12.7.13

Dentro del puño


Hay un concepto japonés, ma, que designa el espacio y tiempo, el silencio imprescindible, el vacío que sirve para dar sentido a todo lo que está ocupado y a todo lo que sucede. Digamos que el pasado sábado, en el bar Tropezón, de la Iglesuela del Cid, el famoso jugador de morra Cruz III fue vencido por el ma.
   Se enfrentaban la pareja Cercós y Pitarch, que juegan a la catalana, y la local de los hermanos Cruz. Fue un combate extraordinario. Ya desde las primeras rondas quedó de manifiesto la abrumadora superioridad de Cruz III, que acorralaba a sus adversarios con agobiantes andanadas y sacaba siempre la mano alternando arriba y abajo, de modo que sus oponentes no tuviesen margen para la predicción. Pero hubo tiempo, y espacio, y nadie bajó los brazos.
   La estrategia de Cruz III es tan antigua como el juego, y por eso mismo la que distingue a los grandes jugadores. El adversario, si quiere seguir concentrado en los movimientos de su contrincante, empieza a dejarse llevar por una misma sucesión de apuestas que determinan su derrota. La morra es un juego de pocos elementos, pero muy delicados, llenos de tiempo interior. El uno se apuesta con el puño; el dos, con el pulgar y el índice; el tres, con esos dos y el corazón; el cuatro sin el pulgar, y el cinco con la mano abierta. El hecho de que el pulgar solo se use en tres apuestas (2, 3 y 5) hace que el movimiento para cualquiera de ellas cambie drásticamente con respecto a las otras dos. Sacar el pulgar cuesta más tiempo que sacar el índice y el corazón, por eso conviene sacarlos con el brazo en movimiento, para que esa diferencia mínima, ese espacio de entretiempo no sea detectado por el contrincante, que, si es tan hábil como Cruz III, puede tener mecanizada la respuesta sin necesidad de calcularla. Era difícil saber quién movía los dedos de Cruz III, si su instinto o su agilidad mental, o su experiencia, que viene a ser la suma de ambas virtudes.
   Secundado con seriedad por Cruz I, la pareja se mostró imbatible durante los primeros enfrentamientos. Cruz III se concentra con la cabeza baja, con los labios fruncidos y los ojos clavados en el puño, como auscultando esos espacios internos, el vacío que se necesita para burlar al tiempo y entrar en el terreno del rival; pero luego yergue la postura y ataca de frente, con una decisión que intimida, y la falange del pulgar engatilla el dedo índice de modo que nunca termina de cerrar el puño y, más que abrir la mano, la dispara. Cruz I, por su parte, medita de espaldas al espacio de juego, no es tan agresivo en la constancia y la movilidad de sus apuestas, pero con sus aciertos brinda márgenes de riesgo al compañero.
   Ninguno de los cuatro retuvo el juego por alargar los cantes. Todos golpearon seca, noblemente. Pitarch se batió con brío y mantuvo prolongados duelos, pero esos últimos tantos de Cercós al gran Cruz III fueron lo mejor de la noche. No solo estaban en juego las cervezas sino también el orgullo. Cercós representa la morra bajoaragonesa, y los temibles hermanos Cruz la morra del Maestrazgo. Todavía no contamos con un estudio riguroso que aborde sus diferencias y similitudes, pero, a tenor de lo visto en la noche del sábado, se pueden incorporar algunas observaciones a los materiales de la investigación. Los Cruz están hechos a una morra seca y elevada, muy intensa e isócrona, como un constante y veloz martilleo que provoca los errores del contrario. Cercós, en cambio, iba de menos a más. Sujetaba los primeros envites y esquivaba las repeticiones, pero cuando entraba en el punto tiraba con más arrojo incluso, y si el punto se hacía largo protagonizaba intensos cuerpo a cuerpo. Su juego es más fogoso, brillante en el fragor de la batalla, discreto en los puntos cortos, en el juego sin espacios. 
