9.9.13

Ejercicios espirituales en la Sierra de Gredos



Queríamos respirar un poco antes de empezar el curso y nos fuimos a Gredos. No es la primera vez. Gredos es mi Quintanilla de Onésimo. Allí respiro unamunianamente, la tierra pedregosa, los valles profundos. Es Ávila, es Castilla, pero no de ovejas sino de vacas, no de trigo sino de granito. Hay una cierta austeridad geológica, un descarnamiento sin monumentalismos que me recuerda más a Gúdar o a la parte castellana de la Cordillera Ibérica que a los Pirineos, y más a Sierra Morena que a los Picos de Europa. Los bosques de pino albar son más azules que en Cazorla, más prietos y frondosos, como pinsapos grandes o píceas oscuras, y todo está lleno de piornales, matas de delgados tallos verdes, como una larga pelambrera crespa peinada por el viento hacia detrás. Son los cítisos de que habla Virgilio, codesos que crecen por entre las piedras y se cuajan de flores amarillas. Entre pinos y piornos está el monte de granito, que en las escorrentías del Tormes, que nace por allí, forma lechos de piedra pulidos como pilas de fregar.
               La ruta que más nos gusta es ir por la carretera de los Pantanos hasta El Barraco y allí coger la que sale a la izquierda hacia Navarredonda y Hoyos del Espino. El regreso merece la pena que sea atravesando la sierra por el puerto del Pico, por una carretera que aún sigue el trazado, más o menos, de la calzada romana, y bajar hasta Arenas de San Pedro.



               Los pueblos tienen cierto aire montañés, pero como son castellanos nunca se han puesto de acuerdo en la estética de las casas. Conozco bien esa negación de la estética tradicional, en Teruel pasa lo mismo. Y con la negación, la hipertrofia, grandes caserones de piedra berroqueña que parecen pazos de narcotraficante gallego. De vez en cuando ves alguna casa con sillares en las jambas y en las columnas y con tapiales de madera, casi siempre en ruinas. En Teruel, ya digo, lo he visto tanto que hace tiempo llegué a la conclusión de que no merece la pena pedir ninguna uniformidad arquitectónica: es la estética del individualismo austero, la del no mirar atrás. Las casas no son antiguas sino viejas, y cuando uno prospera se levanta otra con materiales nuevos. La tradición es eso. Lo que mejor define al paisano es eso. Así como en Navarra y Vascongadas el ser común es anterior y superior al ser individual y las casas recuerdan todas por decreto la tradición postal de Euskalerría, en Castilla la gente va más a lo suyo, y si respetan alguna tradición es porque les sale económicamente rentable. No se cortan, si tienen dinero, en ponerle un friso dórico a una fachada de ladrillo, pero en general las casas no están hechas para recordar. Eso pertenece a los castillos y a los palacios de la Casa de Alba. Lo demás va cambiando con el tiempo.
               Lo que no cambia, ni con el tiempo ni con la telefonía móvil, es el modo de divertirse de la gente. Las fiestas de los pueblos persisten en su esencia: los viejos miran sonriendo y los jóvenes hacen el tonto. Bigardos de treinta y tantos años disfrazados con lo primero que habían encontrado por casa, un albornoz, un bote de detergente, una caja forrada con papel de plata, una imaginación festiva solanesca que no ha variado un milímetro en el último siglo. Es más, yo creo que persevera, que se alarga en el tiempo y en la edad. Los viejos, por otra parte, son los mismos de siempre, desde la señora endomingada de Arenas de San Pedro que no cede el paso al entrar en la iglesia, hasta el hombrecico con gorra que descansa en la esquina de la barra, mira la televisión con ojos pequeños y azules, como desleídos, y se quita el palillo de los labios y dice: “Esa Ana Botella es un poco tonta, ¿no?” Pero allí la gente vive bien. Las calles están llenas de caballos altaneros que cabalgan por el asfalto. La tienda de equitación de Hoyo del Espino está muy bien surtida, y el género se vende caro. No hay burros ni mulas, pero sí carreras de resistencia y concursos de cintas para celebrar las fiestas con caballos andaluces.
               No hay mulas, pero sigue habiendo vacas. En la Venta del Obispo, poco antes de llegar a Navarredonda, nos comimos un chuletón de ternera de Ávila. Las terneras chuleteables mugían en un cercado al otro lado de la carretera como descosidas, tiende a pensar uno que porque olían la sangre de sus hermanas. Las vacas no son los fenómenos rollizos del norte, vacas lentas, de carnes apretadas, regordidas, como envueltas en chuletones, sino vacas negras, andariegas, escurridas, de cuerna fina y veleta, más parecidas a los toros de las cuevas que a los de las plazas.



