Con este famoso epilio termina el libro IV de las Geórgicas y el poema entero de Virgilio. Empecé a colgar fragmentos en este blog, ahora lo veo, hace siete años. Dejo para el resto del verano las labores de martillo y formón, los cantos, las rebabas, pero la traducción ya la doy por terminada.
Geórgicas, IV, 315-566
¿Qué dios, oh Musas, quién nos trajo esta
industria?
¿Dónde
tuvo su origen este nuevo saber?
El
Pastor Aristeo, como es bien sabido,
cuando
huía del Tempe, en el río Peneo,
y
después de perder por las enfermedades
y el
hambre a las abejas, se detuvo afligido
en
la fuente sagrada donde nace este río
y
entre muchos lamentos habló así a su madre:
«Madre,
madre Cirene, que moras en el fondo
de
estos remolinos, ¿por qué, si es verdad,
como
dices, que Apolo el timbreo es mi padre,
de
alcurnia preclara de dioses me creaste
para
que me odiasen los hados del destino?
¿Dónde
fue a parar el amor que me tenías?
¿Por
qué me diste orden de esperar el cielo?
Es
que incluso esta gloria de mi vida mortal
que
la diestra custodia de mieses y ganados
después
de hacer a todo me trajo a duras penas,
aun
siendo tú mi madre la tengo que dejar.
Ea,
que arranque tu mano mis árboles frondosos,
fuego
lleva enemigo y prende los establos,
arrasa
las cosechas, incendia los bancales,
levanta
el hacha recia y acaba con las viñas,
si
es que tanto enojo te causó mi honor.»
Mas
la madre el sonido en su lecho sintió
en
lo hondo del río. Alrededor de ella,
ya
las ninfas hilaban vellones de Mileto
teñidos
del color oscuro del vidrio,
Nesea
y Espío y Talía y Cimodoce,
suelto
el limpio cabello sobre los blancos cuellos,
y
Drymo y Ligea y Janto y Filodoce,
y
Cidipe y la rubia Lícoris, la una virgen,
la
otra ya por entonces experta en las primeras
fatigas
de Lucina, y Clío y su hermana,
Béroe,
ambas hijas del Océano, ambas
de
oro y de pintadas pieles ambas ceñidas,
y
Éfira y Opide y la asiana Deiopea
y la
rauda Aretusa, al fin depuestas las flechas.
Entre
ellas estaba contándoles Climene
los
inútiles celos que ocupan a Vulcano,
la
astucia y los goces furtivos del dios Marte,
y
empezando en el Caos narraba de los dioses
sus
densos amoríos, mientras ellas devanan
cautivas
del poema, con huso suaves copos,
y
otra vez llegaron a oídos de su madre,
las
quejas de Aristeo, y todas sorprendidas
quedaron
en su escaño de cristal. Y Aretusa,
saliendo
a mirar antes que sus otras hermanas
sacó
rubia cabeza por cima de las aguas
y
dijo desde lejos: «Oh hermana Cirene
no
en vano te asustas de tan grandes lamentos,
es
él, Aristeo, tu desvelo mayor,
quien
llora junto al padre Peneo sin consuelo,
y
con razón te llama cruel». La madre, su alma
herida
por un nuevo temor, «Tráelo», dice,
«vamos,
tráelo aquí con nosotras, que es justo
que
pise los umbrales de los dioses». Al tiempo,
ordena
separarse a las profundas aguas,
bien
abiertas, por donde pueda el mozo entrar.
Y
una ola curvada en forma de montaña
rodeó
al muchacho y en su enorme seno
lo
acogió y hasta el fondo del río lo condujo.
Iba
ya Aristeo entonces admirando
la
casa de la madre y sus húmedos reinos,
los
lagos cerrados dentro de espeluncas,
los
bosques resonantes, y él, estupefacto
ante
el movimiento enorme de las aguas,
los
ríos contemplaba todos, que se deslizan
con
rumbos diferentes bajo la ancha tierra,
el
Fasis y el Lico y la fuente donde brota
el
profundo Enipeo, y donde el padre Tíber
y
donde las corrientes del Anio, y el Híspanis
que
suena estruendoso entre los peñascales
y el
Caico de Misia, y con un par de cuernos
dorados
el Erídano, y apariencia de toro,
no
hay ningún otro río que fluya más violento
por
fértiles cultivos hasta el mar purpúreo.
