Geórgicas, IV, 197-218
Asombra una costumbre que agrada a las
abejas,
que ni quieren la cópula ni a Venus
indolentes
abandonan sus cuerpos o paren con
esfuerzo:
ellas mismas, en cambio, escogen con la
trompa
las crías de las hojas, de las delgadas
hierbas,
ellas mismas procuran un rey y sus
pequeños
ciudadanos, y vuelven a erigir la corte
y los reinos de cera. A menudo,
incluso,
en duros peñascos las alas se quebraron
en su errante vagar, y bajo los bagajes
el alma se dejaron: tanto es su amor
a las flores, la gloria de fabricar la
miel.
Y aunque de su breve vida el fin les
llegue,
pues no va más allá del séptimo verano,
sin embargo perdura la raza inmortal
y aguanta muchos años la dicha de la
casa
y se cuentan abuelos de abuelos. Así es
que
ni el Egipto venera de tal modo a su
rey
ni la Lidia anchurosa o los pueblos de
los partos
o el Hidaspes medo. Mientras el rey les
dura
en todas las abejas hay un solo
corazón;
cuando ya lo han perdido, quedan rotos
los pactos,
ya mismo han saqueado la miel que
almacenaron
ya dejan destrozada la trama de
celdillas.
Él es el que vigila los trabajos, lo
admiran
y con denso zumbido lo rodean y
escoltan
todas arracimadas y lo alzan en hombros
y le ponen sus cuerpos de escudo en la
guerra,
y de hermosa muerte buscan caer
heridas.
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