Estoy terminando el libro de Jason Webster La montaña sagrada, que me recomendó un amigo cuando vio la serie que había empezado. Las últimas tres o cuatro lecturas campestres han sido por recomendación de lectores del blog, que a su modo van trazando una línea distinta de la que yo en principio me había marcado. Mucho mejor así.
Esta de Jason Webster me la recomendaron más
por su amenidad que por su profundidad, y desde luego es amena, muy en la
línea de Chris
Stewart (el de Un loro en el
limonero, no el de los otros dos), escrita en prosa tersa y ágil, prosa británica de libro
de viajes y de curiosidades geográficas, aunque también, y ahí está lo malo, prosa
de novela robinsoniana. Si hubiera que juzgarla por lo primero, sería un ejemplar
ortodoxo del género: el viajero que sin remilgos ni prejuicios se va a vivir en
carne propia lo más lejos posible de las piedras húmedas de
Oxford. El viajero va recogiendo datos geológicos y leyendas populares, recetas de
cocina y páginas de la historia del Maestrat de Castelló, a donde se ha
ido con su novia, que se llama Salud y es valenciana, a un mas de las faldas de
Penyagolosa, allí a vivir. Igual que Chris Stewart se fue a Las Alpujarras, Jason
Webster se fue a Peyagolosa. Los dos se llevaron una mujer silenciosa y escéptica y los dos
encontraron a un espécimen del terreno que les contó los secretos del agua. Jason Webster
encontró además un contador de cuentos inverosímil, Faustino,
que más que hablar lee la Wikipedia.
Y ese es el problema. En Stewart había
un impulso robinsoniano, pero en
Webster está claro que por mucho que vea crecer las cebollas con el agua del
fregadero en condiciones neolíticas no hay descanso, no hay contemplación. Por mucho
que se nombre a la naturaleza no hay naturaleza. Webster la describe pero se le
escapa, o más bien la cubre con la estameña del horror vacui. Su sano miedo a no
hacerse pesado le lleva a no quedarse quieto, a cambiar de asiento cada pocas páginas, como si
zapeara entre el canal historia, el canal geografía y el canal 9.
Esta hiperactividad narrativa le lleva a explicarlo todo brevemente, la receta
de los caracoles, las plantas de rocalla, el hambre del mulo, cómo funciona un
alambique, la leyenda de la Virgen del Romero, el posjipismo sandalioso, los
escondites de los maquis y demás apartados de la wikipedia del
Maestrazgo castellonense, de modo que lo que habría podido ser un
hermoso libro de viaje, o incluso de aventura, se queda en folleto turístico con
pespuntes narrativos. Cada capítulo lleva una cenefa erudita de
adorno, un fragmento del Libro
de Agricultura de Awam, y una
coda folklórica, una leyenda mítica de la zona, con ese aire de tontería que suelen
tener las leyendas míticas de la zona, de cualquier zona. Resulta poco convincente, en
ese sentido, que intente atar los cabos a cuarenta páginas del final
entonando una oda no muy bien engastada sobre las leyendas que brotan de la
tierra. Es el fragmento hondo, como antes era el fragmento histórico y antes el
gastronómico.
La naturaleza
tiene que ser sentida. Stewart la sentía, es decir, sabía mostrar que
la sentía. Los episodios son más sosegados, parten de cualquier
minucia cotidiana, no de ningún secreto de novela de aeropuerto, y se
dejan llevar hasta que la narración escucha lo suficiente a la naturaleza
para que sea la naturaleza la que explique lo que tiene que decir. Como libro
turístico, el de Webster está muy bien, pero como “un viaje hacia la
autenticidad, la lentitud, el silencio y las leyendas de un paraíso perdido”,
que es lo que dice la portada, debajo del título, me temo que no consigue lo que se
propone. El error, a mi juicio, está en querer narrar lo que solo había que anotar,
en acumular demasiadas historias y no quedarse en una sola que nos permita
conocerlo todo un poco mejor. Y en usar, sin descanso, un tic que me pone malo,
típico de los
talleres de escritura, ese y
de pronto una sombra en la cocina para
presentar al gato. De pronto unos disparos más allá de los arbustos
para decir que hay cazadores, de pronto unas huellas extrañas para decir
que hay jabalíes, de pronto un envío misterioso para desempaquetar un alambique.
