El artículo de
Ferlosio es todo lo contrario. Para empezar, nada de introducciones bonitas,
nada de era una hermosa tarde de agosto
en Marbella, sino, de acuerdo con la pieza de que se trata, el
enunciado de la proposición principal: “Los antitaurinos catalanes se niegan a
aceptar que las corridas de toros sean consideradas como cultura por el
sufrimiento que infligen a un animal.” Habría que parafrasearlo todo, pero
antes de acabar el primer párrafo ya deja una idea,
la equívoca relación entre moral y cultura.
El toro, digamos, ya está cogido por los cuernos. Ya nos
podemos divertir, si no con las cursilerías marbellíes de Vargas Llosa, sí con
una sucesión de anécdotas ilustrativas de difícil acceso, por ejemplo el hecho
de que se pusiera peto a los caballos por influencia inglesa. Comparar a Vargas
con Ferlosio es comparar lo que Vargas dice de la “placita” de Marbella y lo
que dice Ferlosio de la plaza de Ronda, un alarde de precisión, al tiempo que
una lección de historia. Es ese juego de la precisión y la ironía, o más bien
de la ironía que brota de la extrema precisión, el que Ferlosio maneja como nadie.
Hay frases para enmarcarlas. Cuando cuenta lo de los petos de los caballos, en
tiempos de Primo de Rivera, dice: “Fulminantemente el dictador ordenó a su
ministro de gobernación, Martínez Anido, que implantase la protección de los
caballos de picas mediante una gualdrapa embutida de lana o de crin, con una
botonadura al tresbolillo, estilo capitoné”. Tendría que consultar los antiguos
reglamentos, pero estoy seguro de que lo de la botonadura al tresbolillo y,
sobre todo, lo del estilo capitoné, son cosa de Ferlosio y solo de Ferlosio.
La
estructura de la gracia, por así decirlo, es la siguiente. La extrema
precisión, para empezar, aplicada a objetos que en principio no la requieren,
provoca la clase de contraste que requiere el humor. La “gualdrapa embutida de
lana o de crin” es, además de un buen alejandrino, una definición simplemente precisa, de Código Civil, de
reglamento taurino (aquí
se explica, aunque no salgan las gualdrapas), pero lo del tresbolillo y el estilo capitoné es una felicísima mezcla de muchos matices: la disposición
agropecuaria por excelencia frente al tapizado de los muebles caros (y
rancios), el casticismo castellano de la labor de campo y el gracioso galicismo cursi,
los tresbolillos del sol y el capitoné de la sombra, etc., etc., y todo eso,
todos esos contrastes fraguan en una expresión prosódicamente impecable, de
modo que la sola palabra capitoné, tan bien colocada, es en sí misma otra idea: lo finos que somos cuando se trata
de disimular, aunque sea las tripas de un caballo. Es como tejer preservativos
de ganchillo, el colmo de la cultura.
Digamos
que, un poco más retrasada, la anécdota en Ferlosio es casi de la misma
extensión que la de Vargas, pero mientras en este no son más que cuatro juicios
gratuitos, en Ferlosio es un ramillete de curiosidades raras y reveladoras, con
el añadido de esas flores de aliaga con que Ferlosio decora sus fragmentos.
Y Ferlosio
no se anda con rodeos. Uno casi echa de menos alguna tachuela sintáctica,
alguna cota filosófica para que el camino no sea tan llano. Ferlosio vuelve al
tajo, al tema, a la segunda proposición: “La cultura es desde siempre,
congénitamente, un instrumento de control social, o político-social cuando hace
falta; por esta congénita función gubernativa tiende siempre a conservar y
perpetuar lo más gregario, lo más enajenante, lo más homogeneizador”, que se
desarrolla, otra vez con excelente humor, en torno a los “apologetas
castellanos”, y se remata con otra frase marca de la casa, del estilo del capitoné,
otra colisión de registros que funciona como la seda: “A algún lector zafio e
iletrado podría aquí escapársele lo de “Áteme usted esa mosca por el rabo”,
pero lo cierto es que la elegante antinomia de la descripción respira una
poética nebulosidad de acento vaporosamente zambraniano”. Bueno, a Savater, que
es a quien va dirigida, le habrá resultado más escabrosa. Pero esa capacidad de
juntar moscas y vapores, de dotar a las unas de la ironía de quien pronuncia un
refrán vulgar de sabor culto y a la otra de toda la pomposidad material, significante, que designa, sin
llegar, eso sí, a las licencias de la parodia, al chafarrinón, porque “poética
nebulosidad de acento vaporosamente zambraniano” es, por encima de todo, un
espléndido versículo, susurradamente campanudo, como es la prosa de Zambrano; esa capacidad, digo, no se enseña en los círculos de Vargas Llosa: yo creo que ni se piensa.
