Fue George Steiner, en Tolstói
o Dostoievski, quien estableció la diferencia fundamental entre los dos
grandes maestros rusos: Tolstói recuperó la épica para la novela moderna, y
Dostoievski la tragedia. El caso de Tolstói es más que evidente, y en el de
Dostoievski resulta muy útil para entender, por ejemplo, Los hermanos Karamázov, una gran tragedia de mil y pico páginas que
sin embargo se atiene a las exigencias teatrales de la tragedia: espacios y
tiempos reducidos, destinos que no pueden no cumplirse, la ceguera del hombre,
su locura transitoria, la persecución implacable del arrepentimiento, etc. Claro
que, en el caso de Dostoievski, los personajes rara vez salen de su locura, y
si salen, como en el caso de Crimen y
castigo, es para cumplir con la catarsis trágica, con la purificación
final, como es el caso, por ejemplo, de la Alcestis
de Eurípides o del final de la Orestíada.
Precisamente
Alcestis, junto con Hipólito, son las dos tragedias que cita
Philip Roth en su novela griega, La
mancha humana, las dos de Eurípides, naturalmente, que es el trágico más
escabroso, el que elevó la miseria real, no solo moral, a categoría trágica.
Aristófanes se reía de él parodiando a sus personajes como si fuesen todos
psicópatas y pordioseros, algo que va más a tono con el hiperrealismo sangrante
de la novela norteamericana contemporánea.
Roth no
esconde la plantilla: desde el hecho de que Coleman Silk, el protagonista, sea
un profesor de griego, o el impecable resumen de la Ilíada que nos ofrece nada
más empezar el libro, hasta las referencias directas a tragedias clásicas y,
sobre todo, la composición trágica, dostoievskiana (o sea euripídea) de la
novela. Y como en las tragedias griegas el argumento era conocido y lo
importante (bueno, en Eurípides no tanto) no era su revelación sino su
desarrollo, tampoco importará mucho si cuento el argumento, es decir, las
tragedias individuales de cada personaje. Porque las tragedias griegas no solo
contaban la tragedia de un personaje sino la tragedia de cada uno de los
personajes. En Antígona, por ejemplo,
no hay ningún personaje que se sustraiga a esa decisión imposible que salga
como salga, sea cual sea, les traerá a todos la ruina. En La mancha humana, las tragedias que chocan y se buscan unas a otras
la ruina son las siguientes:
El
protagonista, Coleman Silk, tiene un crimen que purgar, su condición de renegado,
que, como se nos dice al final de la novela, tampoco dependió enteramente de sí
mismo, porque en la década de los cuarenta disimular la propia raza no era el
tipo de crimen que creemos ahora salvo para los pioneros contra la segregación
racial. Su crimen, en todo caso, se vuelve contra él sin querer, sin comisión
deliberada, como en Edipo, precisamente cuando dos palabras homéricas, negro humo, le cuestan la ruina
académica en el sentido de la desgracia de Coetzee. Este coro de erinias malvadas son
los habitantes mojigatos de Athena, cómo no, una pequeña ciudad universitaria
de Massachusset donde todo el mundo es tan hipócrita y pazguato como nos hemos
imaginado en casi todas las novelas de campus. Todo el prestigio que se ganó
como profesor ocultando sus orígenes raciales se le vuelve en contra por un
comentario que tampoco era racial, sino una excusa para poner en marcha la
maquinaria provinciana. Son los días en que todo el mundo estaba horrorizado
por la mancha humana que dejó Clinton
en Monica Lewinsky. Su sucesor dejaría manchurrones de sangre en medio mundo,
pero no escandalizó tanto.
Quizá
como catarsis, Coleman encuentra una ninfa, Faunia, casi cuarenta años más
joven que él, con quien Coleman se refugia de su propia desgracia, al tiempo
que, gracias al Viagra, entona sus danzas dionisíacas. Pero esa catarsis,
naturalmente, trágicamente, le costará la muerte, de un modo incluso más severo
del que ideó Dostoievski para Raskolnikov.
