A Los habitantes del
bosque, la novela de Thomas Hardy que Impedimenta publicó el mes pasado en
una preciosa edición, cabría ponerle la etiqueta de naturalismo teatral, dicho sea en el sentido en que lo emplearíamos
al hablar de Dostoievski. Ya en una de las primeras escenas el honrado
Winterborne, escondido casualmente entre las sombras, escucha la conversación
entre su amada Grace y el padre de ella, el maderero Melbury, para enterarse, y
que nos enteremos nosotros, de que el padre se opone al noviazgo entre los dos
jóvenes por una cuestión de diferencia social. La muchacha, Grace, ha ido a
colegio de pago y no puede casarse con un agricultor cualquiera, cuya casa, además,
depende de que se muera un viejo inquilino para que pasen a manos de su rancia
y legítima propietaria, la señora del lugar.
Es
decir, no solo abre la novela con un noviazgo frustrado, en la tradición de
siempre de la novela griega, sino que, amparado en un propósito naturalista,
usa el teatro, la escena, para no contar los acontecimientos, y así dejar toda
omnisciencia para los pensamientos y los sentimientos. Jane Austen, setenta
años antes, seguía los mismos principios, pero en Thomas Hardy no hay esa
emotividad, esa implicación entre irónica y afectuosa de la narradora. Hardy es
un narrador que constata lo indefectible, que hace avanzar la acción con
rapidez dramática, pero que nunca se apresura. En ese no apresurarse, en ese
pararse a describir los campos de manzanas o las campanas del arnés de los
caballos, en describir la estructura de las casas y las tonalidades de la
estación, es allí donde reside lo que aquí llamamos literatura campestre,
porque el conflicto de clases, de muchas clases, no es específicamente rural. Y
sin embargo son sus árboles y sus aperos, sus detenimientos, los que bañan la
novela de literatura: el árbol que amenaza con matar a un pobre enfermo, el
mismo que lo plantó, y a quien un médico decide cortar su sufrimiento por lo sano,
o sea talarlo; o la prensa de sidra en la que Winterborne exprime sus
sentimientos y se anega del aroma que su amada está obligada a despreciar. En
los cuentos infantiles, los árboles hablan, y en las novelas serias también.
Puesto
que la novela es de estructura teatral, es novela de personajes, y como la
mueve la escrupulosidad desapegada del naturalismo, cada personaje es un
representante genuino de cierto tipo de ciudadano. Así que pronto nos vemos
asistiendo a una partida de ajedrez en la que los peones, esos que no importa
sacrificar, son la pobre Marty, su padre enfermo, otra amiga aldeana a la que
se beneficia el médico del pueblo y su pobre y ultrajado novio. Los caballos
son los caballos. Los alfiles, ágiles y vulnerables, son el héroe Winterborne, a
solas con su criado. El burgués rural, Melbury, terrateniente con pujos, y su
hija, que se ha movido siempre en línea recta, son las torres, las que aspiran
a ser damas y siempre echan de menos a los alfiles, por los que sienten el
mismo cariño que por los caballos, pero no más. La reina poderosa y, a fin de
cuentas, prescindible es en este caso el médico, que se carga peones y peonas
sin asomo de piedad, que se alía con alfiles a los que desprecia y que aspira a
un rey aparentemente sin margen de acción pero a fin de cuentas el que corta el
bacalao, que en esta novela es la Señora, una dama rígida y enamoradiza. Todos
temen u odian o desprecian o se compadecen de todos, aislados como caballos en
un establo, sin posible relación satisfactoria, y en esas circunstancias el
verdadero interés de la novela radica en saber si alguno de ellos será capaz de
saltar la valla que lo separa de los otros personajes, si el orden social
mantendrá todo en su sitio, a través de carambolas sucesivas que dejarán las bolas
en su sitio, o bien si esa impermeabilidad de castas solo puede conducir a la
tragedia, de modo que su negación sea la única manera de salvarse.
