Hay un concepto japonés, ma, que designa el espacio y tiempo, el silencio imprescindible, el vacío que sirve para dar sentido a todo lo que está ocupado y a todo lo que sucede. Digamos que el pasado sábado, en el bar Tropezón, de la Iglesuela del Cid, el famoso jugador de morra Cruz III fue vencido por el ma.
Se enfrentaban la pareja Cercós y Pitarch, que juegan a la catalana, y la local de los hermanos Cruz. Fue un combate extraordinario. Ya desde las primeras rondas quedó de manifiesto la abrumadora superioridad de Cruz III, que acorralaba a sus adversarios con agobiantes andanadas y sacaba siempre la mano alternando arriba y abajo, de modo que sus oponentes no tuviesen margen para la predicción. Pero hubo tiempo, y espacio, y nadie bajó los brazos.
La estrategia de Cruz III es tan antigua como el juego, y por eso mismo la que distingue a los grandes jugadores. El adversario, si quiere seguir concentrado en los movimientos de su contrincante, empieza a dejarse llevar por una misma sucesión de apuestas que determinan su derrota. La morra es un juego de pocos elementos, pero muy delicados, llenos de tiempo interior. El uno se apuesta con el puño; el dos, con el pulgar y el índice; el tres, con esos dos y el corazón; el cuatro sin el pulgar, y el cinco con la mano abierta. El hecho de que el pulgar solo se use en tres apuestas (2, 3 y 5) hace que el movimiento para cualquiera de ellas cambie drásticamente con respecto a las otras dos. Sacar el pulgar cuesta más tiempo que sacar el índice y el corazón, por eso conviene sacarlos con el brazo en movimiento, para que esa diferencia mínima, ese espacio de entretiempo no sea detectado por el contrincante, que, si es tan hábil como Cruz III, puede tener mecanizada la respuesta sin necesidad de calcularla. Era difícil saber quién movía los dedos de Cruz III, si su instinto o su agilidad mental, o su experiencia, que viene a ser la suma de ambas virtudes.
Secundado con seriedad por Cruz I, la pareja se mostró imbatible durante los primeros enfrentamientos. Cruz III se concentra con la cabeza baja, con los labios fruncidos y los ojos clavados en el puño, como auscultando esos espacios internos, el vacío que se necesita para burlar al tiempo y entrar en el terreno del rival; pero luego yergue la postura y ataca de frente, con una decisión que intimida, y la falange del pulgar engatilla el dedo índice de modo que nunca termina de cerrar el puño y, más que abrir la mano, la dispara. Cruz I, por su parte, medita de espaldas al espacio de juego, no es tan agresivo en la constancia y la movilidad de sus apuestas, pero con sus aciertos brinda márgenes de riesgo al compañero.
Ninguno de los cuatro retuvo el juego por alargar los cantes. Todos golpearon seca, noblemente. Pitarch se batió con brío y mantuvo prolongados duelos, pero esos últimos tantos de Cercós al gran Cruz III fueron lo mejor de la noche. No solo estaban en juego las cervezas sino también el orgullo. Cercós representa la morra bajoaragonesa, y los temibles hermanos Cruz la morra del Maestrazgo. Todavía no contamos con un estudio riguroso que aborde sus diferencias y similitudes, pero, a tenor de lo visto en la noche del sábado, se pueden incorporar algunas observaciones a los materiales de la investigación. Los Cruz están hechos a una morra seca y elevada, muy intensa e isócrona, como un constante y veloz martilleo que provoca los errores del contrario. Cercós, en cambio, iba de menos a más. Sujetaba los primeros envites y esquivaba las repeticiones, pero cuando entraba en el punto tiraba con más arrojo incluso, y si el punto se hacía largo protagonizaba intensos cuerpo a cuerpo. Su juego es más fogoso, brillante en el fragor de la batalla, discreto en los puntos cortos, en el juego sin espacios.