Eso, en este libro, es constante, y seguramente es lo que hay que hacer cuando
se escribe prosa de aeropuerto (no sé, no vuelo cuando leo), pero desde
luego no es lo más indicado para hablar de la autenticidad, la lentitud o el
silencio. Hay un tráfico narrativo que en vez de darnos la impresión de ser una
casa perdida en el monte parece un zoco de turistas y algún que otro
personaje de cuando se rodó El Cid en Peñíscola, que
también se nombra en el fragmento de curiosidades. La única aventura
posible en un mas del Maestrat es el silencio interminable, no este jaleo.
Lo voy a
terminar porque es entretenido. Tan entretenido a veces como pasar un rato en
la red. De pronto hay una situación, un contexto, un personaje, y a
vuelta de página se aparece San Vicente Ferrer o el Papa Luna, y aún no sé si de aquí al final no
saldrá la biografía de Rita Barberá. Viene bien para recordar la fecha del
tratado de Avignon o qué significa la palabra morisco, pero mientras tanto no vemos crecer
a los tomates, no sentimos correr el agua en el manantial, no sabemos qué hay dentro del
silencio ni de la lentitud. Todo es bullicio de taller narrativo, de literatura
editorial. Es una opción, porque Webster, en líneas generales, escribe bien, quiero
decir que no le hubiese costado, en vez de rellenar casi cuatrocientas páginas de
episodios turísticos, dejar el libro en la mitad, incluso menos, en la historia
del hombre que se va con una mujer a un mas del Maestrat, a no ver a nadie y
vivir al ritmo del las cebollas. Así, con este permanente añadido, los
personajes son indiscernibles, nada más presentárnoslos se nos
los llevan, que llega una postal de Inglaterra y Webster introduce una pequeña historia de
cuando era niño. La sensación es que cabe todo. Se encuentra a un
aldeano por el camino y cuando habla parece el profesor Pío Font Quer. Robinson
no hace listas de ventajas y de desventajas sino que pasa el tiempo enganchado
a internet.
Literatura campestre también es El hierro en la ijada de nuestro paisano Clemente Alonso Crespo. Habla con nostalgia y con todo el sentimiento de la supervivencia de su familia y de las gentes del campo en Orrios y Alfambra en los años 50.
ResponderEliminarPublicado hace unos 20 años ha pasado al absoluto ostracismo debido a la politica editorial imperante.
Para mi es un libro impresionante.
El anónimo anterior te plantea una muy buena recomendación. La novela se presentó en abril de 1993 en Zaragoza, aunque llevaba ya escrita algún tiempo, cuando Clemente todavía ejercía en el IB "Luis Buñuel".
ResponderEliminarSigo insistente en conocer tu opinión de la trilogia, DE SUS FATIGAS de John Berger
ResponderEliminarEn muchas ocasiones me refiero a la identidad con mi pasado, la cultura campesina que se perdio.
Hay un autor que expresa como nadie como es esa cultura campesina y el sufrimiento con que vivieron su desaparición. Se trata de Jong Berger. y su trilogia "De sus fatigas":1. Puerca Tierra, 2.Una Vez en Europa y 3 Liga y Frag.
"Otros se fatigaron y vosotros os aproivecháis de sus fatigas". Con esta cita de San Juan, 4, 39, introduce John Berger el primer volumen. Puerca Tierra.
Si tuviera que quedarme con uno de los relatos de este tomo, seria con: Las tresvidas de Lucie Cabrol.
Jong Berger concluye su primer volumen, Puerca Tierra, con un Epílogo Histórico. En él dice que se opone a que la literatura sea pura diversión, porque entre otras causas es un insulto para el lector, para la experiencia que se quiere comunicar y para el escritor. Por ello con éste epílogo explica su libro, y nos expone la perdida de la vida campesina en Europa.
Te envio un enlace en el que puedes acceder a ese epílogo escaneado, por el mensaje que transmite, y porque no dudo que tras leerlo, sino lo habéis hecho ya, te lanzaras a la lectura de esta trilogia de John Berger.
https://drive.google.com/folderview?id=0B8oFjdXsCIz5elBOTXJZc0t4YU0&usp=sharing