Jane Austen es inagotable. Cuando terminemos con esta
sinuosa serie campestre debería volverme a leer todas seguidas sus novelas.
Entre otras muchas certezas que manan de su lectura, Austen sirve para entender
a los ingleses, su sano desprecio por la superchería, su relativismo irónico,
al tiempo que su capacidad para creerse su carácter y no poner a la existencia
más dificultades de las que la existencia tiene de por sí. Flora Post, la hija
de Robert Post, es una inglesa de los años veinte, empeñada, como Emma, en
casar a la gente, pero no por el motivo turbio de las alcahuetas, sino para
ofrecerles una vida mejor, y de paso entretenerse. Flora Post llega a una
granja sórdida, llena de paletos atemorizados por una idea enferma de la famila
y de la moral, y se propone redimirlos por puro pasatiempo, como las hadas
buenas. No lo hace llevada por un trauma sin resolver ni por un secreto fatal,
no movida por la soledad o la indigencia. Tampoco lo hace por amor a la vida
rural ni como pago de nada. Lo hace por deporte, porque le apetece, porque le
da la gana, y teje una red de sentimientos que nunca la atrapan a ella. Es una
mujer joven y culta, de la Inglaterra de D.H. Lawrence o de los bohemios de
Bloomsbury, hija del cine y del aeroplano. La novela, muy al final, nos lleva a
pensar que lo ha hecho por un motivo igual de higiénico, saber si quiere o no
casarse con Charles. Ha ido formando parejas y reanimando modorras, rescatando
todo aquello que puede decorar la vida moderna, el joven enamorado del cine,
como un Clark Gable de pueblo; la ninfa Elfine, con quien interpreta el papel
de Pygmaliona; el bruto Urk, que acaba casado con la ninfa pobre de Thomas
Hardy, que en esta novela es más alegre y follaora; el predicador Amos, que
queda mucho mejor en las colonias, encima de una camioneta Ford, y allá lo
empaqueta Flora; o, en fin, la vieja Ada Doom, que lleva veinte años encerrada
en su cuarto, velando porque la granja no se descomponga, que todos se cuezan
dentro en un caldo de supersticiones y miedos infundados. A todos los hace
modernos, a todos los mete en un avión y los manda a vivir la vida lejos de la
vaca y de los traumas familiares. La narradora, también Flora, pero otra Flora
llamada Stella Gibbons, lo resume muy bien en la escena del sermón de Amos, un
local lleno de sudor y humo, lleno de aldeanos que se divierten pasando miedo.
En medio de semejante monumento al judeocristianismo, Flora encuentra un
conocido, un hombre relativamente normal, y cuando lo saluda le dan ganas de
decirle: “El doctor Livingstone, supongo”.
En esta
parte sarcástica de la novela (sarcasmo de Thomas Hardy), Gibbons se ensaña con
esa religiosidad oscura que convierte a sus feligreses en víctimas gratuitas de
sí mismos, los llena de culpas y de impulsos escondidos, de morales estúpidas y
una fe primitiva en cualquier tontada sobrenatural. La vieja Ada Doom repite
que cuando era una niña vio algo sucio en la nevera, y Judith, otra redimida,
acaba en un psicoanalista. Gibbons va barajando todos los emblemas de su época,
para ella limpiar la granja es sacar al toro a que corra por el campo, abrir
las ventanas y convencer a la vieja de que no piensa más que tonterías, que se
vaya a vivir la vida y se olvide de la puta granja. Hay que extirpar la
religión (Amos), la superstición (Urk) y la costra de complejos y aturdimientos
en que para Gibbons suele consistir ese judeocristianismo. Lo gracioso es que
una muchacha bon-vivant sea la enviada para redimir a una familia reprimida por
una idea falsa de la redención.
¿Y qué hay,
en todo esto, de campestre? La granja en esta novela es una cárcel gratuita. El
campo, unos cuantos fragmentos que, muy cervantinamente, la narradora señala
con dos o tres asteriscos según sea su nivel estético. La Aurora de dedos de
rosa es uno de esos párrafos espléndidos, un poco hipertrofiados, que solo
sirven para dejar claro que tampoco hay que tomárselo tan en serio como se lo
toma Hardy, o incluso Lawrence, a quien, según dice el espléndido traductor
(José C. Vales: enhorabuena), Gibbons caricaturiza en el personaje de Mybug, un
sátiro exquisito, gordo y pesado; pero también deja claro que no es difícil
escribir así, pero que la novela necesita otro tipo de lenguaje. Y en eso, en
el lenguaje, la novela es espléndida. Puesto que los personajes son caricaturas
más o menos planas (más que evolucionar, responden a la varita mágica), la
protagonista se erige en una especie de Mary Poppins con la elegancia de
Virginia Woolf pero sin sus tormentos nebulosos. Y la verdad es que, mientras
la autora no procede a darle un sentido a todo, a cerrarlo, la novela es una
verdadera delicia. Se me hace un poco más pesada en las escenas tumultuosas, el
aquelarre general en el cuarto de la vieja, o la boda de Elfine, algo cansina
(las bodas, o se ponen al principio, como Zola en La taberna, o se cuentan en
una página: largas y al final siempre me resultan excesivas), y se me hace un
poco menos creíble ese final no sarcástico, forzadamente sincero, ese tener las
cosas demasiado claras después de todo. Pero reconozco que es un problema mío con
los finales orquestales. Prefiero que las novelas finalicen por sí mismas, sin
necesidad de rataplanes. Pero, ay, estamos en los albores del cine, y estos
rataplanes iban a durar un siglo como poco, y siguen durando. Pocas comedias se
escribirían después sin una boda excesiva, en una lenta deflación de la
sonrisa. Todo lo demás, todo lo mucho previo al rataplán, aunque no sea muy
campestre, es, desde luego, muy higiénico, muy natural.
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