Y en
que hubo llegado a la bóveda de piedra
que
cubre su morada, sintió Cirene el llanto
inútil
de su hijo, y límpida aguamanos
le
ofrecen las hermanas, paños llevan de raso.
Unas
ponen las mesas cargadas de manjares
y
otras las copas llenan, ardiendo está el altar
con
fuegos de Pancaya, y la madre le dice:
ven,
coge estas copas de vino de Meonia
y en
honor del Océano haremos libaciones.
Y al
mismo tiempo eleva sus preces al Océano,
que
es padre de todas las cosas, y a las ninfas
hermanas
que cien bosques protegen y cien ríos.
Tres
veces derrama Cirene néctar líquido
en
el fuego vestal, y tres veces la llama
subió
resplandeciente a lo alto del techo.
Afirmando
el ánimo con el augurio, dijo:
«En
el fondo del Cárpato, del reino de Neptuno,
se
encuentra un adivino, el cerúleo Proteo,
que
cruza el vasto mar en un carro tirado
por
peces que también son bípedos caballos.
Ahora
mismo está Proteo visitando
los
puertos de la Ematia y su patria, Palene;
las
ninfas y el anciano Nereo le tenemos
en
gran veneración, pues, como adivino,
sabe
todas las cosas, las que son, las que han sido,
y
las que traerá después el porvenir;
y
como así a Neptuno le avino, sus rebaños
apacienta
monstruosos debajo de las aguas
y a
sus horribles focas. Antes que nada, hijo,
lo
tienes que amarrar con lazos a Proteo,
para
que así te explique el origen del mal
y le
dé solución. Pues no dará consejos
si
no es por la fuerza, ni ablandarás con ruegos;
emplea
fuerza bruta y cuando lo tengas preso
aprieta
las cadenas; solamente con ellas
se
quebrantan inútiles al fin sus artimañas.
Yo
en persona, cuando el sol haya encendido
ardiente
el mediodía y las hierbas pasan sed
y
los ganados van buscando ya la sombra,
te
conduciré hasta la guarida del viejo,
allí
donde del agua cansado se retira,
para
que te resulte más fácil atacarlo
mientras
yace dormido. Pero cuando lo tengas
sujeto
con las manos y con las ataduras,
tratarán
de engañarte apariencias diversas
y
semblantes de fieras. Se trocará de pronto
en
un cerdo con púas y en un tigre negro,
en
dragón escamoso y en rubia leona,
o
hará el crepitar de la llama y así
zafarse
intentará de las cadenas, o bien
escurrirse
disuelto en finos chorros de agua.
Y
contra más se mude en todas las figuras,
tanto
más fuertes, hijo, aprieta las prisiones,
hasta
que el cuerpo vuelva a ser como lo viste,
cuando
al coger el sueño él cerraba los ojos».
Así dice, y derrama perfume de ambrosía
con
el que untó el cuerpo entero de su hijo;
del
cabello arreglado emanó un dulce aroma
y un
ágil vigor a los miembros le vino.
En
la falda se encuentra de un monte erosionado
una
gruta muy grande donde se aglomera
con
viento el oleaje, y en recónditas cavas
se
rompen, que no hay más segura ensenada
para
los navegantes que se han visto perdidos;
dentro,
tras el escollo de un peñasco enorme,
Proteo
se guarece. Aquí la Ninfa deja,
al
joven en las cuevas, de espaldas a la luz;
ella,
a lo lejos, queda oculta entre la niebla.
Ya
ardía en el cielo el Sirio abrasador
que
torra a los sedientos indios, y un sol de fuego
la mitad
de su esfera ya había consumido;
las
hierbas se agostaban y los rayos cocían
en
sus cauces resecos las corrientes profundas,
calientes
hasta el cieno: en esto que Proteo,
saliendo
de las olas, iba a su antro habitual;
alrededor
de él los habitantes húmedos
del
vasto mar salpican a lo lejos, brincando,
un
amargo rocío. Las focas, por la playa,
todas
diseminadas se acuestan a dormir.
Y
así como hace el guarda del establo
allá
en las montañas, un día que el lucero
de
vuelta de los pastos trae a los terneros
camino
de las cuadras, y azuzan a los lobos
cuando
se oyen sus balidos los corderillos,
Proteo
se asienta en medio del rebaño
y
encima de una piedra los cuenta uno por uno.
