Un poco
deslavazada encuentro la exposición sobre Góngora en la Biblioteca Nacional,
más allá del buen rato que pasé mirando el retrato que le pintó Velázquez y las
primeras ediciones de los comentarios de Salcedo Coronel y compañía. El resto
es una biblioteca gongorina en la que están todos los que son pero no son todos
los que están. Quizá esperaba un muestrario de documentos gongorinos y no solo primeras
páginas de primeras ediciones; supuse que iba a ver notas a pie de página en
versión original y tuve que conformarme, como era lógico, por otra parte, con
tapas de libros. Cierta vanidad bibliomaníaca me hacía sonreír al ver una
primera edición de Las fuentes y los
temas de Antonio Vilanova (yo tengo una, la misma de 1957: hace unos años
la vendía de saldo un librero andaluz), o el importantísimo Cancionero musical de Góngora, de Querol
Gavaldá, que me costó lo mío encontrar. Algunas secciones las iba viendo como
el que mira un álbum de fotos de su propia vida. Qué alegría ver por fin, en
carne y hueso, la defensa del Abad de Rute contra el Antídoto de Jáuregui, que también está.
Pero sí,
estaban allí los objetos, debajo de un cristal, libros que pudo leer Góngora (y
cualquier poeta de su época), pero no ediciones antiguas de clásicos. En vez de
buscar una edición de la época de Ovidio, han llenado las paredes de cuadros
mitológicos de diferentes épocas y estéticas heterogéneas, sobre todo de Píramo
y Tisbe, más tres o cuatro que tienen tanto que ver con el Polifemo de Góngora como tendría que ver un fotograma de La Bella y la Bestia en dibujos
animados. La sensación de que a la magnífica exposición bibliográfica la han
rodeado de relleno temático es creciente, cada vez que levantas la vista de los
preciosos manuscritos, sobre todo el Manuscrito Chacón, del que por lo menos
queda una edición facsímil para encandilarnos con la mejor péndola para la más
bella pluma, o para cargarme de razones con mi teoría sobre dónde hay que poner
las comas en su poesía.
El programa engaña un poco. El contexto
que se ofrece es una colección de cuadros escogidos por el título, por el tema,
pero no por la estética ni por el sentido. Y así caben cuadros venerables del
Madrid de la época en vez de los de aquellos otros artistas que trataron, antes
y después, de escuchar la misma musa. Ni los retratos de escritores de la época
ni los paisajes ni los mapas de Córdoba, bellísimos, tienen nada de gongorino.
Para diseñar esta exposición había que interpretar a Góngora, o bien, con más
claridad, presentarse como un catálogo bibliográfico, en cuyo caso diríamos que
es espléndida, aun a pesar de que uno ve de lejos y no tiene al lado del
original un facsímil digitalizado que pueda consultarse con el dedo, como se
hace ya en cualquier museo de barrio. Pero el programa está lleno de pomposos
títulos que hacían esperar otra cosa. Por ejemplo, uno ve más a Góngora en
Patinir que en Pagani, a pesar de que este último tenga un cuadro, otro, de
Píramo y Tisbe, amén del rollo claroscúrico y tizianesco. Eso si nos limitamos
a los antiguos, porque la exposición, como cabría esperarse, de pronto se
olvida de Góngora y se ocupa del coro de grillos del 27, de modo que, si no
llega a ser por el impresionante retrato de Velázquez, la joya de la exposición
amenazaría con ser otro retrato de García Lorca, ese que sale en los libros de
texto que no me acuerdo quién lo pintó, o cualquiera de los múltiples retratos
que estos chicos bien se pintaban los unos a los otros para pasar a la historia
por la cara, como así ha sido.
Para reivindicar la memoria de
Góngora lo primero que hay que hacer es desvincularlo del 27, prescindir de la
gongorinidad de todos sus miembros menos de la de Dámaso Alonso. Un poema
gongorinoso de Rafael Alberti no pinta nada en ninguna parte, pero mucho menos
en una exposición dedicada al maestro. Los hubo, y excelentes, claro, cómo no, pero para ellos no era estética, era juego. Lo único que respecto a Góngora dejaron
claro la mayoría de estos poetas de ocasión es que no lo habían entendido, y se pensaron que
cualquier cosa que no se entendiese ya sería gongorina; componían adivinanzas
pedantescas y se echaban la melena para atrás, que es lo que le pasó, desde el
primer día, a la gran mayoría de sus imitadores. Pero en su tiempo los hubo
buenos. Mucho más Cossío falta en esa exposición, mucho Polifemo de la época,
mucho Silvestre, mucha tradición virgiliana, mucha Circe lopesca. Anda que no
había poemas hermosos (y graciosos) que poner por todas partes, y no los de los
señoritos del 27, que en vez de luz poética gastaban brillantina.
La exposición, en fin, tiene
versos de Góngora escritos por las paredes. Como Góngora no tiene versos malos,
todos quedan muy bien, pero no obedecen a más criterio que el del relleno que
la decora, que a su vez se desarrolló con un criterio superficial, de cuatro
cosas. Es muy completo el apartado de producción crítica, pero volvemos a lo
mismo: son objetos, no textos; son nombres, no ideas. El espectador sale de
allí después de haber visto algunos cuadros viejos (me refiero a los del siglo
XX) y haberse entretenido con hermosos instrumentos de la época, pero, ya en la
salida, se topa con el cuadro de Velázquez, y, como suele suceder en estos
casos, se siente con creces recompensado. A la muy completa colección
bibliográfica se le añade una obra maestra de la pintura. Lo demás solo revela
que el comisario de la exposición ha reunido un material bibliográfico
inmejorable pero se ha dejado llevar por los tópicos de siempre y no ha sabido mostrar a Góngora. Sin embargo allí
estaba Velázquez para arreglarlo todo. Los minutos que pasé mirando el cuadro
servirán para otra bernardina.
De acuerdo en lo del cuadro de Velázquez. A la hora de comer éramos tres en una exposición convertida en tundra siberiana por el aire acondicionado. Con la garganta asediada por el estreptococo beta hemolítico no tuve más remedio que salirme cabreado a los veinte minutos. El viernes volveré con un jersey cuello de cisne blanco. Me alegro de la oportunidad de tu artículo, sobre todo por la excelente información bibliofílica que me aporta antes de volver.
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