30.9.12

La desnudez y la poda



Nos estamos acostumbrando a una crítica que no es crítica sino mera opinión: esto me gusta, esto me emociona, esto no me pone. El crítico es un espectador sin más responsabilidad que la de decir algo cuando acaba la película, mientras se pone la chaqueta. Si a eso sumamos el amiguismo, el enemiguismo y el mamoneo en general, cada vez resulta menos fiable regirse por las críticas de quienes cobran por opinar.
               Habría ido a ver El artista y la modelo aunque las críticas no hubieran hablado de ella como algo deslumbrante (el dazzling achievement de toda la vida), aunque no le hubieran dado el premio al mejor director en el Festival de San Sebastián y aunque no la hubiera hecho Fernando Trueba, un director que a veces me gusta. Habría ido porque el tema, uno de los más viejos de la historia, me sigue interesando mucho. La primera novela que yo escribí (y que ahí se ha quedado) era sobre el hecho de ser modelo, sobre cómo tendría que sentirse un modelo profesional, alguien que es consciente de que su cuerpo tiene toda la monstruosidad de la belleza, y sabe cultivarlo. Un pintor pintando sigue siendo un reducido ámbito donde cabe casi todo, un género en sí mismo, ya sea como drama jolibudiense, exagerado y tópico, como en El loco del pelo rojo, ya sea en el territorio hiperrealista del documental, como en la maravillosa El sol del membrillo, que volví a ver hace no mucho y sigue funcionando como el primer día. El tema no está agotado ni lo estará porque tiene encarnadura de mito, eso que hace que una historia se eleve por encima de su anécdota. Y, como tanta gente se lo ha planteado, algunas soluciones narrativas que una vez fueron felices acaban convertidas en tópico, que es la excrecencia que el tema debe expulsar de ver en cuando para mantenerse fresco y vivo. Es decir, el tema es inagotable, pero se presta al tópico.
               No es un tópico, por ejemplo, que un artista quiera esculpir su última gran obra y para eso se encierre en su estudio con una modelo. Eso es un tema. Lo que sí es un tópico, un topicazo que además contradice la estética de la película, es que, después de muchos intentos fallidos, después de muchos bocetos insuficientes, no sea el artista sino la modelo la que, por casualidad,  adopte una postura de descanso que, oh la lá (sólo faltó decir eso), es la postura, aquello que el artista no ha sabido encontrar y que la simple naturalidad de la modelo le ha brindado sin querer. Eso no es así. Quiero decir que eso no sucede así, y que, si sucede, no deja de ser un fracaso del artista. Me explico.
               Al principio de la película, cuando la modelo joven, hermosa, silvestre y roussoniana empieza a trabajar para él, el artista le pide que adopte una serie de posturas. La idea de la película es que ninguna de esas posturas sirve; que, para llegar a la verdad, a la belleza, el artista no puede imponer una postura, sino estar atento al momento en que la postura brota naturalmente del modelo. Creo que era Rodin el que se sentaba en una silla y miraba durante horas a su modelo en movimiento, repentizando posturas, no acudiendo a las posturas clásicas, al brazo levantado, a la cabeza ladeada, etc. El pensador es un hombre que piensa, no una cabeza apoyada en un puño. En la película, mientras el artista la está pintando en un lago, la modelo se cansa, se da un chapuzón y pesca una madrilla, y el pintor se impacienta porque le queda poco tiempo, uno de los ritornellos del guión, hasta que la modelo, con temor de chiquilla, vuelve a su postura artificial. El artista de verdad le habría dicho que siguiera pescando madrillas, la habría contemplado moverse a sus anchas, ser enteramente natural, porque el trabajo del artista no es cazar una de esas posturas, ese es el trabajo del fotógrafo. La misión del escultor es resumir todos esos movimientos naturales en una postura que contenga esa misma verdad.
               A mí me ha quedado la duda de si el que no ha llegado a esa conclusión es solo el personaje o también el director. Porque si es eso lo que nos ha querido mostrar el director, entonces el escultor se comporta como un artista bisoño de 80 años, pierde en grandeza, que es lo único que nos puede emocionar. Eso o el patetismo. Y la línea de separación es bastante fina. Uno de los mejores momentos de la película llega cuando el escultor está explicando a la modelo este dibujo de Rembrandt.

