Entre las maletas que deshago estos días hay una que no volveré a llenar con el mismo equipaje, la de los libros que me han acompañado durante años, pero en especial estos últimos meses, mientras traducía lentamente las Geórgicas. La maleta me la hizo Les, un guarnicionero de la calle del Salvador, amigo de mi padre, hace 40 años, cuando estaba yo dejando el parvulario. La llevé después en el colegio y en el instituto, de profesor y de estudiante, la llevo en los viajes y llegará donde yo llegue, por lo menos. Cuando ponga el pie en el estribo, la colgaré del arzón.
El primero de esos libros que ahora repongo en su balda es y debe ser el inagotable comentario de Mynors. Seguí de principio a fin su edición crítica de todo Virgilio (la que tengo firmada por Rafel de Paula) incluso en aquellos pasajes en los que casi todos los traductores le llevan la contraria. A veces, como en la discusión textual entre el pino y el laurel del canto IV, casi se queda solo, pero a mí me sigue pareciendo convincente. Es el gran legado de Sir Roger Mynors, que murió en 1989, a los 86 años, de un accidente de coche, cuando regresaba de trabajar en el catálogo de los manuscritos de la biblioteca de la catedral de Hereford. Él mismo conducía el coche hacia su casa de campo en Treago, en Gales. “As he left the catedral he was heard to say that he had had a good day”, dice Nisbet en el prefacio a este Comentario.
Mynors no solo indaga en el significado exacto de cada término y la lectura correcta de cada verso, sino que aporta todos los elementos de las Geórgicas que aparecen, de una u otra forma, en autores anteriores, principalmente en Lucrecio; discute con escrúpulo la historia de la transmisión de cada mínimo detalle, explica, organiza, recoge los textos griegos más cercanos al poema de Virgilio, de Teócrito, de Arato, y en ninguna de las casi cuatrocientas páginas de apretadísima tipografía (letra de nota al pie para un libro que es un pedestal) su prosa es fría o aburrida, sino la de un investigador con vastísimos conocimientos que disfruta de lo lindo con su trabajo y es un magnífico escritor.
El comentario de Thomas, que apareció un poco antes que el de Mynors, no es tan exhaustivo pero para el traductor quizá sea más útil en algunas ocasiones, porque Mynors da muchas veces por sentadas interpretaciones incontrovertibles de pasajes, muy pocos, de cierta oscuridad, y Thomas no deja pasar ninguno y lo primero que hace es traducirlos literalmente. Mynors solo se detiene si el pasaje ha dado lugar a confusión, pero si su lectura, aunque difícil, está clara, solo aborda sus aspectos estilísticos, históricos, botánicos, zoológicos, etnográficos, geográficos, textuales y poéticos, pero no da traducciones literales salvo de términos concretos, y lo hace, cómo decirlo, por cortesía hacia el lector.
Esos eran los libros imprescindibles, los que estaban siempre abiertos. Ellos me traían lo que otros autores habían investigado, y me animaban a leerlos. Fue el caso, sobre todo, de D. D. White, cuyo estupendo Roman farming me ha acompañado muchas horas de jugosa lectura. Me encanta su orden, su claridad, su minuciosidad, ajena siempre al dato irrelevante, que es lo que humedece y garcea muchas veces los libros de erudición. Un filólogo o un historiador supongo que perdura por un tratado como el de White. Lo demás son, como la introducción a su Comentario que Mynors no pudo terminar, membra disiecta.
En sus términos más generales (esos libros que son un repaso a toda la literatura antigua en busca de un asunto muy concreto), también es muy agradable el tratado de Heitland, cuyo tono, siempre suficiente para no dejar de ser ni didáctico ni exhaustivo, me recuerda a otro libro que venero, La aurora del pensamiento antropológico, de Julio Caro.
En los otros dos libros de White está el material que le sirvió, parcialmente, para componer Roman Farming. Hablan sobre todo de aperos y técnicas de cultivo, pero el autor aporta siempre dibujos de etnógrafo, también tipo Caro Baroja, detallados y sutiles (cuánto hay de don Julio en todo lo que me gusta). White es una de las delicias que me ha traído Virgilio y que, si no eran imprescindibles para traducirlo (aparte de Mynors/Thomas, cualquier traducción rebosa de explicaciones a pie de página), si lo eran para trasladarse al mundo al que se trasladó el poeta.
El de Wilkinson es el mejor estudio de conjunto que conozco. Para escribir una introducción a las Geórgicas lo primero que hay que hacer es estudiárselo. El libro es del año 69, y permanece. Tanto en el caso de Mynors como en el de Wilkinson, los editores Nisbet y Rudd se ocuparon, respectivamente, de poner al día las cuestiones bibliográficas, asunto para el que lo más reciente quizá sea el trabajo de Volk, que es de 2008 y reúne unos cuantos artículos de distintos autores que repasan y actualizan casi todos los aspectos del poema. A Wilkinson se le cita siempre en la bibliografía, pero pocas veces se dice que se debe a él el orden de factores en el que se suele hablar de las Geórgicas.