   Ni Cercós ni Pitarch cejaron en su empeño hasta que en las últimas rondas equilibraron el tanteo e incluso Pitarch amarró varios puntos espectaculares, un torrente de apuestas, un intercambio de golpes numerados aleatoriamente con el implacable Cruz I. Pero ese gran último punto entre Cercós y Cruz III desdibuja los distingos: era morra en estado puro, la intuición y la técnica, la constancia y el arrojo. Cercós había ido creciendo en concentración conforme avanzaba la noche. No perdía de vista la mano del adversario, la abertura del puño, jugaba con sus mismas cartas y en su extrema concentración había logrado meterse incluso en los cambios a cuatro, que son los momentos más vertiginosos. Cruz III sacaba el cuatro abajo con la palma, Cercós lo metía por arriba con el dorso. Cruz III le buscaba el dos, le repetía las que le sacó con otros doses, y se cebó tanto con los doses altos y los cuatros bajos que repitió un par de veces un ata- que con el puño después de tres salidas, algo que Cercós cogió al vuelo y remató el tanto, que duró varios minutos, con un cuatro por arriba con los dedos y un cinco con los labios que dejó a Cruz III sin posibilidades, consciente de un error que no había durado más de media décima, ni siquiera eso. Cruz III se quedó con la mirada fija en el puño, el que guarda el secreto de sus victorias. Estaba tan prieto que no hubo tiempo de empezar a abrirlo. No hubo espacio. 
   El público jaleaba el tanto entusiasmado, y salió del bar muy satisfecho del gran espectáculo que acababa de presenciar, e intercambiaba cálculos y apuestas para el próximo enfrentamiento, que tendrá lugar en primavera. 


Ilustración de Juan Carlos Navarro 

El pastor Aristeo

Con este famoso epilio termina el libro IV de las Geórgicas y el poema entero de Virgilio. Empecé a colgar fragmentos en este blog, ahora lo veo, hace siete años. Dejo para el resto del verano las labores de martillo y formón, los cantos, las rebabas, pero la traducción ya la doy por terminada.


Geórgicas, IV, 315-566

   ¿Qué dios, oh Musas, quién nos trajo esta industria?
¿Dónde tuvo su origen este nuevo saber?
El Pastor Aristeo, como es bien sabido,
cuando huía del Tempe, en el río Peneo,
y después de perder por las enfermedades
y el hambre a las abejas, se detuvo afligido
en la fuente sagrada donde nace este río
y entre muchos lamentos habló así a su madre:
«Madre, madre Cirene, que moras en el fondo
de estos remolinos, ¿por qué, si es verdad,
como dices, que Apolo el timbreo es mi padre,
de alcurnia preclara de dioses me creaste
para que me odiasen los hados del destino?
¿Dónde fue a parar el amor que me tenías?
¿Por qué me diste orden de esperar el cielo?
Es que incluso esta gloria de mi vida mortal
que la diestra custodia de mieses y ganados
después de hacer a todo me trajo a duras penas,
aun siendo tú mi madre la tengo que dejar.
Ea, que arranque tu mano mis árboles frondosos,
fuego lleva enemigo y prende los establos,
arrasa las cosechas, incendia los bancales,
levanta el hacha recia y acaba con las viñas,
si es que tanto enojo te causó mi honor.»
Mas la madre el sonido en su lecho sintió
en lo hondo del río. Alrededor de ella,
ya las ninfas hilaban vellones de Mileto
teñidos del color oscuro del vidrio,
Nesea y Espío y Talía y Cimodoce,
suelto el limpio cabello sobre los blancos cuellos,
y Drymo y Ligea y Janto y Filodoce,
y Cidipe y la rubia Lícoris, la una virgen,
la otra ya por entonces experta en las primeras
fatigas de Lucina, y Clío y su hermana,
Béroe, ambas hijas del Océano, ambas
de oro y de pintadas pieles ambas ceñidas,
y Éfira y Opide y la asiana Deiopea
y la rauda Aretusa, al fin depuestas las flechas.
Entre ellas estaba contándoles Climene
los inútiles celos que ocupan a Vulcano,
la astucia y los goces furtivos del dios Marte,
y empezando en el Caos narraba de los dioses
sus densos amoríos, mientras ellas devanan
cautivas del poema, con huso suaves copos,
y otra vez llegaron a oídos de su madre,
las quejas de Aristeo, y todas sorprendidas
quedaron en su escaño de cristal. Y Aretusa,
saliendo a mirar antes que sus otras hermanas
sacó rubia cabeza por cima de las aguas
y dijo desde lejos: «Oh hermana Cirene
no en vano te asustas de tan grandes lamentos,
es él, Aristeo, tu desvelo mayor,
quien llora junto al padre Peneo sin consuelo,
y con razón te llama cruel». La madre, su alma
herida por un nuevo temor, «Tráelo», dice,
«vamos, tráelo aquí con nosotras, que es justo
que pise los umbrales de los dioses». Al tiempo,
ordena separarse a las profundas aguas,
bien abiertas, por donde pueda el mozo entrar.
