Dice el doctor Manrique que la voz de Dylan en Tempest, el disco que acaba de sacar, es como si estuviese haciendo gárgaras con lejía. La estoy escuchando y es de todo menos
estridente, es honda, modulada, mimada, cada palabra quiere un tono, cada verso
una melodía. Dylan toca su voz. Podría forzar
una voz parecida a la que tuvo hasta finales de los 80, como por otra parte
hacen la mayoría de los cantantes cuando llegan a los 71 años y mucho antes:
cantar igual que siempre pero más bajito, más aliviado. Dylan no. Con la rotura
se han multiplicado los registros. Hay pasajes en los que uno escucha casi la
misma voz que podía escuchar allá por Pat
Garret & Billy the Kid, un disco que todos consideran menor y a mí me
encanta, y además este nuevo disco me lo recuerda mucho. Luego lo pongo. Pero
ahora la voz tiene una rasposidad voluntaria
que Dylan utiliza para unos giros que son a la música tradicional americana lo
que los jipíos al flamenco, un aullido de lobo viejo, áspero y conmovedor. El
lobo que burló las dentelladas pero vio la sangre de los otros. El lobo que se
ampara en los aullidos de sus antepasados.
Esta
semana leía que hay gente que sigue acusando a Dylan de haberse apropiado de
algún verso ajeno, aunque también leí la gran noticia de que está escribiendo
la segunda parte de sus Crónicas. En
total tiene pensado escribir tres. Si los dos últimos tomos tienen la
extraordinaria calidad del primero, estaremos ante un gran clásico de la
literatura norteamericana. Los que le acusan de piratear son muy graciosos: se
jactan de haber encontrado cinco palabras seguidas iguales en un oscuro autor
japonés de hace tres siglos. Aunque fueran las palabras de Bruce Springsteen en
su último disco, no pasaría absolutamente nada. Parece mentira que los
americanos, que usan, y de qué manera, la palabra trade, no entiendan a veces la palabra tradition. Si hubiera que descalificar por eso a todos los músicos
y cantautores que han tomado algo de
Dylan, íbamos a tener que deshacernos de la estantería entera.
La
piratería no es una cuestión económica sino artística. El propio Dylan es pionero
en convivir con ella. Y para bien. Estoy convencido de que su dedicación, a
partir de 1991, a recopilar y editar las Bootleg
series, las grabaciones pirata, y sobre todo la grabación de dos discos
también magníficos y también despreciados, Good
as I been tu you y World gone wrong,
le sirvió a Dylan para darse cuenta de qué estaba buscando, huir de la música
decorativa, llegar a las matrices rítmicas de las canciones, armarlas con
meticulosa exquisitez, siempre natural, nunca sofisticada, y multiplicar los
registros de la voz acudiendo a esa hondura, a ese rajo que por otra parte (John Wesley Harding, por ejemplo)
siempre había tenido. En 1997, después de dos décadas dando tumbos (desde Street legal, que ya era un punto final,
y no, como se suele decir, después de Slow
train coming), con alguna genialidad como Oh mercy y un puñado de grandes canciones demasiado dispersas,
empezó a volcar en Time out of mind
esa especie de regreso al origen que ha dado desde entonces seis discos impresionantes.
Ha
llegado el momento en que las Bootleg parecen
discos nuevos, tan buenos como los que acaba de grabar, aunque sea una
reedición de un disco anterior. Tell tale
signs, el volumen 8 de las Bootleg,
es la séptima obra de arte de esta última serie que ha empalmado Dylan. Es como
deshacerse de lo que no le gustaba de Daniel Lanois, el que le produjo Oh mercy, y volver a grabarlo todo con
lo que había pensado mientras grababa World
gone wrong, que estoy volviéndola a escuchar ahora y es perfectamente
coherente con el disco que acaba de sacar. “Una recopilación de canciones
tradicionales”, suelen despacharla los críticos, así, sin más. No, qué va.
Dylan llegaba por aquel entonces a los 50 y se empezó a dejar de tonterías. Por
eso lleva veinte años en esta búsqueda sin fin de canciones puras. No agrega,
profundiza. No acumula, selecciona. Mientras leo las letras de Tempest en Metrolyrics (la compañía
regala una agenda con el disco pero no las letras) me reafirmo en la idea de
que el viaje de Dylan no es hacia fuera, ni tampoco debe serlo el de ningún artista. Las mezclas, en arte, son todo mentira. Cualquier sencilla melodía tiene
infinidad de matices que Dylan cultiva como si fueran plantas delicadas,
cualquier intervención de sus músicos está medida hasta su abstracción, sus
mínimos rasgos significativos, suficientes. Dejarse llevar por la infinidad de
pequeños cambios de registro con que interpreta las canciones, detectarlos
sobre el fondo claro de la música, es volver a la vieja idea de las cadenas. El
arte no tiene por qué ir adelante ni hacia detrás. Adonde tiene que ir es hacia
adentro. El propio Dylan se hartó de estar a la altura de los tiempos, de las
modas. Cuando tiró el reloj a la basura, resurgió como el gran artista
contemporáneo que sigue siendo, el bardo de toda la vida.
También dylaniano!, joder, Castellote, eres una caja de sorpresas. Creo que hasta el mismísimo Dylan daría el "nihil obstat" a tu crónica. No sabía que preparaba el volumen 2 de "Crónicas", pero lo espero ansiosamente. Por ponerle un pero al genio de Duluth: "Renaldo y Clara" es, en mi opinión, una ¿película?, absolutamente insoportable, a excepción de las grabaciones de la Rolling Thunder Revue Tour que son verdaderamente salvajes.
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