el libro, pudiera dar mucho más de sí, después
de tanto Auster en nuestros corazones, pero el verdadero giro final narrativo
es esa moraleja, el hecho de que no se trata del azar o de la culpa, sino de la
extrema bondad. Por la misma razón por la que muchos se sentirían víctimas,
gastarían mala uva de por vida o exigirían una fidelidad aherrojada de
conmiseración, otros sienten que amar a una persona significa estar dispuesto a
dar la vida por ella, que es exactamente lo que hace Bucky. Dar la vida no solo
significa morir, como morían sus hermanos sin dioptrías que se fueron a morir a
Europa en la II Guerra Mundial, sino también entregarla entera para lavar una culpa que no lo es tanto.
A dos novelas de Ian McEwan me ha
recordado esta novela. A Expiación,
que habla de eso, de cómo entregar la vida para reparar un crimen involuntario,
y, sobre todo, a Chesyl Beach, en
cuanto a sus proporciones, a su lenguaje, a cómo está narrada, incluso a ese
casi amor, a ese futuro roto desde el principio que tan magistralmente narró
McEwan. Estructuralmente responden a parámetros parecidos, desde luego. Pero resulta
que son los parámetros de siempre, el arte refinado de narrar.
Hay un par de cosas que me han
gustado mucho. La primera es cómo yo mismo he caído en el viejo truco de ir
sacando posibles y verosímiles culpables (sobre todo Horace) y al mismo tiempo
creando una trama que puede resolverse perfectamente sin salir de ellos. Cuando
Bucky huye, la atmósfera de tragedia inminente está conseguidísima, y también
con el mismo método: las escenas de saltos de trampolín nos hacen presentir que
va a ser Bucky, conscientemente, quien provoque o no evite un accidente, una
caída, un desnucamiento (cuando el chico dice que va a dar un último salto
“hacia detrás”); es decir, nos hace presentir en las páginas lo que va a
ocurrir de un modo en el que ya nos hemos olvidado de que podría ocurrir. El
niño no se parte la crisma por seguir los consejos de Bucky, pero enferma de
polio por estar a su lado. Qué bien hecho está eso, y qué bien guardada la
última aparición de Marcia, esa discusión que se va postergando, ese contar las
cosas desde el punto de vista de Marcia, hasta que, en la última página, Roth
nos regala el punto de vista de Bucky para coronar el relato.
La realidad, minuciosa pero no
cargante, precisa más que detallista, va envolviendo en verosimilitud un relato
trazado con la encarnadura de los mitos, en este caso el de una venganza que
tiene mucho que interpretar. La misma irreligiosidad de Bucky hace que, en
venganza contra un dios cruel, se comporte como un mártir religioso, con un
sentido trascendente de lo que venimos a hacer en esta vida. Pero tampoco está
claro cuánto hay de sacrificio y cuánto de autodesprecio. Tampoco es tan raro,
ni tan heroico, el que alguien sufra daños irreversibles en alguna parte de su
cuerpo y eso entierre su autoestima para siempre. Y quienes hacen eso se
sacrifican porque no pueden soportarse a sí mismos entre los demás, mucho más
que porque quieran liberar a los demás de su presencia. Roth quizá piense que
se apartó del mundo y rumió su amargura para siempre por amor, pero quizá solo
fue porque se avergonzaba de sí mismo. Un muchacho no demasiado inteligente
pero íntegro hasta el extremo y enamorado del deporte, un héroe que fascinó a
los niños y cuyo comportamiento fue tan irreprochable que se ganó una vida
mejor de la que en principio le correspondía, alguien así no puede soportar así
como así ser otro de quien, muy probablemente, ni Marcia se habría enamorado ni
los niños lo admirarían. Su cuerpo atlético era lo más importante que podía
ofrecer a los demás, junto con su responsabilidad a prueba de bombas (pero no
de polio), y sin eso se siente un sujeto despreciable, sin más. Convertir todo
eso en hermosa expiación, en acto de amor, hay que ponerlo en el haber de la
literatura, cuyo cometido, casi siempre, consiste en elevar lo humilde, en
tratar como un héroe griego a un pobre monitor de verano al que ni siquiera han
permitido ir a la guerra, que es donde van los héroes. Ah, esa última escena,
Bucky recordado por el narrador cuando era niño, lanzando la jabalina como solo
Céfalos la sabría lanzar, sobre todo porque era, la jabalina, un arma
infalible. Es ella, la infalibilidad que le han otorgado los dioses, la
verdadera responsable de la epidemia. Ella es la polio y Bucky el perfecto
lanzador, incapaz de imaginar siquiera que la jabalina está envenenada. No, no
fue Bucky. Fueron, en todo caso, los dioses, los mismos que conducen a Bucky a
entregar inútilmente su vida.
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