               El chuletón estaba jasco, esa es la verdad. Las vacas pastan libres por los prados de granito, la terneza se les va enseguida, y el caso es que es así (pero más hecho, porque si no es incomestible) como se ha comido siempre el chuletón, porque esa jugosidad sanguinolenta que pedimos en el restaurán sólo es posible con crías apenas destetadas, o ni siquiera, con becerras nonatas como las que usaban para fabricarle a Benedicto XVI los mocasines. Y eso da mal rollo. En cada viaje que hago retiro un alimento de mi dieta. Para navidades ya seré vegetariano.
               El puerto del Pico es el único paso natural. La calzada romana serpentea por el Alto Tormes, en la cara norte de la sierra. La restauración se conserva bastante bien. La aspereza de los pedruscos serviría de antideslizante para las cureñas y los cascos del caballo, porque las pendientes son muy pronunciadas. Uno ve el valle hasta el fondo con siluetas de montes azules descoloridas de niebla y de sol y se imagina que por aquel paso, en tiempos de los romanos, solo cruzarían tropas, o como mucho algún arriero de carga más bien ligera. Ahora es largo paseo a caballo, y la carretera nueva que asciende a su lado está infestada de moteros.
               Toda esa zona es muy moteril. Siempre que voy por Pelayos de la Presa, San Martín de Valdeiglesias, todo eso, las cunetas están llenas de flores de plástico en recuerdo de algún motorista muerto. Allí en el Puerto del Pico hay varias cruces armadas con pilotes de metal de los que se usan para las señales de tráfico. Desde aquel improvisado camposanto se puede ver, abandonado en mitad del barranco, un coche que se salió de la carretera. La calzada romana remonta el río sin asomarse a los precipicios, y llega al mismo sitio.



               El descenso por la cara sur es siempre una grata sorpresa. Ocurre allí, bajando el valle hasta Arenas de San Pedro, lo mismo que cuando, en Gúdar, se desciende a Olba desde Alcalá de la Selva, que de pronto cambian los pastos de invierno, los pinos silvestres y los recios piornos, y empiezas a ver higueras por las cunetas. La higuera es síntoma de microclima, de valle hondo y cerrado, al abrigo de los vientos. Pronto se ven bancales de olivos y en las pastelerías y en los bares venden aceite de la almazara local e higos recién cogidos. Habría que hacer esta ruta en febrero, con la cosecha. Entre mis más gratos recuerdos de viaje está el de atravesar la Sierra de Segura con las almazaras a pleno rendimiento. Me pasé el camino asomado a la ventanilla, aspirando la brisa. El caso es que en Arenas de San Pedro, donde las higueras salen por las grietas de las aceras, uno ve ya el sol más ancho. Los frutos son más blandos, el andar más descansado, otra vez en la Castilla llana, pero todavía fértil, aún habitantes del valle. Hacia Talavera el horizonte es amarillo.
               Subí hace años al Circo de Gredos, a ver peñascos de granito enmohecido, y desde entonces Gredos ha pasado de ser la unidad unamuniana, el espíritu de la Biblioteca Clásica, la fértil sobriedad de la montaña, lo eterno berroqueño, a una enorme piedra de facetas diferentes, grises o plateadas. Las montañas aíslan y dividen. En cada nuevo lugar es más fácil advertir las diferencias. Gredos es montaña impenetrable, pero también es verdes valles y aguas claras, cabras encaramadas y cencerros de vacas mansas.  
               Compré el periódico en Cuevas del Valle, antes de llegar a Arenas. El quiosquero era un hombre provecto y delgado que me dio explicaciones sobre el río que pasaba por el pueblo, el Arroyo de la Garganta, que baja dando brincos hasta el Tiétar. Cómo me gustó su castellano, limpio y preciso, sin ahorro de verbos ni impurezas de ciudad. Supongo que por esto también le pusieron el nombre a la editorial, para buscar en la roca viva del idioma y, otra vez Unamuno, en el hombre de carne y hueso.

    

2 comentarios:

  1. Extraordinario "ejercicio" de la descripción. Te felicito, Antonio

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  2. Con esa descripción, el próximo fin de semana toca excursión a Gredos.
    Así que se acabo el pavo de navidad, te pasas a la dieta vegetariana, enhorabuena!!!

    un abrazo

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