La ruta
que más nos gusta es ir por la carretera de los Pantanos hasta El Barraco y
allí coger la que sale a la izquierda hacia Navarredonda y Hoyos del Espino. El
regreso merece la pena que sea atravesando la sierra por el puerto del Pico,
por una carretera que aún sigue el trazado, más o menos, de la calzada romana,
y bajar hasta Arenas de San Pedro.
Los
pueblos tienen cierto aire montañés, pero como son castellanos nunca se han puesto
de acuerdo en la estética de las casas. Conozco bien esa negación de la
estética tradicional, en Teruel pasa lo mismo. Y con la negación, la
hipertrofia, grandes caserones de piedra berroqueña que parecen pazos de
narcotraficante gallego. De vez en cuando ves alguna casa con sillares en las
jambas y en las columnas y con tapiales de madera, casi siempre en ruinas. En
Teruel, ya digo, lo he visto tanto que hace tiempo llegué a la conclusión de que
no merece la pena pedir ninguna uniformidad arquitectónica: es la estética del
individualismo austero, la del no mirar atrás. Las casas no son antiguas sino
viejas, y cuando uno prospera se levanta otra con materiales nuevos. La
tradición es eso. Lo que mejor define al paisano es eso. Así como en Navarra y
Vascongadas el ser común es anterior y superior al ser individual y las casas
recuerdan todas por decreto la tradición postal de Euskalerría, en Castilla la
gente va más a lo suyo, y si respetan alguna tradición es porque les sale
económicamente rentable. No se cortan, si tienen dinero, en ponerle un friso
dórico a una fachada de ladrillo, pero en general las casas no están hechas
para recordar. Eso pertenece a los castillos y a los palacios de la Casa de
Alba. Lo demás va cambiando con el tiempo.
Lo que
no cambia, ni con el tiempo ni con la telefonía móvil, es el modo de divertirse
de la gente. Las fiestas de los pueblos persisten en su esencia: los viejos
miran sonriendo y los jóvenes hacen el tonto. Bigardos de treinta y tantos años
disfrazados con lo primero que habían encontrado por casa, un albornoz, un bote
de detergente, una caja forrada con papel de plata, una imaginación festiva solanesca
que no ha variado un milímetro en el último siglo. Es más, yo creo que
persevera, que se alarga en el tiempo y en la edad. Los viejos, por otra parte,
son los mismos de siempre, desde la señora endomingada de Arenas de San Pedro
que no cede el paso al entrar en la iglesia, hasta el hombrecico con gorra que descansa
en la esquina de la barra, mira la televisión con ojos pequeños y azules, como
desleídos, y se quita el palillo de los labios y dice: “Esa
Ana Botella es un poco tonta, ¿no?” Pero allí la gente vive bien. Las calles
están llenas de caballos altaneros que cabalgan por el asfalto. La tienda de
equitación de Hoyo del Espino está muy bien surtida, y el género se vende caro.
No hay burros ni mulas, pero sí carreras de resistencia y concursos de cintas
para celebrar las fiestas con caballos andaluces.
No hay
mulas, pero sigue habiendo vacas. En la Venta del Obispo, poco antes de llegar
a Navarredonda, nos comimos un chuletón de ternera de Ávila. Las terneras
chuleteables mugían en un cercado al otro lado de la carretera como descosidas,
tiende a pensar uno que porque olían la sangre de sus hermanas. Las vacas no
son los fenómenos rollizos del norte, vacas lentas, de carnes apretadas,
regordidas, como envueltas en chuletones, sino vacas negras, andariegas,
escurridas, de cuerna fina y veleta, más parecidas a los toros de las cuevas
que a los de las plazas.
El
chuletón estaba jasco, esa es la verdad. Las vacas pastan libres por los prados
de granito, la terneza se les va enseguida, y el caso es que es así (pero más
hecho, porque si no es incomestible) como se ha comido siempre el chuletón,
porque esa jugosidad sanguinolenta que pedimos en el restaurán sólo es posible
con crías apenas destetadas, o ni siquiera, con becerras nonatas como las que
usaban para fabricarle a Benedicto XVI los mocasines. Y eso da mal rollo. En
cada viaje que hago retiro un alimento de mi dieta. Para navidades ya seré
vegetariano.