           
               El artista, con pedagogía mayéutica, va sacando de la inculta modelo el chorro de vida que hay en esos cuatro trazos pintados a caña y “en cuatro o cinco minutos”, como dice el propio escultor Cros en la película. Y la explicación está muy bien. En esas cuatro rayas está todo el miedo y el entusiasmo de la criatura, toda su fragilidad y su emoción y su alegría por llegar al padre acuclillado. En esa mujer de espaldas está toda la delicadeza y la seguridad que necesita el niño, y en esa mujer que pasa, en ese brazo levantado, está toda la fuerza de la vida. Y está el cubo, la parte real, la que pesa, la que justifica el brazo levantado.
               El problema, en la película, es que el escultor sabe ver eso pero no sabe ponerle a su modelo un cubo cuando levanta el brazo, no sé si me explico. Lo que no dice Cros es que hay muchas variantes de ese mismo tema entre los dibujos de Rembrandt. Rembrandt no esperó a la casualidad de una postura. Rembrandt contempló mucho tiempo la escena, un tiempo inversamente proporcional al que luego le costaría plasmarla en esas cuatro rayas, justo lo que el escultor de la película no hace. Se tiene que dar cuenta por casualidad, y eso, insisto, no cuadra. Es como si el propio escultor, que se enfada porque la modelo analfabeta no entiende la verdad y la vida del dibujo de Rembrandt, tampoco fuera capaz de entenderlo hasta que la inocencia de la modelo se lo mostrase de buenas a primeras. Si es eso lo que quiso decirnos Trueba, creo que recurrir al tópico le ha traicionado. ¿Cuántas películas hemos visto de pintores que rompen los pinceles hasta que de pronto, sin comerlo ni beberlo, ven lo que iban buscando y empiezan a pintar a toda leche porque ya lo han encontrado? Será muy cinematográfico, pero las cosas no son así.
               Y además perdemos tiempo. ¿No habría sido mucho más interesante enseñarnos cómo el escultor busca en la modelo fuera de la tarima donde ejecuta las posturas? ¿No habría resultado más intenso que Cros hiciera lo mismo que dice que hizo Rembrandt? Pero esa labor la hace el director de la película, no el personaje, y eso empequeñece al héroe y nos obliga a una distancia gobernada por el director. Es una opción estética, claro, pero no es lo más recomendable si lo que se persigue es llegar al encuentro milagroso de la naturalidad y la belleza. Si uno quiere emocionar, deben ser, para empezar, los propios personajes los que lo emocionen.  Y el problema, esta vez narrativo, es que no están todo lo vivos que tendrían que estar. Los encuentro demasiado sometidos a las autoexigencias estéticas de Trueba. Los ha podado de banalidades, de frases sin mensaje, que es donde respira la verdadera vida. Podía haber podado las otras, aunque desnudez y poda no son la misma cosa. Bien es verdad que se trata de un agón, de una historia de dos personajes, pero aun ellos viven apresados por la necesidad de decir siempre cosas narrativamente significativas, cuando lo que queremos es verlos hablar, no que digan cosas importantes. En la escena del lago deberían haber seguido, para mi gusto, charlando un rato de madrillas, el viejo debería recordar cuando él pescaba madrillas desnudo, por ejemplo.
Creo que, al desnudar la película, al hacerla más esencial, más pura, se ha llevado por delante buena parte de la mímesis, y eso, que afecta a los personajes principales, machaca a los secundarios, con el paradójico agravante de que son, todos los secundarios, personajes interesantísimos. Claudia Cardinale (¡oh aquellos anuncios de jabón Lux!) es la antigua modelo que se encarga de suministrar carne fresca a su marido, el viejo escultor, y que, cuando consigue darle el cuerpo definitivo, la pieza que el marido necesita para perfeccionarse como escultor, para crear su obra definitiva, lo abandona. Esto del abandono solo se sugiere, parece momentáneo, pero en el arquetipo, en el mito, debe ser definitivo. Es decir, Claudia Cardinale tiene un pedazo de personaje que se queda reducido a cuatro frases que no son, desgraciadamente, las cuatro rayas de Rembrandt. Da la sensación no de hablar en mitad de una escena sino de estar repitiendo tomas. Sus gestos vienen de la nada, y eso, aunque no se vea la nada, se nota, ya lo creo que se nota. ¡Ni siquiera, habiendo sido tantos años modelo profesional, da un solo consejo técnico a la neófita! Ni se lo da ni se explica por qué no se lo da.
