En 1978, con la democracia, Delibes encontró el cine. Ya en los 60, Ana Mariscal había adaptado El camino, pero a partir
de 1976, con la versión de Mi idolatrado
hijo Sisí, y, en 1977, con la de El
príncipe destronado, Delibes
se convirtió en habitual de la cartelera. Así que, cuando publicó El disputado voto del señor Cayo, Delibes
ya escribía, por así decir, cinematográficamente. Eso se le nota mucho a la
novela, y quizá sea su peor defecto. Uno ve los planos cortos, las escenas tópicas,
los gestos característicos. Hay excesivo diálogo instrumental y una morosidad descriptiva
que no piensa en la lírica sino en el travelling. No he visto la película de
Antonio Jiménez Rico, que quizá me parezca muy literaria. Hablo solo de la novela.
No me
gustan los guiones narrados. Es posible que de Las ratas Jiménez Rico también sacase una gran película, pero Las ratas se concibió como novela, no
como película, y como novela está bastante por encima de El señor Cayo. Pero esto puede también verse desde el otro lado.
Con el cine Delibes encontró un filón cuya cumbre quizá sea Los santos inocentes, pero también de menor
importancia literaria que Las ratas e
incluso que El camino. A él lo hizo
rico y famoso, y para un crítico de la época tampoco era difícil encontrar
argumentos que lo justificasen.
El disputado voto del señor Cayo está
escrito como quien lava. Más que verse la idea clara, se ve la sencillez con
que la ha compuesto, el oficio sin complicaciones con que ha juntado los
elementos y los ha movido un poco para que encajen. Unos jóvenes malhablados,
cinematográficos, machaconamente bobos, que van a presentarse a las primeras
elecciones democráticas y llegan hasta el último pueblo de la provincia, se
encuentran con un Gandalf con boina de Castilla la vieja que les enseña las
virtudes de la naturaleza. Cuando están más convencidos los políticos de ciudad
que el votante de pueblo (cuando los actores sonríen tiernamente mientras habla
el abuelo en un decorado de casa rural), aparecen unos fachas en un coche que
le pegan un palizón al candidato progresista, un joven barbudo. De regreso a la
ciudad, borrachos de Soberano, sus aburridos diálogos malsonantes escribirán
varias veces la tesis y su estrambote, a saber, y como dice un personaje beodo
y malherido que habla con elocuencia de Basilio moribundo, “¿de veras te parece
más importante recitar Althusser que conocer las propiedades de la flor de
saúco?”. Y sin embargo, ay, “esto no tiene remedio”, porque los fachas de
ciudad sacan las cadenas, pero el sabio rural tampoco se habla con el único vecino
que queda en el pueblo.
A esta
carpintería de teleserie Delibes aplica una receta de Sánchez Ferlosio. En El Jarama, el contraste entre los
diálogos planos pero sabrosamente cercanos de los muchachos (o, sobre todo, por
lo que a Delibes toca, de los venteros) y la maravillosa oda en que se
convierte cada mínima, precisa descripción, no solo hacía funcionar muy bien la
novela sino que iba manteniendo un juego de contrastes literarios: la poquedad
coloquial a la luz de la grandeza descriptiva; la hermosura de la precisión que
subraya la naturaleza de los personajes. Aquí Delibes ha extremado el
contraste. Las descripciones del pueblecico donde van los candidatos son bellísimas,
un jugoso prado donde florecen los endecasílabos (“la vaina erecta sobre el
tallo”), de la categoría de las inmejorables descripciones de Las ratas. El mundo del señor Cayo es
esa precisión emocionante que vamos buscando. El señor Cayo es el nombre de las
cosas, la pureza de los movimientos, la sabiduría del silencio, etc. Y a este lirismo
antropológico se le oponen los chicos de ciudad, el joven barbudo, la mujer concienzuda
y concienciada, y el perfecto gilipollas, Rafa, un error de personaje (para
enseñarnos que hay idiotas sin gracia no es necesario emplear más que media
docena de líneas, no un personaje entero). Con ellos Delibes dialoga, no
describe, y sus diálogos están trufados de un cheli cogido con pinzas (“¡Joder,
qué tíos! Yo no sé si están carrozas o se quedan con nosotros”), usado como los
nombres de setas, para decorar, para dar ambiente, sin naturalidad de ninguna
clase, y con una mujer joven y atractiva que dice “cacho puto” cada dos por
tres, algo absolutamente imperdonable (como también lo es, dicho sea de paso,
que Delibes -al describir, no en esos diálogos tan cutres- repita tres veces
tres el verbo embutir aplicado al
acto de vestirse). Quiero decir que se nota que ahí Delibes no solo está
pensando en dónde poner las cámaras sino en dejar constancia de un presunto
lenguaje callejero que suena a parodia de revistilla, a teatro aficionado. El
tacto y el amor con que nos pinta el campo contrasta demasiado, en fin, con los
brochazos de betún con que desdibuja a los candidatos, que no entienden de
saúcos. Delibes, como cualquier otro escritor, triunfa cuando comprende a su
personaje, sabe pensar como él, y aquí se limitó contribuir de mala gana al Diccionario
cheli que cuatro o cinco años después sacaría Umbral. Es como si la novela
entera la hubiera escrito el señor Cayo, que no entiende a santo de qué hablan
así, con tanto taco y sin llamar las cosas por su nombre.
Fue
Umbral el que dijo una vez que en una novela sobre el mar de Delibes (no me
acuerdo del título y, ya que cito a Umbral, no me voy a levantar ahora a
mirarlo) se notaba que manejaba el diccionario, los tecnicismos, los nombres de
las velas, pero que la novela no olía a mar. Y así es. Cuando Delibes habla del
campo, del señor Cayo, aquello huele a campo, pero cuando habla de la ciudad,
de los jóvenes candidatos, aquello huele a diccionario. Y tendría que haber
olido al escay de los asientos de los coches, a los ceniceros de tabaco negro,
al engrudo de pegar carteles, al hedor corporal de aquella época. Y no huele a
nada de eso. Huele a celuloide arrugado y a parodia intergeneracional, a cómo
los viejos hacen de jóvenes en las bodas, y dicen: “oye, carroza”, y añaden: “como
se dice ahora”, y se ríen como si fuera un chiste. Con el cine, en cierto modo,
Delibes también inauguró la vejez.
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