Leer otra novela de Julio Llamazares después de haber leído
la penosa El cielo de Madrid es un
caso clínico de reincidencia. El primer culpable es el lector. Uno debería
saber cuándo un autor ya no tiene remedio.
Y Llamazares, como novelista, ya no tiene remedio. Aunque también era injusto
no traerlo a esta serie campestre, sobre todo si su nueva obra, Las lágrimas de San Lorenzo, se remite,
como dice la solapa, en una de sus varias mentiras piadosas (de fe en el
comercio), a la legendaria La lluvia
amarilla, aunque visto lo visto casi preferiría que fuese una reseña de
memoria, de cuando la leí hace veinticinco años.
No es
nada raro que un novelista tenga principios prometedores y luego se quede en
nada. Lo que avalaba a Llamazares, antes de La
lluvia amarilla, eran dos buenos libros de poemas, La lentitud de los bueyes y, sobre todo, Memoria de la nieve, y una novela que ahora huele a celuloide revenido
pero que entonces sonaba muy fresca, Luna
de lobos. En La lluvia amarilla estaba
el poeta de Memoria de la nieve, que
sigue como el primer día. Los hermosos versículos que nombraban
cadenciosamente las palabras como si fueran frutos de la tierra se unieron en
un poema en prosa con aquella historia del pueblo abandonado.
Pero a La lluvia amarilla, según la recuerdo ahora, le sobraba ñoñería,
inflación musical. El siguiente libro, Escenas
de cine mudo (del que Las lágrimas de
San Lorenzo es mero reciclaje) era mucho menos ñoño, y también menos hispanoamericano
(había mucho en La lluvia amarilla de Rulfo y de García Márquez, aunque pasado
por el saludable cierzo leonés), y, como prosa, mucho más armado para una
novela. El libro estaba compuesto de estampas infantiles, un rimero de recuerdos
recogidos del desván, lo típico. Pero estaba muy bien escrito, y así se podía escribir una estupenda novela.
Llamazares la llamó novela porque entonces la falta de imaginación no era un
problema (ahora tampoco), pero el caso es que nadie la tomó como tal, y también
que entonces ya estaba escribiendo otra novela que iba a ser la pera y que se
llamaría El cielo de Madrid. Entretanto,
había escrito el último libro suyo que recuerdo haber leído con cierto placer, El río del olvido, un cuaderno de viaje
que le enseñó cuál era su verdadero género, uno que requiriese saber describir
(es decir, el dominio de los versos largos) pero no necesitase de imaginación.
Es lo mismo que le pasó a Cela, y eso que Llamazares, por aquella época,
publicó un célebre artículo, El arzobispo
de Constantinopla, creo recordar que se llamaba, donde ponía a parir a don
Camilo el del premio, aunque luego, en sus libros de viaje, Llamazares copiase
su técnica, su punto de vista y casi su estilo sin el menor reparo.
Tras os montes y La rosa de
piedra, otros dos libros de viaje, pasaron por buenos libros porque se
limitaban a las virtudes del autor, ese andar como aturdido por el mundo, ese
escribir que es todavía como ir escuchando el eco de los callejones. Pero los
cuentos me aburrían, y cuando, por fin, salió la esperadísima El cielo de Madrid la decepción fue
morrocotuda. No solo seguía sin pizca de imaginación, sino que daba la
sensación de que se le había olvidado hasta escribir, hasta el punto de que ese
genuino parto de los montes ha servido ahora como reclamo publicitario. La
solapa de Las lágrimas de San Lorenzo tiene
un aire a segunda oportunidad: ya sabemos, sugiere, que el libro anterior era
un desastre, pero ahora ha escrito como en La
lluvia amarilla, o sea, como cuando creíamos que era un novelista prometedor.
Y el caso es que esa falta de
imaginación, de potencia narrativa, es, paradójicamente, lo que le granjeó sus
primeros éxitos. Llamazares era el tipo de joven progresista con cara de
resfriado que se encorvaba mucho al hablar, cruzaba las piernas y con una mano
sostenía un cenicero de cerámica popular y con la otra un ducados al que le
daba hondas chupadas. Era el escritor aterido que viaja en un dos caballos por
el monte con una chica de belleza verosímil, y así sus novelas tenían un solo
protagonista, el escritor, el chico majo que escribe cuentos sobre el maestro
don Joaquín y la infancia en el pueblo. Había cientos de miles. Yo creo que
todos los estudiantes de letras de la década de los setenta escribieron un
cuento sobre cuando su abuelo se echó al monte y lo bueno que estaba el pan que
hacía su abuela. Era una forma de jipismo urbano, de andar con las manos en los
bolsillos y el cuello de la chupa bien subido por aceras negras y fachadas de
barrio antiguo, y los fines de semana cantarle a los zarzales. Llamazares
escribía lo mismo que todos los que querían escribir aunque no tuviesen
imaginación, pero lo hacía especialmente bien, parecía.