Pero la
novela se resuelve en una sobria catarata de acontecimientos, pausadamente
narrados, sin prisa y sin pausa, en la que importa más el constante giro
argumental y el juego de las expectativas defraudadas que los acontecimientos
puramente narrativos. Toda la segunda parte es un tratado de fina carpintería
narrativa en la que los elementos simbólicos (el cabello de la humilde serrana
Marty South, el cepo destinado al furtivo cazador de mujeres, el bebedizo que protege de la muerte, etc.) resuelven las acciones a base de ironía
trágica. Todo se conmueve, todo está a punto de romperse, pero, ay, la fatalidad,
más bien la casualidad, hace que todo acabe con la lógica funesta del
principio, como si, en realidad, nada raro hubiese sucedido. Y así las
escapadas del doctor, que se casa por interés y se pierde con la Señora también
por interés, han contribuido a una gran historia de amor, la de Grace y
Winterborne, que se esfuma por casualidad: él muere por la tontería de las
formalidades, y ella no muere porque tiene prisa. Hacia el final, todo consiste
en ver quién y cómo muere, y cómo se van atando, uno a uno, todos los cabos que
al principio habían quedado un poco sueltos: qué ocurrirá con Suke, la moza fermosa que también pasa por la consulta del doctor salaz, o con quién acabará Marty, el mejor
personaje, para mi gusto, de toda la novela, con un papel inicial prometedor y
finalmente muy secundario, por más que al final se erija en el único símbolo de
pureza moral de la novela.
Quiero
decir que la novela se argumenta en exceso. Apenas paseamos por el bosque, y
eso que las descripciones son sutiles (el ruido de las primeras gotas que caen
en las copas de los árboles, antes de que se mojen los troncos, por ejemplo)
pero definitivamente al servicio del drama. Porque esto es un drama, una obra
de teatro narrada, un guión de película antes de que hubiera películas.
Y eso
es, en fin, lo que nos ha entretenido pero también, un poco, lo que nos ha
decepcionado. Salvo Marty, los personajes, en la mejor tradición flaubertiana,
son imbéciles: el honrado Winterborne muere por caballerosidad; su amada le
jura un amor hasta la muerte que le dura quince días, y sufre tontamente por un
pichabrava de marido que se ha echado; la pobre Suke se entrega con docilidad
al médico, igual que la señora Charmond, una dama de opereta (y que,
lejanamente, me recuerda a la mujer aristócrata del protagonista de Me casé con un comunista, escrita cien
años después), que muere a manos de un norteamericano idiota que la mata igual
que, cien años después también, matarían a John Lennon. El viejo Melbury,
guardián de las esencias, obsesionado con que su hija medre, es un tonto del
bote que siempre lleva los razonamientos a la más pazguata y servil moralina. Y
Grace, la heroína, capaz de liberarse de las cadenas de la moral estricta y
preservar su dignidad, vuelve mansamente a la estela de un pobre hombre, escarmentado
y medroso, el doctor Fitzpiers. Sí, solo Marty mantiene el encanto inmaculado.
Solo ella es de veras honrada, pero tampoco boba.
Así que,
a partir de un determinado punto, el clímax de la muerte de Winterborne, todo
acaba sonando a un rataplán de coincidencias que ya no saben a bosque sino a su
estructura dramática. Aquí la presencia del autor, como suele suceder (y como
también hará muchas veces Roth) fuerza los acontecimientos para que tengan
grandeza dramática, pero pierden, más que verosimilitud, naturalidad, que es lo
primero que pediríamos a la novela. Sí, sí, las descripciones son muy hermosas,
el campo y el paso del tiempo es omnipresente, la peripecia cambia con las
estaciones, y el estado de ánimo de los personajes y la profundidad del bosque.
Todo eso está conseguido. Y ese es el problema, que está conseguido. Este tipo
de novelas corren el riesgo de sacrificar la verdad en aras de la perfección.
El protagonismo de los personajes está medido, no hay asimetrías ni
digresiones, todo cuadra con el ritmo adecuado, y esa perfección, finalmente,
nos da un aire de frialdad, desde luego deliberado –eso es lo malo-, pero a fin
de cuentas un pelín decepcionante.
Claro
que la sociedad inglesa rural de finales del XIX era así, y que estas tonterías
gazmoñas podían ocurrir y provocar los dramas que aquí provocan, y es verdad,
entonces y ahora, que no hay amor más allá de la conveniencia, por mucho que
nos den ataques de romanticismo, y que la estructura social se ayuda de las
contingencias para reafirmar su presencia inamovible. Es decir, después de
disparos, adulterios y cazas bárbaras, al final cada oveja con su pareja, y, de
los verdaderos héroes, el uno muerto y la otra pobre y solitaria. Los demás,
los que tienen dinero para olvidar, seguirán su vida más allá de las sombras
del bosque.
En estas recomendaciones comentadas sobre Literatura Campestre, con que nos estas informando, igual deberias, un día de estos, incluir a John Berger y su trilogia "Puerca Tierra". Y en Aragón a las numerosas publicaciones de Severino Pallaruelo, sobre el medio rural del Pirineo, en especial "Jose, un hombre del Pirineo", que hace unos años publico PRAMES.
ResponderEliminarGracias, Ángel. Berger está en cola de impresión, y a Severino Pallaruelo no lo conocía, pero también lo pongo. Gracias por tirar del hilo.
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