Ni Cercós ni Pitarch cejaron en su empeño hasta que en las últimas rondas equilibraron el tanteo e incluso Pitarch amarró varios puntos espectaculares, un torrente de apuestas, un intercambio de golpes numerados aleatoriamente con el implacable Cruz I. Pero ese gran último punto entre Cercós y Cruz III desdibuja los distingos: era morra en estado puro, la intuición y la técnica, la constancia y el arrojo. Cercós había ido creciendo en concentración conforme avanzaba la noche. No perdía de vista la mano del adversario, la abertura del puño, jugaba con sus mismas cartas y en su extrema concentración había logrado meterse incluso en los cambios a cuatro, que son los momentos más vertiginosos. Cruz III sacaba el cuatro abajo con la palma, Cercós lo metía por arriba con el dorso. Cruz III le buscaba el dos, le repetía las que le sacó con otros doses, y se cebó tanto con los doses altos y los cuatros bajos que repitió un par de veces un ata- que con el puño después de tres salidas, algo que Cercós cogió al vuelo y remató el tanto, que duró varios minutos, con un cuatro por arriba con los dedos y un cinco con los labios que dejó a Cruz III sin posibilidades, consciente de un error que no había durado más de media décima, ni siquiera eso. Cruz III se quedó con la mirada fija en el puño, el que guarda el secreto de sus victorias. Estaba tan prieto que no hubo tiempo de empezar a abrirlo. No hubo espacio.
El público jaleaba el tanto entusiasmado, y salió del bar muy satisfecho del gran espectáculo que acababa de presenciar, e intercambiaba cálculos y apuestas para el próximo enfrentamiento, que tendrá lugar en primavera.
Secundado con seriedad por Cruz I, la pareja se mostró imbatible durante los primeros enfrentamientos. Cruz III se concentra con la cabeza baja, con los labios fruncidos y los ojos clavados en el puño, como auscultando esos espacios internos, el vacío que se necesita para burlar al tiempo y entrar en el terreno del rival; pero luego yergue la postura y ataca de frente, con una decisión que intimida, y la falange del pulgar engatilla el dedo índice de modo que nunca termina de cerrar el puño y, más que abrir la mano, la dispara. Cruz I, por su parte, medita de espaldas al espacio de juego, no es tan agresivo en la constancia y la movilidad de sus apuestas, pero con sus aciertos brinda márgenes de riesgo al compañero.
Ninguno de los cuatro retuvo el juego por alargar los cantes. Todos golpearon seca, noblemente. Pitarch se batió con brío y mantuvo prolongados duelos, pero esos últimos tantos de Cercós al gran Cruz III fueron lo mejor de la noche. No solo estaban en juego las cervezas sino también el orgullo. Cercós representa la morra bajoaragonesa, y los temibles hermanos Cruz la morra del Maestrazgo. Todavía no contamos con un estudio riguroso que aborde sus diferencias y similitudes, pero, a tenor de lo visto en la noche del sábado, se pueden incorporar algunas observaciones a los materiales de la investigación. Los Cruz están hechos a una morra seca y elevada, muy intensa e isócrona, como un constante y veloz martilleo que provoca los errores del contrario. Cercós, en cambio, iba de menos a más. Sujetaba los primeros envites y esquivaba las repeticiones, pero cuando entraba en el punto tiraba con más arrojo incluso, y si el punto se hacía largo protagonizaba intensos cuerpo a cuerpo. Su juego es más fogoso, brillante en el fragor de la batalla, discreto en los puntos cortos, en el juego sin espacios.
Ni Cercós ni Pitarch cejaron en su empeño hasta que en las últimas rondas equilibraron el tanteo e incluso Pitarch amarró varios puntos espectaculares, un torrente de apuestas, un intercambio de golpes numerados aleatoriamente con el implacable Cruz I. Pero ese gran último punto entre Cercós y Cruz III desdibuja los distingos: era morra en estado puro, la intuición y la técnica, la constancia y el arrojo. Cercós había ido creciendo en concentración conforme avanzaba la noche. No perdía de vista la mano del adversario, la abertura del puño, jugaba con sus mismas cartas y en su extrema concentración había logrado meterse incluso en los cambios a cuatro, que son los momentos más vertiginosos. Cruz III sacaba el cuatro abajo con la palma, Cercós lo metía por arriba con el dorso. Cruz III le buscaba el dos, le repetía las que le sacó con otros doses, y se cebó tanto con los doses altos y los cuatros bajos que repitió un par de veces un ata- que con el puño después de tres salidas, algo que Cercós cogió al vuelo y remató el tanto, que duró varios minutos, con un cuatro por arriba con los dedos y un cinco con los labios que dejó a Cruz III sin posibilidades, consciente de un error que no había durado más de media décima, ni siquiera eso. Cruz III se quedó con la mirada fija en el puño, el que guarda el secreto de sus victorias. Estaba tan prieto que no hubo tiempo de empezar a abrirlo. No hubo espacio.
El público jaleaba el tanto entusiasmado, y salió del bar muy satisfecho del gran espectáculo que acababa de presenciar, e intercambiaba cálculos y apuestas para el próximo enfrentamiento, que tendrá lugar en primavera.
Ilustración de Juan Carlos Navarro