Y una ola curvada en forma de montaña
rodeó al muchacho y en su enorme seno
lo acogió y hasta el fondo del río lo condujo.
Iba ya Aristeo entonces admirando
la casa de la madre y sus húmedos reinos,
los lagos cerrados dentro de espeluncas,
los bosques resonantes, y él, estupefacto
ante el movimiento enorme de las aguas,
los ríos contemplaba todos, que se deslizan
con rumbos diferentes bajo la ancha tierra,
el Fasis y el Lico y la fuente donde brota
el profundo Enipeo, y donde el padre Tíber
y donde las corrientes del Anio, y el Híspanis
que suena estruendoso entre los peñascales
y el Caico de Misia, y con un par de cuernos
dorados el Erídano, y apariencia de toro,
no hay ningún otro río que fluya más violento
por fértiles cultivos hasta el mar purpúreo.
Y en que hubo llegado a la bóveda de piedra
que cubre su morada, sintió Cirene el llanto
inútil de su hijo, y límpida aguamanos
le ofrecen las hermanas, paños llevan de raso.
Unas ponen las mesas cargadas de manjares
y otras las copas llenan, ardiendo está el altar
con fuegos de Pancaya, y la madre le dice:
ven, coge estas copas de vino de Meonia
y en honor del Océano haremos libaciones.
Y al mismo tiempo eleva sus preces al Océano,
que es padre de todas las cosas, y a las ninfas
hermanas que cien bosques protegen y cien ríos.
Tres veces derrama Cirene néctar líquido
en el fuego vestal, y tres veces la llama
subió resplandeciente a lo alto del techo.
Afirmando el ánimo con el augurio, dijo:
«En el fondo del Cárpato, del reino de Neptuno,
se encuentra un adivino, el cerúleo Proteo,
que cruza el vasto mar en un carro tirado
por peces que también son bípedos caballos.
Ahora mismo está Proteo visitando
los puertos de la Ematia y su patria, Palene;
las ninfas y el anciano Nereo le tenemos
en gran veneración, pues, como adivino,
sabe todas las cosas, las que son, las que han sido,
y las que traerá después el porvenir;
y como así a Neptuno le avino, sus rebaños
apacienta monstruosos debajo de las aguas
y a sus horribles focas. Antes que nada, hijo,
lo tienes que amarrar con lazos a Proteo,
para que así te explique el origen del mal
y le dé solución. Pues no dará consejos     
si no es por la fuerza, ni ablandarás con ruegos;
emplea fuerza bruta y cuando lo tengas preso
aprieta las cadenas; solamente con ellas
se quebrantan inútiles al fin sus artimañas.
Yo en persona, cuando el sol haya encendido
ardiente el mediodía y las hierbas pasan sed
y los ganados van buscando ya la sombra,
te conduciré hasta la guarida del viejo,
allí donde del agua cansado se retira,
para que te resulte más fácil atacarlo
mientras yace dormido. Pero cuando lo tengas
sujeto con las manos y con las ataduras,
tratarán de engañarte apariencias diversas
y semblantes de fieras. Se trocará de pronto
en un cerdo con púas y en un tigre negro,
en dragón escamoso y en rubia leona,
o hará el crepitar de la llama y así
zafarse intentará de las cadenas, o bien
escurrirse disuelto en finos chorros de agua.
Y contra más se mude en todas las figuras,
tanto más fuertes, hijo, aprieta las prisiones,
hasta que el cuerpo vuelva a ser como lo viste,
cuando al coger el sueño él cerraba los ojos».
   Así dice, y derrama perfume de ambrosía
con el que untó el cuerpo entero de su hijo;
del cabello arreglado emanó un dulce aroma
y un ágil vigor a los miembros le vino.
En la falda se encuentra de un monte erosionado
una gruta muy grande donde se aglomera
con viento el oleaje, y en recónditas cavas
se rompen, que no hay más segura ensenada
para los navegantes que se han visto perdidos;
dentro, tras el escollo de un peñasco enorme,
Proteo se guarece. Aquí la Ninfa deja,
al joven en las cuevas, de espaldas a la luz;
ella, a lo lejos, queda oculta entre la niebla.
Ya ardía en el cielo el Sirio abrasador
que torra a los sedientos indios, y un sol de fuego
la mitad de su esfera ya había consumido;
las hierbas se agostaban y los rayos cocían
en sus cauces resecos las corrientes profundas,
calientes hasta el cieno: en esto que Proteo,
saliendo de las olas, iba a su antro habitual;
alrededor de él los habitantes húmedos
del vasto mar salpican a lo lejos, brincando,
un amargo rocío. Las focas, por la playa,
todas diseminadas se acuestan a dormir.