Como
sabe Aristeo cuáles son sus poderes,
sin
casi consentirle que sus miembros fatigados
recomponga
el anciano, con un grito tremendo
se
abalanza sobre él y echando las esposas
se
apodera del viejo cuando está tendido.
Proteo,
a su vez, sin olvidarse de sus artes,
se
transforma en toda clase de maravillas
en
fuego y espantosa fiera y agua de río.
Mas,
como ningún truco le brinda escapatoria,
vuelve
a su ser, vencido, y con la voz de un hombre
finalmente
así habló: «¿Y a ti quién te ha mandado,
intrépido
muchacho, que entres en mi casa?
¿Qué
vas buscando aquí?» Pero él: «Tú lo sabes,
Proteo,
tú lo sabes; nada puede engañarte,
pero
tú deja ya de intentarlo. Venimos
siguiendo
los mandatos de los dioses, aquí,
en
busca de un oráculo para la ruina nuestra».
No
dijo más. Por fin, ante estas palabras,
torció
el adivino con fuerza extraordinaria
los
ojos encendidos de glauco resplandor,
y
haciendo rechinar los dientes con violencia
abrió
de esta manera sus labios al destino:
«No te dejan tranquilo las iras de algún
dios;
purgas
grave delito: el malandante Orfeo
te
suscita estas penas en nada merecidas,
si
el hado lo consiente, y se venga con saña
por
la esposa perdida. Pues aquella muchacha,
mientras
de ti escapaba precipitadamente
por
la margen del río a una muerte segura,
no
vio ante sus pies una enorme culebra
que
entre las altas yerbas guardaba la ribera.
Mas
entonces el coro de sus amigas Dríadas
las
cumbres de los montes llenó con su clamor;
y
lloraron las cumbres del Ródope y el alto
Pangeo
y la tierra de Reso belicosa
y
los Getas y el Hebro y la ática Oritia.
Orfeo,
consolando su amor perdido,
a
ti, dulce esposa, con la cítara hueca,
a ti
junto a sí mismo en playas solitarias,
a ti
al despuntar el día te cantaba,
a ti
en su caída. Se adentró, incluso,
en
las fauces del Ténaro, por la entrada profunda
de
Plutón, y allí, entre negros espantos,
llegó
hasta los Manes por bosques tenebrosos
y
hasta el rey terrorífico y hasta los corazones
que
con ruegos humanos no saben ablandarse.
Las
sombras delicadas, movidas por el canto,
salían
de recónditas moradas del Erebo,
los
espectros de aquellos que no verán la luz,
tantos
como los pájaros que se esconden a miles
entre
las hojas cuando la lluvia del invierno
o el
Véspero los echan desde las montañas,
madres,
hombres, los cuerpos privados de la vida
de
héroes magnánimos, los niños, las doncellas,
jóvenes
arrojados a las piras fúnebres
delante
de sus padres: los cerca el cieno negro
y
los feos carrizos del Cocito y la odiosa
ciénaga
con sus aguas lentas, los aprisiona
fluyendo
nueve veces la Estigia alrededor.
Es
más, hasta las mismas mansiones de la Muerte,
las
entrañas del Tártaro, quedáronse pasmadas,
y
las Furias, que llevan serpientes azulencas
trenzadas
al cabello, y se quedó Cerbero
tres
veces boquiabierto, y se paró en el aire
la
rueda de Ixión. Ya Orfeo regresaba,
ya
había salvado todas las amenazas;
devuelta
a la vida, Eurídice subió
caminando
tras él hasta la luz del día
(condición
que había impuesto Proserpina),
cuando
se apoderó del incauto amante
locura
repentina, de veras perdonable
si
es que los espíritus supiesen perdonar.
Orfeo
se detuvo, olvidándose, ay,
y el
ánimo entregado, ya en puertas de la luz
se
volvió a mirar a su amada Eurídice.
Y
todos sus esfuerzos allí se derrumbaron,
rotos
fueron los pactos con el cruel tirano,
se
oyeron tres estruendos en los lagos avernos.
«Qué
es lo que nos ha perdido», dice ella,
«desgraciada
de mí, y a ti también, Orfeo,
qué
locura tan grande? He aquí que los hados
otra
vez de regreso crueles me reclaman,
y el
sueño ya me cierra los ojos arrasados.
¡Ha
llegado el adiós: la noche interminable
envuelta
se me lleva, y tiendo hacia ti
mis
blandas manos, ay, pero ya no soy tuya!»