En el caso de Chus Lampreave, esta poda es tan notoria que desactiva la gracia que puedan tener sus frases, que tampoco es mucha. Pero su personaje daba para más: es la vieja criada española de un artista francés que acoge a una joven guerrillera nada más acabar la Guerra Civil. Casi nada. Y Chus Lampreave se queda en Chus Lampreave vestida como la vistió Almodóvar en Volver, y eso es todo.
Y algo parecido cabría decir del resto de secundarios. El oficial nazi experto en la obra de Cros no sabe si terminará su estudio sobre el escultor antes de morir en el frente ruso, del mismo modo que Cros no sabe si terminará su escultura antes de dejar el mundo. Ambos hablan por encima de la guerra, el escultor en el tono clásico de Joyce en Trieste: “sí, dicen que hay una guerra por ahí”; y el erudito nazi envuelto en la tragedia de tener que decidir entre las leyes de la patria y las necesidades del corazón. Otro pedazo de personaje, otra película distinta que se disuelve en unos abrazos demasiado largos, demasiado poco preparados. Incluso el marmolista, el ayudante, el cómplice, el que entra como Pedro por su casa mientras la modelo está desnuda, tiene su punto, pero es un punto que se queda en nada. Trueba no lo deja ni mirarle el culo de reojo. Ni eso ni lo contrario, mostrar admiración por la escultura, no por el cuerpo. Incluso les pasa a los niños fisgones, zagales de pueblo en los años cuarenta que ven por una ventana a una tía en pelotas, una convulsión narrativa que aquí se queda en breve cita de La guerra de los botones y por ahí, sin más.
Es decir, los personajes secundarios (salvo quizás el mozo de serie de televisión que le pone Trueba a la modelo para que se lo tire) son muy buenos, sus papeles están llenos de sustancia, pero Trueba no los ha contemplado desenvolverse a su aire, los ha puesto a todos en una postura, ha hecho con los secundarios lo mismo que Cros con los bocetos. Y así queda la sensación de que todos tienen menos papel que se merecen, de que están un poco desperdiciados, por más que, como se dice en la estética de la película, habría tenido que bastar con cuatro rayas, como a Rembrandt.
Ese desaprovechamiento por fidelidad al tópico, digámoslo así, afecta en distinta medida, claro, a los dos protagonistas. En el caso de ella, sobra esa manera de comer com un animalillo hambriento, como se come con hambre en los teatros escolares. Sobran esos mordiscos a la manzana. La gente no come así. Nadie come así más que los niños y los que quieren hacer como los que comen así en las películas. Eso y las carcajadas extemporáneas, otro tópico cinematográfico que no es verdad (esas carcajadas que parten de la nada, voluntarias, que se van abriendo y terminan en una explosión de dientes), es quizá lo que más me cante del personaje. Es una ninfa, de acuerdo, pero las ninfas tienen una gracia natural que les impide comer o reírse así. Por lo demás, Aida Folch hace muy bien lo que le piden, la inocencia sin depilar, ni siquiera maltratada por el hecho de venir de un campo de concentración o estar pasando maquis por la frontera. A pesar de la que le ha caído encima, se come las manzanas que da gusto.
Y el viejo escultor, Rochefort, creo que está poco suelto. No es ninguna broma. Las transiciones de sus gestos son bruscas por exigencias del montaje. A veces parece que está serio cuando por él no lo estaría. Eso que los críticos llaman contenido. Pero esa contención le juega malas pasadas. Por ejemplo, pudimos ver en San Sebastián cómo Rochefort exhibe una forma física extraordinaria y no solo camina estupendamente sino que ensaya volatines y posturas graciosas. En la película, en cambio, uno tiene la sensación de que el que está bastante mal físicamente no es el personaje sino el actor. Más que andar, desfila a paso provecto, cosa que a veces coincide con simples errores de dirección. Hay una escena en la que, desde dentro de la casa, vemos entrar al escultor, y hace entonces algo inverosímil: camina paralelo a la fachada de la casa y, cuando está enfrente de la puerta, gira cuarenta y cinco grados y entra. (Eso por no hablar de la despedida de las dos modelos, una escena de carretera en la que uno termina desorientado por haber cambiado la cámara de sitio y de sentido, algo que roza el fallo de script).