Esto,
esta riqueza de matices, este dominio de los tonos, ese saber usar las muchas
lenguas que hay en una lengua, y ensayar entre ellas cruces que signifiquen
algo nuevo, es lo que hace bueno a un texto, el dominio de la voz. Vargas tiene
su voz dentada de siempre. Cuando abro sus libros me salpica la saliva de las
páginas. Será bueno (tengo amigos cultos que lo veneran) pero a mí me parece,
precisamente por este tipo de cosas, un escritor definitivamente plano, incapaz
de articular la lengua de modo que ella misma esté en constante creación, por
delante incluso del esquema perfecto con que empieza Vargas sus artículos, e
incapaz, sobre todo, de enajenarse, de ser otro al decir, que es el único modo
de acceder a otras voces y dotarlas, otra vez, de la debida ironía y, si se
escribe tan bien como Ferlosio, de la debida hermosura. Así se entiende mejor
que hable de Ortega como “el que llegó a tocar las más altas cimas de las
grandes paridas o máximas chorradas que se conozcan en asunto-toros”, y le
aplique un resumen conciso de su estrategia al hablar del “excelso ortegajo”,
hallazgo que merece la pena desentrañar. ‘Excelso’ no significa solo elevado,
de alto rango, sino de alto rango para Ortega, o sea gaseosamente aéreo, que es
lo a lo que suena la palabra ‘excelso’,
que solo puede emplear un escritor serio en sentido irónico, lo mismo que ‘fantástico’
o ‘fenomenal’, a no ser que acuda, también muy orteguianamente, a su más remota
y vistosa etimología. Y ortegajo es un buen ejemplo, otro, de cómo elegir el sufijo adecuado para potenciar el sabor del caldo léxico. Ese -ajo, además de a ajo, suena a gargajo, a legajo, a hierbajo, a toda la pompa carrasposa y los papeles mojados y la ferralla dialéctica. Ortegajo es suficiente para darnos idea del valor del follaje palabrero, aunque sea el del sacrosanto filósofo.
Con más
enjundia trata Ferlosio un artículo de Javier Ortíz (sic) que el
ortegajo de turno, otro contraste paralelo al de las palabras solas y sus
resonancias, esta vez de objeto, de autoridad,
eso que tanto molestó a Vargas Llosa. Bien es verdad que Ferlosio quiere llevar
el ascua a la sardina de la “españolez”, ese diáfano concepto que Vargas no
solo no ha entendido sino que le ha indignado, como diría él, sobremanera.
Y sin
más perifollos, como corresponde, cierra Ferlosio su artículo. Compárense los
dos finales:
“El ahí queda eso me parece el paradigma del
alma-hecha-gesto de la españolez. Así la corrida de toros revela la inclinación
gestual del alma de los españoles, tantas veces gesteros en el café,
gesticulantes en la plaza. Mi ferviente deseo de que los toros desaparezcan de
una vez no es por compasión de los animales, sino por vergüenza de los hombres”.
Al
margen del significado filosófico del gesto,
un poco en el sentido del rasgo de
las novelas decimonónicas, el final está sacado de ese amor de Ferlosio por la
retórica, en esta ocasión de una retórica zaratustrana, diogénica, jeremiosa,
yo qué sé, con ese toque gnómico de verdad escrita, de palabra dicha y esculpida
en el aire de los tiempos, esa facilidad que tiene Ferlosio para escribir en
estilo épico sin que parezca ni forzado ni paródico ni siquiera inflamado, sino
el tono natural de la palabra. Esa sí que es naturalidad, Varguitas, y no la de
Paquírrez.
¿En qué momento se jodió Varguitas? Disfruto mucho cuando te pones a echar bernardinas a portagayola.
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