Y así como hace el guarda del establo
allá en las montañas, un día que el lucero
de vuelta de los pastos trae a los terneros
camino de las cuadras, y azuzan a los lobos
cuando se oyen sus balidos los corderillos,
Proteo se asienta en medio del rebaño
y encima de una piedra los cuenta uno por uno.
Como sabe Aristeo cuáles son sus poderes,
sin casi consentirle que sus miembros fatigados
recomponga el anciano, con un grito tremendo
se abalanza sobre él y echando las esposas
se apodera del viejo cuando está tendido.
Proteo, a su vez, sin olvidarse de sus artes,
se transforma en toda clase de maravillas
en fuego y espantosa fiera y agua de río.
Mas, como ningún truco le brinda escapatoria,
vuelve a su ser, vencido, y con la voz de un hombre
finalmente así habló: «¿Y a ti quién te ha mandado, 
intrépido muchacho, que entres en mi casa?
¿Qué vas buscando aquí?» Pero él: «Tú lo sabes,
Proteo, tú lo sabes; nada puede engañarte,
pero tú deja ya de intentarlo. Venimos
siguiendo los mandatos de los dioses, aquí,
en busca de un oráculo para la ruina nuestra».
No dijo más. Por fin, ante estas palabras,
torció el adivino con fuerza extraordinaria
los ojos encendidos de glauco resplandor,
y haciendo rechinar los dientes con violencia
abrió de esta manera sus labios al destino:
   «No te dejan tranquilo las iras de algún dios;
purgas grave delito: el malandante Orfeo
te suscita estas penas en nada merecidas,
si el hado lo consiente, y se venga con saña
por la esposa perdida. Pues aquella muchacha,
mientras de ti escapaba precipitadamente
por la margen del río a una muerte segura,
no vio ante sus pies una enorme culebra
que entre las altas yerbas guardaba la ribera.
Mas entonces el coro de sus amigas Dríadas
las cumbres de los montes llenó con su clamor;
y lloraron las cumbres del Ródope y el alto
Pangeo y la tierra de Reso belicosa
y los Getas y el Hebro y la ática Oritia.
Orfeo, consolando su amor perdido,
a ti, dulce esposa, con la cítara hueca,
a ti junto a sí mismo en playas solitarias,
a ti al despuntar el día te cantaba,
a ti en su caída. Se adentró, incluso,
en las fauces del Ténaro, por la entrada profunda
de Plutón, y allí, entre negros espantos,
llegó hasta los Manes por bosques tenebrosos
y hasta el rey terrorífico y hasta los corazones
que con ruegos humanos no saben ablandarse.
Las sombras delicadas, movidas por el canto,
salían de recónditas moradas del Erebo,
los espectros de aquellos que no verán la luz,
tantos como los pájaros que se esconden a miles
entre las hojas cuando la lluvia del invierno
o el Véspero los echan desde las montañas,
madres, hombres, los cuerpos privados de la vida
de héroes magnánimos, los niños, las doncellas,
jóvenes arrojados a las piras fúnebres
delante de sus padres: los cerca el cieno negro
y los feos carrizos del Cocito y la odiosa
ciénaga con sus aguas lentas, los aprisiona
fluyendo nueve veces la Estigia alrededor.
Es más, hasta las mismas mansiones de la Muerte,
las entrañas del Tártaro, quedáronse pasmadas,
y las Furias, que llevan serpientes azulencas
trenzadas al cabello, y se quedó Cerbero
tres veces boquiabierto, y se paró en el aire
la rueda de Ixión. Ya Orfeo regresaba,
ya había salvado todas las amenazas;
devuelta a la vida, Eurídice subió
caminando tras él hasta la luz del día
(condición que había impuesto Proserpina),
cuando se apoderó del incauto amante
locura repentina, de veras perdonable
si es que los espíritus supiesen perdonar.
Orfeo se detuvo, olvidándose, ay,
y el ánimo entregado, ya en puertas de la luz
se volvió a mirar a su amada Eurídice.
Y todos sus esfuerzos allí se derrumbaron,
rotos fueron los pactos con el cruel tirano,
se oyeron tres estruendos en los lagos avernos.