Era también un buen momento para leer a los contemporáneos de Virgilio, a sus maestros helenísticos y arcaicos (hysteron-próteron, no hendíadis): Hesíodo, Teócrito, Apolonio, Arato, y a los maestros de casa, unos por venerables, otros por contemporáneos, la mayoría por seguidores y practicantes del culto virgiliano. Antes, Lucrecio y Catón; durante, Varrón y Plinio el Viejo, quien nació al poco de morir Virgilio; y mucho más tarde Columela o Paladio, además de todos los que de un modo u otro abordaron el tema de la agricultura en la Antigüedad, que es lo que tratan Heitland o White.
Hesíodo y Teócrito son los maestros griegos de Virgilio. El primero por el tema, y por la naturalidad (a pesar de que en las écfrasis, las descripciones de paisajes y de animales, Virgilio sigue más a Homero), y el segundo porque fue en quien encontró Virgilio el material humilde que quería sublimar, los pastores de los que no se quería reír, el Cíclope joven y soltero que le producía, más que risa, ternura. Traduje ese idilio a propósito, creo, de una nueva edición del Polifemo de Góngora, otro de los temas que me llenan la maleta.
Por lo que a Apolonio respecta, y a pesar del poema Etna, demasiado tieso para ser de Virgilio, es más útil como modelo para el canto cuarto de la Eneida que para este otro poema: el brillo de la exhaustividad, la apoteosis de lo menudo está muy controlada en Virgilio, precisamente por eso, para no convertir la compasión humana en lujuria libresca.
Con Lucrecio, el gran maestro de Virgilio, nos topamos con el culpable de todo, Agustín García Calvo. Ya he contado aquí con qué rapidez me contestó el maestro (q. e. p. d.), en carta manuscrita, a unos versos de Lucrecio que traduje yo en el año 87, cuando estudiaba, según el método que él ya había practicado en su antología de Virgilio, un gran libro por muchas razones; una de ellas, la que más me afecta, es que cambió por completo la forma de entender el hexámetro. Incluso traduje, años después, el libro cuarto de las Geórgicas, entero, según esa especie de versículo rimado con que tradujo él por fin a Lucrecio en una versión que debería figurar entre las antologías de vanguardia de todos los tiempos. Lo dejé. El versículo de seis acentos me parecía demasiado largo, y los hipérbatos y ripios a que obligaba la rima demasiado bruscos.
Por cierto, que la edición de Cátedra es de García Calvo solo en cuanto al prólogo, pero la traducción es del Abate Marchena, de principios del XIX, en uno de sus exilios volterianos en París. La traducción es espléndida, y desde luego está entre lo mejor, si no es lo mejor, de toda la poesía ilustrada española. Y es curioso porque en los endecasílabos de Marchena Lucrecio fluye sin la bronquedad del original (ni de la versión de García Calvo luego, eso es verdad), y que su claro castellano dieciochesco, tan musical, me suena más a Virgilio que a Lucrecio. Marchena no tradujo a Virgilio, pero su versión de Lucrecio es esplendorosa, y, si fuésemos un poco más aficionados a la historia, él mismo habría sido un gran personaje literario, como para meterlo en Historia de dos ciudades, por ejemplo.
De los otros contemporáneos de Virgilio guardo recuerdos felices. Picotear en Catón, en Plinio, etc. siempre fue un placer, aunque solo fuese para comprobar algo que Mynors y Thomas ya habían comprobado, para estar allí. En cuanto a las traducciones, la de Amelia Castresana es muy Catón, ocupada solo de las cifras y de los contratos, con olor a tesis de Derecho romano.
De Columela apareció un facsímil de 1824, de Álvarez de Sotomayor, que compré pero apenas he consultado porque la traducción de José Ignacio García Armendáriz es extraordinaria, con todo el conocimiento técnico y filológico para hablar del tema y todo el castellano campestre que el traductor maneja como quien lava. Excelente. De Paladio no me paré a saborear la traducción, tan solo algunos datos (la larga discusión entre el pepino y el cohombro en el fragmento del anciano coricio, del libro IV, también pasó por él; al final ganó el pepino), aunque a quien más había que recurrir era, sobre todo, a Varrón, que publicó su tratado al mismo tiempo que Virgilio sus Geórgicas, y es un buen punto de referencia para saber la distancia que media entre ciencia y poesía. Plinio, en fin, es lectura tradicional. Su ciencia ficción me divierte mucho, sobre todo en sus conjeturas etnográficas y zoológicas, pero en lo que respecta a agricultura es de la máxima autoridad.
