“Aún conservarás aquella carta”, me decía el viernes pasado,
en un sms, José Antonio Saura. Ya lo creo que la conservo, lo que no sé es
dónde. Corría el año 86, en Salamanca, en una pensión de la Plaza del Mercado
que no creo que siga en pie. Yo estudiaba latín y griego y era lo que en
términos taurinos se llama un partidario de
Agustín García Calvo, pero no por su pasado rebelde y su presente
revolucionario, por su célebre tertulia de la calle Desengaño, su mitología
parisina o sus camisas de colores. Me interesaba, desde que hacía COU, un libro
suyo, Del ritmo del lenguaje, una
hermosa edición (Barcelona, La gaya ciencia, 1975) que no me acuerdo quién me pasó, o cómo di con ella. El caso es que luego llevaba
casi cualquier trabajo que me encargaban en la facultad al territorio del
ritmo: que si los números de Caramuel, que si las moras de Salinas, y desde
luego me afanaba en traducir a los clásicos como García Calvo los había
traducido en uno de los libros que más ha circulado por la España poética de
los últimos treinta o cuarenta años, su antología de Virgilio, que ayer, en El
País, leí citar a García Gual, otro que comprende en qué consistía la
fascinación por Agustín. Me interesaban tanto sus traducciones, su forma de
captar el hexámetro dactílico al castellano (con más variantes que Pabón en su Odisea), que me atreví a enviarle unos
versos míos traducidos de Lucrecio, y a preguntarle para cuándo nos regalaría
una versión completa del De rerum natura.
Entonces sucedían cosas raras, y este hombre me contestó, casi a vuelta de
correo, con una carta manuscrita, llena de esas letras como vestigios
epigráficos (las letras que se ven en algunas portadas de Lucina), escritas con
tinta china y plumín grueso, con las que me animaba a seguir con mis
traducciones y me hablaba de dos propósitos: dar forma a un Tratado de rítmica y prosodia, que aún
tardaría veinte años, y pelearse con los problemas textuales de Lucrecio, cuya
espléndida edición y rabiosa traducción aparecieron once años después de
aquella carta. Los mismos profesores graves que hablaban de él con media
sonrisa condescendiente no fueron capaces de dominar como él la suerte más
difícil de la filología, la única por la que uno puede ser de veras considerado
un filólogo importante, la crítica textual, el diseño de stemmas, la elección de variantes, algo que en la nuestra filología,
tan abundosa de tesis peregrinas, casi nadie ha sabido hacer como García Calvo. Era
esa extraordinaria solvencia científica la que protegía su imaginería
polícroma, la que impedía menospreciarlo a toda la raza de eruditos trepadores. Eran mediocres y pazguatos, pero no eran tontos.
En los
90 lo escuché alguna vez en La Vaquería, en la calle Echegaray, y en aquel curioso
programa de Radio-3 en el que charlaba desde sus alturas cultas con pastores de
la sierra que no solo le entendían sino que entablaban con él interesantes
discusiones filosóficas. Con el cambio de siglo, fui alguna vez al Ateneo,
donde todos los miércoles daba su charla extemporánea, y digo extemporánea con
cierto fundamento: el decorado era el de las aulas del XIX y el público el de
las aulas del 68, y además hablaba con frecuencia de uno de sus temas
favoritos, la lucha contra el tiempo, pero no por ganarlo sino por desprenderse
de él.
Con el
tiempo, con ese tiempo, abandoné las técnicas traductoras de García Calvo y me
convencí de que el único equivalente castellano del hexámetro dactílico es, si
se trata de épica oral, el romance, y si de épica culta, el alejandrino, como
ya he contado a
propósito de aquel Tratado de rítmica y
prosodia. Tampoco fui nunca muy entusiasta de su faceta, digamos,
agitadora, salvo por el uso innegociable de la sintaxis que solo él y Sánchez
Ferlosio han seguido manteniendo por estos pagos; y no me interesaba por una
contradicción fundamental: sus nociones de Capital y Estado y de Razón Común
eran tan innegociables como su sintaxis, y a partir de ellas el filósofo
filosofaba sobre que no había nada incuestionable. Es como una vez, cuando
estaba preparando su ensayo Contra el
tiempo, que fascinó a la concurrencia con esa naturaleza intemporal del
tiempo, por así decir, o bien no del tiempo del Capital, sino del tiempo nuestro
y Común, y de pronto subió un brazo para entonar una idea, miró al horizonte,
su mirada se topó con el reloj de pulsera y, con esa mala cara de quien no está
conforme con un verso, dijo: “¡Qué tarde se me está haciendo!”, y terminó con
rapidez la charla y se marchó.
A
mediados de los 90, cuando ya me había emancipado del garciacalvismo, conocí al
poeta Luis Díez, apasionado partidario,
uno de los fijos en el Ateneo hasta el final, lector inmediato de sus poemas,
ensayos, artículos, traducciones, ediciones, prólogos y demás familia que
García Calvo producía, con ochenta y tantos años, a un ritmo que abrumaría a cualquier
hombre de cualquier edad. Con Luis fui alguna tarde al Ateneo, y a través de él
conocí aspectos más íntimos del héroe. Sobre todo el de la persistencia. El
Agustín García Calvo que hablaba en las asambleas del 15-M es exactamente el
mismo que se fue a París hace medio siglo, el mismo que fue un joven
catedrático en Sevilla, en los años 50, o el que discutía de gramática con
Ferlosio en las escaleras del palacio de Anaya. La persistencia en las ideas
debe pasar siempre por encima de las contradicciones. A mí no me apartó de
García Calvo ni mi natural inclinación a no persistir ni el descubrimiento del
alejandrino ni sus a veces incomprensibles traducciones, ni siquiera esa
aversión barojiana mía por el espectáculo y la pose, en este caso pose rara,
pose de dandy macho, zamorano, de antes de la iconografía metrosexual, de
cuando las mujeres aún se enamoraban de hombres con mala dentadura. Me atrae su
persistencia más allá de la paradoja, más o menos del mismo modo en que me
atrae Unamuno. Conforme pasa el tiempo, esa extravagancia incólume deja de ser
algo pasado para convertirse en algo aún presente. Las tres camisas una
encima de la otra, los tacones para marcar el ritmo y el aire de pirata experto
en física cuántica, aire de sueño bohemio para un adolescente letraherido, eran
atavíos ajenos al tiempo y al mismo tiempo más cercanos a él que el tiempo
oficial que nos imponen. Eran el retrato del héroe, pero para mí había algo
mucho más importante: García Calvo me enseñó a escuchar el ritmo del lenguaje, a percibirlo y a reproducirlo. Le
tengo el mismo agradecimiento que pudiera tenerle a un compositor querido cuyos
discos hubiera escuchado en aquella pensión de Salamanca, cuando lo que más me
podía interesar del mundo eran unos versos de Lucrecio.
Antonio, el artículo de García Gual en El País no es del 3 sino del 2 de noviembre.
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