«Qué es lo que nos ha perdido», dice ella,
«desgraciada de mí, y a ti también, Orfeo,
qué locura tan grande? He aquí que los hados
otra vez de regreso crueles me reclaman,
y el sueño ya me cierra los ojos arrasados.
¡Ha llegado el adiós: la noche interminable
envuelta se me lleva, y tiendo hacia ti
mis blandas manos, ay, pero ya no soy tuya!»
Dijo, y de pronto, igual que el humo sutil
en aire se disipa, se fue desvaneciendo
delante de los ojos de su amante, y ya
no volvió más a verlo tratando de agarrar
las sombras para nada, ni decir tantas cosas,
ni volvió a consentir el portero del Orco
atravesar el lago que se interponía.
¿Qué podía hacer? ¿Adónde dirigirse
si le habían quitado dos veces a su esposa?,
¿con qué llanto a los Manes podría conmover,
alzando qué palabras a los dioses del cielo?
Pues yerta ya flotaba sobre la barca Estigia.
Cuentan que él pasó siete meses llorando,
uno detrás de otro, al pie de un alta roca
y junto al Estramón de solitarias aguas,
y que a estos lamentos dio suelta en el fondo
de cavernas heladas, amansando a los tigres
y haciendo que a su canto siguiesen las encinas;
así es como llama la triste Filomela
a la sombra de un álamo a sus crías perdidas
que el duro labrador al acecho sacó
implumes de su nido; mas ella por la noche
llora mientras repite, posada en una rama,
su amarga canción, y llena los entornos
de quejas desoladas.Y ya no hubo amor,
ya no hubo himeneo que doblegar pudiera
el corazón de Orfeo. A solas recorría
los hielos hiperbóreos y el Tanais nevado,
los campos nunca viudos de escarchas rifeas,
llorando a su raptada Eurídice y los dones
sin fruto de Plutón; deste honor desairadas,
las mujeres ciconas, entre ritos sagrados
y orgías del nocturno Baco, hecho pedazos
los miembros del mancebo por la vasta llanura
fueron diseminando. Aun cuando el tracio Hebro
llevaba dando vueltas, en medio de las aguas
la cabeza arrancada del marmóreo cuello,
¡Eurídice!, clamaba la voz, la lengua fría,
¡Ah mi pobre Eurídice!, y el alma se le iba:
¡Eurídice!, sonaban las márgenes del río». 
   Esto dijo Proteo, y se arrojó de un salto
al piélago profundo y allí donde cayó
dejó un remolino de olas espumosas.
Mas no se fue Cirene, que habló así al temeroso:
   «Hijo mío, conviene que alejes de tu ánimo
tus desgraciadas cuitas; esta es la causa toda
de la enfermedad, por tal razón las ninfas,
con quienes ella, en coro, por los bosques profundos
danzar solía, enviaron la muerte a las abejas.
Tú, como un suplicante, eleva tus ofrendas
pidiéndoles la paz, y honra a las Napeas,
ninfas afables ellas, que aceptarán tus votos
y aplacarán su ira. Te diré por su orden
de qué manera debes decirles tu oración
Escoge cuatro espléndidos toros, de bella estampa,
que pastan en las verdes alturas del Liceo,
y otras tantas novillas con la cerviz intacta.
Levanta cuatro altares para estos animales
cabe los elevados santuarios de las diosas,
derrama de sus cuellos la sangre consagrada
y en un bosque frondoso sus cuerpos abandona.
Luego, al rayar la Aurora en el noveno día,
leteas amapolas ofrendarás a Orfeo
y sacrificarás una oveja negra
y al bosque volverás: matando una becerra
darás culto a Eurídice para que se apacigüe».
Y aquí ven un prodigio repentino y fascinante:
pues zumban las abejas por todo el interior,
por entre las entrañas podridas de los toros,
y bullen a través de las costillas rotas
y arrastran grandes nubes, y en la copa de un árbol
se juntan y en racimo cuelgan de tierna rama.
   Todo esto yo cantaba del cultivo del campo,
del ganado y los árboles, en tanto el gran César,
junto al profundo Éufrates, lanza rayos de guerra
y como vencedor da leyes a los pueblos
que así bien lo quieren, y emprende el camino
que le ha de llevar hasta el Olimpo mismo.
   Era la dulce Parténope la que a mí, Virgilio,
me daba en aquel tiempo su alimento, a mí
que en gustos de un ocio sin gloria florecía,
y que también compuse canciones de pastores,
y audaz como los jóvenes a ti te canté, Títiro,
tumbado a la sombra de un haya frondosa.