Faunia,
la ninfa dionisíaca, desgarrada y follaora, tiene su propia tragedia. Fue
maltratada de niña, su padrastro abusó de ella, al tiempo que le hizo vivir en
permanente huida hacia ese mismo abuso. Es como si el fauno que persigue a
Siringa la pudiera haber violado antes de que Tetis la convirtiera en
cañaveral, y a partir de entonces arrastrase su condición de fatídica sirena. No
es difícil rastrear modelos mitológicos, pero aquí lo más importante es que sobre
la joven Faunia, con su punto de Medea que pierde por su locura a sus dos hijos,
pende para siempre el colmillo del fauno, su exmarido Lester, de cuya locura no
podrá escapar.
Y Lester
sufre hybris vietnamita, o sea. Es uno de esos soldados que volvieron zumbados
de la derrota y cuyo destino es vengar su miedo encarnado en sus hijos muertos,
en su exmujer lasciva, o en el propio Coleman. La coda es Delphine, la profesora
francesa que fomenta la circulación de bulos que acaben con Coleman y que tiene
un final, tengo que decir, algo confuso: no está suficientemente bien explicada
su última, involuntaria afrenta a la
memoria del ya fallecido Coleman.
Podríamos
seguir: el hijo menor de Coleman es un Edipo judío de reglamento; él y sus
hijos (salvo Ismene, claro) echan al padre a Colono/Athen, y cumplen así el
mismo acto criminal que cometió Coleman al repudiar a su madre. El libro entero
está entretegido de mitología trágica, y su desarrollo es también tan trágico que
a pesar de una estructura no lineal tiene toda la encarnadura de lo
representable.
¿Le sale
bien todo esto a Roth? Sí, claro, pero siempre con su coartada narrativa, que
es también su principal exceso: ahogar las escenas en reflexiones, y alguna,
sobre todo al final, alargarla hasta dañar el ritmo del relato. El relato de
los hechos está convenientemente desestructurado, con idas y venidas que aíslan
el fragmento del relato, generalmente para bien, como en los mejores relatos
autónomos del libro: la visita de los excombatientes al restaurante chino, la
historia de los grajos, magnífica, y alguna que otra más, no muchas, porque la
novela hace del argumento relato (que es el mejor modo de avanzar muy
reflexivamente) sin salirse de los márgenes estrechos de las múltiples
tragedias.
Pero
resulta que es eso precisamente lo que más disfrutamos del libro, los largos
fragmentos especulativos, los ensayos, muy logrados en Farley, menos en
Delphine, de forzar la prosa hasta llegar a la conciencia del personaje. Es
como si nos diera unas cuantas páginas para que reflexionásemos con él sobre un
asunto inminente o ya ocurrido, que es lo que, salvo esas excepciones, casi
nunca es del todo presente. Roth acumula muchos planteamientos que resuelve con
pocos hechos y gran cantidad de palabras. Todo es un permanente ir empezando.
El final podría haber sido el comienzo de una novela negra, y eso hace que la solución
de algunos conflictos, en especial el de Delphine, pero también el de Coleman y
Faunia, supla con tragedia lo que habría exigido quizá más desarrollo
narrativo. Y más agones, más encuentros a cara de perro, el de Faunia y su
exmarido, el de Coleman y Lester, el de Delphine y el propio Lester, o incluso
Faunia, en el fondo su rival.
A
veces creo que la estrategia de Roth pasa por no salirse de los arquetipos que
simbolicen previamente su visión de los Estados Unidos. El excombatiente de
Vietnam es de catálogo, si bien nunca está claro que sea un Taxi Driver o un
pobre diablo. Se nos ha hablado de su capacidad de locura, pero no la vemos, no
la sentimos, no la presentimos. No corre ningún riesgo Zuckermann, el narrador,
en la última escena con él a solas en el hielo. Por mucho que le enseñe la
trepanadora, sabemos que no le hará nada, y nos cuesta creer por un momento que
fuera capaz de asesinar, víctima de la locura trágica, a Coleman y a Faunia. Y
algo similar, pero en otro sentido, me ocurre con Faunia. No me la termino de
creer a no ser que piense en ella como una perturbada mental, que tampoco
estaría de más. Sí, son los personajes de Eurípides y de Dostoievski, gente que
piensa con otros registros, víctimas de tragedias insoportables que se quedaron
desquiciados para siempre, hasta que, dejándose llevar por el destino, saliesen
al encuentro de su propia muerte.
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