Pero él se empeña. Si se limitase a contar su vida, lo que le ha pasado
esta mañana, lo tomaríamos como un libro de viajes interiores, y esperaríamos sin
más la llegada de los párrafos hermosos. Pero él quiere inventar, quiere crear
personajes, quiere urdir historias. Y no le sale. Las lágrimas de San Lorenzo es una baraja de cuentecillos tópicos
con un elemento en común, el tempus fugit, vaya por Dios. Otra vez el abuelo,
otra vez el Dos Caballos, otra vez las reflexiones de pata de banco: “Pero la
vida no tiene vuelta. Como la juventud o el viento, la vida pasa y nunca retorna
por más que nos neguemos a aceptarlo, como les sucede a muchos”; otra vez la
sonoridad gratuita, el chiste involuntario: “…mi madre, que se quedaba a dormir
con él por las noches, y a mi tía, que lo hacía por el día”. Y otra vez el mal
disimulado autobiografismo resuelto en tópicos, en este caso el de un padre
viejuno que contempla con su hijo las estrellas, ay, o el de unas vacaciones en
la Provenza con una ninfa fumadora. Y otra vez, ¡y otra vez!, el tema del
escritor que escribe una novela. Todo es soportable menos la mala prosa, y lo
que podría parecer esfuerzo de nitidez se queda en oración simple. Llegar a la
esencia estética del ser humano no implica escribir redacciones escolares sobre
las vacaciones, y así, como si practicara ejercicios de gramática un verano por
la mañana, hay frases directamente ridículas: “Es como en medio del mar, donde
solo existe éste”. Todo está, por cierto, lleno de pronombres demostrativos. Es
como si se le hubiese caído una caja de pronombres demostrativos encima del
álbum de fotos que nos está contando. El estilo está como empanado. El rostro amodorrado
de Llamazares se traslada un poco a la sintaxis. No hay nada que pueda compararse
con un verso de Memoria de la nieve, y
lo que le sale no es una novela sino un ramillete de prosas bonitas (siempre y
cuando no se haga un lío con los pronombres demostrativos), es decir que,
puesto que no es novela porque no hay narración, tendremos que leerlo como un
poema en prosa. Y tampoco.
La novela es breve y se hace
larga porque, como no hay historia, como solo hay ciudades europeas de las que
solo se dan las señas y mujeres guapas de las que solo se dan los nombres de
pila, como solo hay hechos consumados, no acontecimientos (la madre con Alzheimer,
el padre y el hermano muertos, las separaciones traumáticas), el resultado es
que no se mueve, que es una negra y vulgar noche por la que van pasando
estrellas idénticamente mortecinas, e incluso se hace pesada por el viejo truco
de acumular lo dicho en cada capítulo, como en la canción de los elefantes, y
mezclarlo todo para que parezca más intenso. Pero es que lo dicho en cada
capítulo solo es eso, lo dicho, lo acontecido y muerto, la situación final de
la memoria para un tipo con la crisis de los cincuenta, razón por la que nos
repite cincuenta veces, de diversos modos, el profundo pensamiento de que la
vida se pasa enseguida.
Quizá solo haya una virtud que le
da cierta coherencia a la novela. Quizá la vida sea igual de deslavazada, quizá
los recuerdos sean así de simples, quizá esta forma de rellenar las páginas de
un libro sea la que dé una imagen más intensa de la fenomenal torrija que lleva
el autor.
Al menos me ha hecho reflexionar tu crítica. Principalmente porque como lector de La Lluvia Amarillo, me marco para seguir a Llamazares por todos sus caminos, incluso en la presentación de su obra, que en Teruel dirigió no hace muchos años Aurora -la profe del Ibañez-; y pensándolo bien, fue ella la verdadera protagonista del acto y la que dio contenido al mismo.
ResponderEliminarY debo darte la razón. Sobre todo porque esas críticas lo son de una generación, la mía, donde principalmente nos hemos movido con gran superficialidad y tópicos.
Si la virtud de la novela es la que pones de manfiesto en tu último párrafo...cualquier día de estos me animo a escribir una. JaJaJa
ResponderEliminarUn abrazo, Antonio
P.D. Personalmente prefiero que escribas sobre obras que te agraden.
Me ha encantado tu artículo. He leído y leo mucho a Llamazares y le tengo aprecio y respeto pero estoy de acuerdo en tus apreciaciones. El asunto de los pronombres demostrativos es sonrojante y viene desde hace unos cuantos libros. ¿Qué le ha pasado? Y lo digo con pena.
ResponderEliminarJuan
Hola. Coincido en lo que afirma de El cielo de Madrid. Me pareció un bodrio, una prosa gris, mediocre, de un escritor sin ideas, que iba acumulando clichés, postureos, para afirmar que no tenía nada qué decir. Un fiasco en toda regla.
ResponderEliminarMe gustó La lluvia amarilla cuando lo leí hace 20 años, y Tras Os montes también. Y me pasa como a usted que si vuelvo a tener un libro de Llamazares entre las manos me preguntaré qué estoy haciendo, pero la cabra tira al monte y hay escritores a los que nos gusta volver una y otra vez, sin que sepamos muy bien el porqué.