Yo prefiero pensar que con esa mudez reconcentrada, innecesariamente ceñuda, con ese exceso de contención se ha perjudicado al personaje. Creo que en San Sebastián daba esos volatines para que la gente sepa que no está tan hecho polvo. No pasaba nada por hablar más, de lo que fuera, no del sentido del arte ni del genio de Rembrandt, sino del vino y las patatas, o del aceite de oliva, que es otro tema interesante que aquí parece reducido a una cita de Manuel Vicent. Falta vida en una obra sobre la vida, y eso no es cuestión de genio sino de guión.
Por lo demás, el blanco y negro es muy bonito, con ese punto requemado que tenía La cinta blanca, cuya forma de filmar los dormitorios desde fuera, por cierto, está muy bien reproducida aquí, así como la estética de Los comedores de patatas para ambientar el estudio, que es la que quizás empleó también Haneke. Los grises claros de los niños nos llevan a esas películas francesas de los años cincuenta y sesenta y así. Es un blanco y negro enfriado, europeizado, sin asomo de sombra negra. No sé si alemán o francés, pero no suena a blanco y negro español, lo cual es un hallazgo que le da a la película toda la verosimilitud que por algún otro concepto hubiera podido perder. Por ejemplo, por el concepto de las escenas con gente. Qué malos los planos de lo que ve el escultor cuando está en el café. Nadie camina, todo el mundo pasa por delante de la cámara, a una velocidad que no es la del paseo ni la de la prisa. Es una escena en la que el decorado (un triángulo de casas antiguas) suele ser de cartón y los personajes de carne y hueso. Aquí sucede exactamente al revés.
No, no me he emocionado con esta película, para usar la jerga de la crítica al uso. Y una de las causas es que sé que la película quería emocionar. Pero con los abrazos y alguna caricia no basta. Los abrazos no emocionan. Emocionan las cosas sin importancia. Y esta película no emociona porque su autor ha hecho lo contrario de lo que predica con ella, o ha caído en el mismo error que trata de combatir. No ha desnudado. Ha podado. Le saldrán ricas manzanas, pero no la obra de arte que pretendía. “Yo no me parezco a esa”, dice la joven modelo cuando ve el resultado final. Y lo que es un buen resumen de la película (la naturalidad sometida a la estética de los años 30, la idea suprema que naufraga en el mar de su tiempo concreto) parece quedarse, otra vez, en la célebre cita de Picasso. “No se preocupe, señora” –le respondió Picasso a la modelo que se quejaba de no parecerse-, “ya se parecerá”. Es posible que algún día esta película se parezca a lo que intuyo que quería conseguir. De momento, mira cuánto me ha dado de sí.

1 comentario:

  1. Esta película es un producto sin alma. Yo la vi en un cine, con cinco personas más a las cinco de la tarde, y dormirme no me dormí, pero me venció el sopor. Trueba a estas alturas domina, faltaba más, las cuestiones técnicas, pero una buena película es más que una suma de aciertos técnicos. El doblaje me jugó una mala pasada porque la actriz Aida Folch que en esa voz doblada, no está nada creíble y si no te crees lo que ves, hemos apagado. A mí El artista y la modelo me ha parecido un producto aparente, bien presentado, reducido a fuego de artificio, a una pose, a una hoja que el viento mece y desaparece de plano luego. Un quiero y no puedo.

    Coincido plenamente con sus últimas palabras:

    Es posible que algún día esta película se parezca a lo que intuyo que quería conseguir..

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