Cada fragmento traducido había que compararlo con otras traducciones. Si algo exige este poema es precisión; aunque la lengua de Virgilio es muy clara, la proverbial polisemia del latín admite un margen interpretativo a veces excesivamente amplio. Las que más he usado han sido las traducciones en prosa, por ese afán de exactitud y también porque, en tanto que poema didáctico, las Geórgicas tienen algo de prosaico, o, para decirlo en términos de Coleridge, los largos poemas necesitan versos que no sean tan sublimes. Claro que en el Romanticismo, por lo menos al principio, a la gente le gustaban los poemas largos, narrativos, que sin dejar de ser poemas tenían algo del ritmo de la prosa. Lástima que no lo intentara Espronceda con Virgilio, y no aquel Pelayo que no fue nunca a ningún sitio.
Hay más por casa, pero me he manejado bien con tres traducciones en prosa. La de Recio, salvo media docena de pasajes que no acabo de ver por qué los interpreta como los interpreta, es muy fiel al original pero lleva un barniz literario algo desleído, tomado muchas veces de lugares comunes en la traducción de los antiguos. Otras veces, la mayoría, su versión es impecable, pero le falta algo, quizá lo que le sobra a raudales a la traducción de Llorenç Riber, la mejor sin ninguna duda, y no solo de entre las traducciones en prosa. A veces corta por lo sano y otras veces no interpreta bien, pero en su maravilloso castellano está Virgilio, su música, su afecto por las cosas. He tenido que escribir en la foto el nombre del traductor porque en las ediciones de Espasa, por lo menos en esta vieja, no se molestaban en ponerlo. Otro de los grandes descubrimientos que me ha deparado Virgilio ha sido la obra de este gran poeta, en verso y en prosa.
La versión de Cuatrecasas es un alarde de sencillez y literalidad. Muchas veces que en Recio veo una expresión algo rebuscada de algún verso voy a Cuatrecasas y me encuentro con la forma más directa y familiar. Otras veces, el afán de literalidad apelmaza un poco los versos. Esta moda de las traducciones mascadas tiene su sentido histórico, pero los clásicos están mejor en la mata, no trillados.
Las traducciones en verso las he mirado poco, la verdad. Tener delante la versión de Antonio Caro, o la de Espinosa, o la de Day Lewis, por supuesto la de fray Luis o más incluso la de Juan de Guzmán, es, sobre todo, una invitación al abandono. Caro es un poeta caribe, las cosas en él están convenientemente agigantadas. Es, como dice Recio, un monumento de la lengua castellana, pero un monumento que no se puede imitar, empezando porque es el último gran traductor de Virgilio que usó la rima en una silva de grandes hojas. Es hermosísima, pero veo más a Virgilio en Llorenç Riber, que bebe, naturalmente, del aire, del plectro luisiano.
La traducción de fray Luis, incompleta, es otro monumento nacional, clásico, intocable. La leí antes y la leeré después, pero no durante. Los clásicos, para ciertas cosas, desaniman. Porque además la descripción ascética, el bodegón oscuro y la fruta iluminada, viene de Virgilio pero Virgilio no es solo eso. Virgilio es lo que Jorge Guillén entendió perfectamente cuando escribió aquello de "¡Oh piedra!", las criaturas son dignas no solo por ser hijas de Dios, sino por ser. Los ascetas son hijos de Dios, pero Virgilio es. Fray Luis es tan bueno que es demasiado fray Luis, y para ser Virgilio, como para narrar Guerra y paz, también hay que no ser.
Queda la de Espinosa, la última gran traducción, de los años 60, en endecasílabos más tímidos que los de Caro, más recogidos, más luisianos, pero no por eso más virgilianos. La gran traducción de Espinosa es una versión abacial, bondadosa, como el otro fray Luis, el de Granada, que también sabía nombrar las flores del campo. Emociona menos que la de Caro, pero la de Caro es emoción desatada, cuadro de Botero, fiesta al llegar el tren.
Ninguna en español, de las que han optado por el verso largo con mayor o menor versatilidad rítmica, tiene el dulce son de la de Day Lewis al inglés. Es Wordsword, pero también es su contemporáneo Auden, poesía en el tiempo. El propio Day Lewis era partidario de una traducción en verso de las Geórgicas cada cincuenta años, y eso que él la compuso en 1942, en plena guerra, y en ese mismo tiempo se escribieron otras tres traducciones en verso inglés, para que digan luego que Virgilio no es un consuelo.