El
puerto del Pico es el único paso natural. La calzada romana serpentea por el
Alto Tormes, en la cara norte de la sierra. La restauración se conserva
bastante bien. La aspereza de los pedruscos serviría de antideslizante para las
cureñas y los cascos del caballo, porque las pendientes son muy pronunciadas.
Uno ve el valle hasta el fondo con siluetas de montes azules descoloridas de
niebla y de sol y se imagina que por aquel paso, en tiempos de los romanos,
solo cruzarían tropas, o como mucho algún arriero de carga más bien ligera.
Ahora es largo paseo a caballo, y la carretera nueva que asciende a su lado
está infestada de moteros.
Toda esa zona es muy moteril. Siempre que voy por Pelayos de la Presa, San Martín de Valdeiglesias, todo eso, las cunetas están llenas de flores de plástico en recuerdo de algún motorista muerto. Allí en el Puerto del Pico hay varias cruces armadas con pilotes de metal de los que se usan para las señales de tráfico. Desde aquel improvisado camposanto se puede ver, abandonado en mitad del barranco, un coche que se salió de la carretera. La calzada romana remonta el río sin asomarse a los precipicios, y llega al mismo sitio.
Toda esa zona es muy moteril. Siempre que voy por Pelayos de la Presa, San Martín de Valdeiglesias, todo eso, las cunetas están llenas de flores de plástico en recuerdo de algún motorista muerto. Allí en el Puerto del Pico hay varias cruces armadas con pilotes de metal de los que se usan para las señales de tráfico. Desde aquel improvisado camposanto se puede ver, abandonado en mitad del barranco, un coche que se salió de la carretera. La calzada romana remonta el río sin asomarse a los precipicios, y llega al mismo sitio.
El
descenso por la cara sur es siempre una grata sorpresa. Ocurre allí, bajando el
valle hasta Arenas de San Pedro, lo mismo que cuando, en Gúdar, se desciende a
Olba desde Alcalá de la Selva, que de pronto cambian los pastos de invierno,
los pinos silvestres y los recios piornos, y empiezas a ver higueras por las
cunetas. La higuera es síntoma de microclima, de valle hondo y cerrado, al
abrigo de los vientos. Pronto se ven bancales de olivos y en las pastelerías y
en los bares venden aceite de la almazara local e higos recién cogidos. Habría
que hacer esta ruta en febrero, con la cosecha. Entre mis más gratos recuerdos
de viaje está el de atravesar la Sierra de Segura con las almazaras a pleno
rendimiento. Me pasé el camino asomado a la ventanilla, aspirando la brisa. El
caso es que en Arenas de San Pedro, donde las higueras salen por las grietas de
las aceras, uno ve ya el sol más ancho. Los frutos son más blandos, el andar
más descansado, otra vez en la Castilla llana, pero todavía fértil, aún
habitantes del valle. Hacia Talavera el horizonte es amarillo.
Subí
hace años al Circo de Gredos, a ver peñascos de granito enmohecido, y
desde entonces Gredos ha pasado de ser la unidad unamuniana, el espíritu de la
Biblioteca Clásica, la fértil sobriedad de la montaña, lo eterno berroqueño, a
una enorme piedra de facetas diferentes, grises o plateadas. Las montañas
aíslan y dividen. En cada nuevo lugar es más fácil advertir las diferencias.
Gredos es montaña impenetrable, pero también es verdes valles y aguas claras,
cabras encaramadas y cencerros de vacas mansas.
Compré
el periódico en Cuevas del Valle, antes de llegar a Arenas. El quiosquero era un hombre
provecto y delgado que me dio explicaciones sobre el río que pasaba por el
pueblo, el Arroyo de la Garganta, que baja dando brincos hasta el Tiétar. Cómo me gustó su castellano, limpio y preciso, sin
ahorro de verbos ni impurezas de ciudad. Supongo que por esto también le
pusieron el nombre a la editorial, para buscar en la roca viva del idioma y,
otra vez Unamuno, en el hombre de carne y hueso.
Extraordinario "ejercicio" de la descripción. Te felicito, Antonio
ResponderEliminarCon esa descripción, el próximo fin de semana toca excursión a Gredos.
ResponderEliminarAsí que se acabo el pavo de navidad, te pasas a la dieta vegetariana, enhorabuena!!!
un abrazo