Dijo,
y de pronto, igual que el humo sutil
en
aire se disipa, se fue desvaneciendo
delante
de los ojos de su amante, y ya
no
volvió más a verlo tratando de agarrar
las
sombras para nada, ni decir tantas cosas,
ni
volvió a consentir el portero del Orco
atravesar
el lago que se interponía.
¿Qué
podía hacer? ¿Adónde dirigirse
si
le habían quitado dos veces a su esposa?,
¿con
qué llanto a los Manes podría conmover,
alzando
qué palabras a los dioses del cielo?
Pues
yerta ya flotaba sobre la barca Estigia.
Cuentan
que él pasó siete meses llorando,
uno
detrás de otro, al pie de un alta roca
y
junto al Estramón de solitarias aguas,
y
que a estos lamentos dio suelta en el fondo
de
cavernas heladas, amansando a los tigres
y
haciendo que a su canto siguiesen las encinas;
así
es como llama la triste Filomela
a la
sombra de un álamo a sus crías perdidas
que
el duro labrador al acecho sacó
implumes
de su nido; mas ella por la noche
llora
mientras repite, posada en una rama,
su
amarga canción, y llena los entornos
de
quejas desoladas.Y ya no hubo amor,
ya
no hubo himeneo que doblegar pudiera
el
corazón de Orfeo. A solas recorría
los
hielos hiperbóreos y el Tanais nevado,
los
campos nunca viudos de escarchas rifeas,
llorando
a su raptada Eurídice y los dones
sin
fruto de Plutón; deste honor desairadas,
las
mujeres ciconas, entre ritos sagrados
y
orgías del nocturno Baco, hecho pedazos
los
miembros del mancebo por la vasta llanura
fueron
diseminando. Aun cuando el tracio Hebro
llevaba
dando vueltas, en medio de las aguas
la
cabeza arrancada del marmóreo cuello,
¡Eurídice!,
clamaba la voz, la lengua fría,
¡Ah
mi pobre Eurídice!, y el alma se le iba:
¡Eurídice!,
sonaban las márgenes del río».
Esto dijo Proteo, y se arrojó de un salto
al
piélago profundo y allí donde cayó
dejó
un remolino de olas espumosas.
Mas
no se fue Cirene, que habló así al temeroso:
«Hijo mío, conviene que alejes de tu ánimo
tus
desgraciadas cuitas; esta es la causa toda
de
la enfermedad, por tal razón las ninfas,
con
quienes ella, en coro, por los bosques profundos
danzar
solía, enviaron la muerte a las abejas.
Tú,
como un suplicante, eleva tus ofrendas
pidiéndoles
la paz, y honra a las Napeas,
ninfas
afables ellas, que aceptarán tus votos
y
aplacarán su ira. Te diré por su orden
de
qué manera debes decirles tu oración
Escoge
cuatro espléndidos toros, de bella estampa,
que
pastan en las verdes alturas del Liceo,
y
otras tantas novillas con la cerviz intacta.
Levanta
cuatro altares para estos animales
cabe
los elevados santuarios de las diosas,
derrama
de sus cuellos la sangre consagrada
y en
un bosque frondoso sus cuerpos abandona.
Luego,
al rayar la Aurora en el noveno día,
leteas
amapolas ofrendarás a Orfeo
y
sacrificarás una oveja negra
y al
bosque volverás: matando una becerra
darás
culto a Eurídice para que se apacigüe».
Y
aquí ven un prodigio repentino y fascinante:
pues
zumban las abejas por todo el interior,
por
entre las entrañas podridas de los toros,
y
bullen a través de las costillas rotas
y
arrastran grandes nubes, y en la copa de un árbol
se
juntan y en racimo cuelgan de tierna rama.
Todo esto yo cantaba del cultivo del campo,
del
ganado y los árboles, en tanto el gran César,
junto
al profundo Éufrates, lanza rayos de guerra
y
como vencedor da leyes a los pueblos
que
así bien lo quieren, y emprende el camino
que
le ha de llevar hasta el Olimpo mismo.
Era la dulce Parténope la que a mí,
Virgilio,
me
daba en aquel tiempo su alimento, a mí
que
en gustos de un ocio sin gloria florecía,
y
que también compuse canciones de pastores,
y
audaz como los jóvenes a ti te canté, Títiro,
tumbado
a la sombra de un haya frondosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario