Geórgicas,
IV, 116-148
Y
si yo, en verdad, casi al fin de mi labor
no
fuera ya plegando velas y a tierra la proa
corriese
a enderezar, acaso cantaría
al
arte del cultivo que cura y embellece
los
frondosos huertos, los rosales de Pestum,
que
tienen dos floradas, cómo la endivia goza
bebiendo
en el arroyo y verdean de apio
las
orillas y crece, torcida entre las hierbas,
la
panza del cohombro; y no habría callado
al
narciso tardío en echar la melena
o
a la penca del cardo flexible y a las pálidas
yedras
y a los mirtos, que aman la ribera.
Recuerdo
haber visto, bajo los torreones
de
la alta ciudad de Ébalo, allí donde
baña
el negro Galeso los campos amarillos,
a
un viejo coricio a quien pertenecían
unas
pocas yugadas de tierra abandonada,
y
la mies ni era fértil para darle a los bueyes
ni
buena para el rebaño ni al gusto de Baco.
Él,
sin embargo, ralas plantaba las verduras
entre
los matorrales, rodeadas de lirios
blancos
y de verbenas y de ricos ababoles,
e
igualaba en orgullo el poder de los reyes
y
al volver a casa, entrada ya la noche,
de
balde en las mesas manjares descargaba.
El
primero en coger rosas por primavera
y
frutas en otoño, y si el lóbrego invierno
quebrara
con el frío hasta la mismas peñas
y
frenasen los hielos el curso de las aguas,
pelaba
de un blando jacinto la melena
y
del tardo verano y los céfiros remisos
iba
despotricando. Conque era el primero
en
tener abundancia de crías de abeja
y
de enjambres repletos, e hiñendo los panales
en
extraer de ellos la espumosa miel:
había
puesto tilos y ubérrimos laureles,
y
de cuantos frutos se hubieran vestido
con
renovada flor los árboles fecundos,
otros
tantos maduros cogía en otoño.
Los
olmos ya crecidos trasplantó en hileras
y
el recio peral y el espino con prunas
y
el plátano que sombra ofrece a los que beben.
Pero,
como me salgo de los estrictos límites,
voy
a pasar por alto estas evocaciones
y
dejarlas a otros que vengan tras de mí.
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