En 1979,
antes de que lo molieran a galardones, Miguel Delibes cerró una larga etapa con
esta extraordinaria antología de su obra narrativa, inmejorable para nuestros
propósitos campestres. Está fundamentada en tres novelas: El Camino (1950), Las ratas
(1962) y El disputado voto del señor Cayo
(1978). Entre las tres suman 14 de los 23 fragmentos que componen el libro,
y entre ellos destaca, cómo no, Las ratas,
que es el libro que, de no ser por esta antología, tendríamos que glosar aquí.
Ese o el Diario de un cazador.
Lo más
granado del Delibes campestre queda recogido en estas páginas de Castilla, lo castellano y los castellanos,
y de paso sus varias formas de acercarse a la prosa rural. La magnífica ruptura
del narrador con el autor que me encontré en el Diario de un cazador (y en su continuación, el Diario de un emigrante) me suena ahora un poco, digamos, excesiva.
Delibes echa el cuarto a espadas en la voz de Lorenzo, y eso remete la prosa un
poco demasiado, plagada de oralidad, sin espacios neutros, sin sitio para
escuchar sin identificar, es decir, para que el propio Lorenzo desaparezca
detrás de su historia. No dejamos de admirar el apabullante manejo del registro
oral, pero es eso, apabullante, algo como lo que sucede con Pacífico Pérez en Las guerras de nuestros antepasados, que
la voz se come al personaje. En La hoja
roja, por ejemplo, sí hay esos espacios, y el grado de oralidad resulta muy
convincente, tanto que nos olvidamos del jubilado que lo cuenta todo y nos
centramos en la historia que le incumbe. No es mucha la diferencia, claro, pero
ahora veo en Lorenzo y en Pacífico un horror
vacui al soltar giros y castellanismos que en el viejo Eloy está más
moderado, y a mi modo de ver es más efectivo.
Aún hay
una tercera manera de abordar la primera persona, particularmente en sus
diarios de caza y pesca, Mis amigas las
truchas o Aventuras, venturas y
desventuras de un cazador a rabo, ambos libros de principios de los 70, con
su punto carpetovetónico, fascinante de precisión cinegética, a media distancia
de la jerga popular y la del hombre culto que camina entre rastrojos; pero no
tan lleno de frases como en Cela, y quizá por eso más interesante, como suele
suceder.
Pero
también se ha referido Delibes al campo en tercera persona, y las cuatro
novelas mejor representadas en esta antología son buenos ejemplos de ello. La
de El camino sigue siendo una prosa
tersa, muy años 50, con ese barniz sonriente de las historias infantiles. Quizá
la más clara, la menos molturada. La muerte del Tiñoso, el pajarico que el
Mochuelo le metió en el ataúd, el amable final con el padre Pitillo, la
etnografía bárbara de las supersticiones populares, la tristeza por obligación,
sin más alegría que el placer melancólico de volver la vista al pueblo, a la inocencia,
etc. Me sigue resultando muy hermosa, pero demasiado gris del gris marengo que
cubrió entera la década de los 50. Se ve la imposición severa, pero ya le gana
la naturaleza. Nos dejamos llevar por el Mochuelo más que por la sombría
perspectiva del autor. Así que, cuando el Mochuelo tomó la palabra, o sea
Lorenzo, Delibes cobró una obra maestra como el que cobra una perdiz.
Esa
mirada seca también está en el cuento Los
nogales, del libro Siesta con viento
sur, un ejemplo de tremendismo subdesarrollado, al estilo Cela, otra vez (esto
no quiere decir nada: era el estilo de la época), cuando la desgracia es el
atraso y los hombres tratan de sobrevivir amarrados al árbol que les dio de
comer. El símbolo cenizo (el árbol, la piqueta, la zanja, la colmena, etc.,
etc.) se entona un poco a base de ternura, con la fragilidad de la última hoja
que queda sin caer y por ahí. Ese tremendismo reaparecería, en segunda vuelta,
con Los santos inocentes, y late,
cómo no, en Las ratas, quizá de todas
estas su novela más literaria, más rica, más hermosa. Lástima de título, la
verdad. Con los buenos títulos que apañaba Delibes, este lo condenó a una
discreta segunda fila cuando quizá sea su obra maestra, y el primero de los
vínculos (lejanos) que lo emparentan con Ferlosio. El Nini tiene algo mágico y
sencillo, de niño Dios que se sobrepone a las burradas del agro polvoriento y
castellano, un poco como Alfanhuí. Pero luego, en El disputado voto del señor Cayo, Delibes puso en práctica,
veintitantos años después, la estética de El
Jarama, es decir, barajar dos registros diferentes: la descripción lírica y
precisa del entorno natural y todo lo que tiene que ver con el pueblo, y la
solvencia retratista del diálogo, plagado de muletillas ya pasadas pero que
siguen retratando con fidelidad la época en la que fueron dichas. Esos
diputados barbudos son los mozos amodorrados de Ferlosio, que ahora ya tienen más
ilusión. Pero el campo, entre diálogo y diálogo, sigue eterno, hondo,
majestuoso. A los dos les dio excelente resultado.
Vuelvo a
Delibes ahora y le agradezco que tuviera la honestidad de plantearse los
problemas técnicos de siempre: primera o tercera personas, más o menos
oralidad, más o menos narrador. Cela dijo una vez que escribir en primera
persona era muy fácil. Ya. El vanguardismo juega siempre con ventaja. Lo
difícil es que hable Lorenzo, no empalmar cuarto y mitad de frases brillantes.
Lo difícil es que hable uno, no todos. Pero no siempre la primera persona es la
solución, y Delibes supo modular su lenguaje literario siempre a favor de la
historia, no del propio lucimiento. Torrente se arrellanó en una voz que servía
para la primera, para la tercera y para las personas que fuesen, la voz del
hombre que silba mientras trabaja, que dejó a Torrente ese fruncido de labios
como de tener siempre en la boca un hueso de aceituna. Torrente narraba, y dejó
a un lado el problema de la voz, el dificilísimo problema de la voz: cómo ser
otro y no estorbar la narración. El buen narrador lleva planteándose lo mismo
desde el principio de los tiempos. La vanguardia, cuando lo niega, simplemente
disfraza sus carencias, y por eso siempre me ha llamado la atención que
llamasen vanguardista a Cinco horas con
Mario y no al Diario de un cazador,
cuando todavía tiene más riesgo porque el margen especulativo es más estrecho.
Delibes hizo de mujer. No deslumbró porque era un monólogo, sino porque era
ella, una mujer, no un señor de Valladolid. Desde que Shakespeare creó al Ama
de Julieta y Cervantes a la mujer de Sancho, el reto es el mismo, no hay
vanguardias que valgan.
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