No, en español no hay ninguna traducción en verso que me acabe de gustar, donde acabe de ver yo a Virgilio, ni siquiera la de García Calvo, que tiene aciertos deslumbrantes, pero cuando le sale el ramalazo garciacalvino, que es la mayor parte del tiempo, Virgilio desaparece entre el crespo cardado sintáctico del traductor.
De entre los poetas vivos, uno fantasea con la posibilidad de que las tradujese Antonio Colinas, con versos como los de Noche más allá de la noche, los fragmentos alejandrinos, el poema del soldado, grabad sobre mi tumba un verso de Virgilio, todo eso. O bien el poeta Rosendo Tello, de quien el otro día Toni Losantos me envió una geórgica de Magia en la montaña estupenda, en alejandrinos voladores, más o menos el tipo de verso que yo intentaba.
Y es una lástima, en fin, que a don Antonio Machado no se le ocurriera nunca traducir las Geórgicas. Los alejandrinos de Campos de Castilla suenan a Virgilio, son Virgilio. Machado canta a los campos de Soria y en sus versos cobran la emoción y la hermosura que los propios lugareños no sabían ver. Machado nombra las cosas con palabra poética, sobre todo aquellas que parecían no ser materia de poesía, por demasiado humildes, por demasiado grises. Virgilio vistió las sencillas labores del campo con las galas de la más alta poesía, pero, en vez de decorarlas, de magnificarlas, buscó su nombre esacto, las redimió en su propia y desnuda sustancia. Decía el poeta C. Day Lewis que a la fascinación de traducir un trabajo “que es al mismo tiempo serio y encantador, didáctico y apasionado”, se unía el hecho de que “el verso didáctico es el único que puede traducirse literalmente sin perder la calidad poética del original”, precisamente porque las cosas están en los nombres de las cosas, y el poeta no se ocupa de disfrazarlas o de engalanarlas sino de nombrarlas.
En Virgilio, y en Machado, la poesía no trata de estar a la altura del objeto heroico sino que son los objetos cotidianos los que trascienden al rango de poesía heroica, y todo ello sin afectación, escuchando, observando, animando incluso: admirando. La emoción solo nace de la admiración. Nadie puede emocionarse con algo que desprecia, y los autores omnipresentes, inflexibles, que al denunciar no hacen más que ponerse por encima de lo que dicen, son incapaces de encontrar el punto de vista en el que las cosas, cualquier cosa es digna y bella, y con frecuencia una lección para la vida.
Pero, ya digo, Machado no tradujo las Geórgicas, ni a ningún otro se le ocurrió hacerlo, que yo sepa, en verso alejandrino. Solo a finales del siglo pasado la traducción de La Farsalia de Lucano a cargo del poeta Mariano Roldán dejó sentado que el de catorce sílabas (y acento en sexta y mismas normas de escansión para ambos hemistiquios heptasílabos) es el mejor verso castellano para traducir hexámetros. En el caso de Lucano, Roldán usó un alejandrino barroco, como barroco es el original romano, y así es como había que hacerlo si, además del texto, quería traducir la poesía. Virgilio no es barroco, y Machado tampoco, y entre los muchos frutos de los Campos de Castilla se encuentra un poema que nos enseña a leer, y a apreciar, las “monótonas hileras” de Berceo. Sus versos o los del Libro de Alexandre se traslucen en Machado. Son los herederos medievales de Virgilio. Otro de los frutos que le debo: meterme hasta los ojos en nuestra poesía románica culta, el primer mester, el del siglo XIII.
La cosa empieza y acaba con dos libros. Uno es el discurso de principio del curso 1968-1969 del Instituto de Enseñanza Media de Guadalajara, que a principios de los 90 se vendía en la Cuesta de Moyano y donde reverdecí el mito de las bugonias con que terminan las Geórgicas. El otro, el de Comparetti, llegó a casa cuando, en una de esas búsquedas de versos virgilianos, abrí la puerta del mester y me quedé dentro largo tiempo. El clásico de Comparetti es un festín erudito, cuyas páginas consagradas a oscuros monjes medievales me hacen mirar de reojo el primer tomo del célebre comentario de Austin sobre la Eneida.
Pero no, ya vale. Largo trecho anduvimos, el tiempo es llegado. Volveré a las Geórgicas porque aún tengo que escribir una pequeña introducción, pero de momento la vieja maleta espera nuevos inquilinos.
Gracias por esta entrada, y ojalá podamos llevar nosotros encima tu traducción de Virgilio.
ResponderEliminarUn abrazo,
M.
Qué maravilla!!
ResponderEliminarApetece leerse todos esos libros del tirón, uno tras otro.
Lástima que mi aventura editorial por los clásicos durase tan tan poquito... Queremos leer en libro esa traducción!
Antonio, he leído tu entrada recreándome en el olor del taller del guarnicionero de la calle de El Salvador.
ResponderEliminarRafael Esteban
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