De modo que fuimos a ver El último concierto, la película de
Christopher Walken, que luego resultó que no era de Christopher Walken sino de
sus compañeros de reparto. Queríamos ver una película hablada, de manos largas
y buenos modos, esos apartamentos con piano y esas camisas de algodón que tanto
nos gustan en las películas de Woody Allen, y lo que nos encontramos fue otra
película desperdiciada por el horror
vacui, rellenada, como siempre, por esa obsesión morbosa que sienten los
norteamericanos hacia los líos de cama. El punto de partida es excelente: un
evidencia musical que se convierte en hermosa metáfora. Beethoven compuso un
cuarteto de cuerda con la indicación expresa de que se tocase, en los 40 minutos que dura, sin
interrupciones que permitiesen afinar los instrumentos. Eso quiere decir que la pieza está viva, y que naturalmente los
instrumentos sonarán peor cuando se acaba (o los músicos se adaptarán a las
crecientes limitaciones).
El abanico de interpretaciones
que brinda esta metáfora da muchos aires distintos, pero el director, Yaron
Zilberman, se conforma con los vapores rancios de toda la vida. El problema es
que el chelista del cuarteto (Walken) empieza a notar síntomas de párkinson, y
eso genera una cascada de pequeños dramas en los otros miembros del cuarteto, a
cuál más culebrero. Dos de ellos (el sobreactuado Seymour y su convincente esposa,
Catherine Keener -¿todavía no la ha llamado Woody Allen?-), están casados pero
él se la pega con una bailarina de flamenco (ole) y la mujer lo echa de casa.
La hija, para que no haya solo un argumento ni solo dos, se lía con el primer
violín, al que resulta que su padre
envidia porque él, Seymour, es solo segundo violín.
Memeces. Al final todo se arregla
y el concierto es muy bonito. Por el camino queda el papel de Walken, que tiene
que esperar sentado casi toda la película a que sus compañeros pongan orden en
sus hormonas. Me pasa últimamente con libros y películas: ¿por qué los
directores no se atreven a entregar la historia a un personaje? No se fían de
su propia pericia, prefieren la vulgar maniobra de contar varias historietas a
la vez, como sucedió en Cruce de caminos,
aunque en este caso las historias tengan algo más de cohesión. Sustituyen el
giro argumental por el argumento nuevo, y así uno no termina de entender a la
hija ni a la madre ni al sobreactuado padre, no lo que hacen sino por qué
demonios lo hacen; por qué, siendo artistas cultos, hacen semejantes tonterías
de telecomedia. A Walken sí se le entiende, pero es que Walken es muy bueno, y
aun así es evidente que no le han dado más que escenas que deberían ser el
resultado de otras escenas que no están. Todo es informativamente relevante,
como en la tele, pero escasean los símbolos, las secuencias que no avanzan pero
ensanchan, la naturalidad de la historia. En eso, ciertamente, no se parece
mucho a Woody Allen.
Uno sale del cine pensando en qué
ha aprovechado el director de la metáfora inicial, la de los instrumentos que
se desafinan a lo largo de la interpretación. Él ha hecho que todos desafinen:
uno con párkinson, otro con envidia, otro con celos y otro que se lía con la
hija de sus compañeros. Pero al final, ay, todo está afinado como por ensalmo,
un demiurgo bueno lo pone todo en su sitio. Walken y la hija de los compañeros
sacrifican lo que haga falta en aras de la continuidad del grupo, y el grupo se
besa y se perdona y se sonríe. Yes we can.
Es decir, que el final está
sorprendentemente afinado, quizá porque los músicos se saben adaptar a las
desafinaciones, e incluso cambiar de intérprete a mitad de concierto. Pero no
es eso lo que esperábamos, no al menos esos gallos cómicos. En esa última
escena sucede algo que es lo
que debería haber sucedido durante toda la película. Cuando, después de la interrupción (silencio,
expectación y lágrimas) para cambiar de músico (Walken deja paso a una
japonesa, Nina Lee, que dice más en sus movimientos rígidos y convulsos que
muchas frases huecas de la película), el primer violinista se dirige al público
y le dice algo así como: “Disculpen que no comencemos por el compás donde nos
hemos detenido. Empezaremos un poco antes. Los caballos necesitan espacio para
emprender la galopada”. Y eso es, espacio, lo que
necesitaba está película. Todas sus secuencias están reiniciadas de golpe, a una
velocidad que no es la que te esperas en una película de violines con diálogos
interesantes, tan interesantes como: “¡Oh, es mi madre. Sal por la ventana,
rápido!”
Puestos a fabular, me habría resultado mucho más
interesante ver cómo los músicos acompañan la decadencia del chelista tocando
piezas más hondas emocionalmente y más asequibles técnicamente; ver cómo iban
desnudando su repertorio, recorriendo con su amigo los metros finales, y preparándose
para la llegada de la japonesa, que es el personaje que debería haber ocupado
el lugar de la hija seductora. Lo malo es que entonces, tal y como están las
cosas, la película no habría llegado hasta aquí.
La vi estas navidades, y también creo que, al llegar a cierto punto, escogió, el director, hacer una película más blanda, menos arriesgada, más para todos los públicos. Los músicos salen bastante estereotipados, aunque eso pasa en muchas películas. Va de más a menos, promete pero no da suficiente. Pero la vi con agrado, eso también.
ResponderEliminarCasualmente vi, también durante estos días atrás, Muerte entre las flores, y esa me gustó, más a mí que a mis acompañantes, a los que se les hizo algo pesada. Yo me perdí en alguna ocasión, pero no les echo la culpa a los hermanos.
Aprovecho para desearte un año feliz. Un abrazo
Feliz año, José Luis. Nombras una de mis películas fetiche, incluso un hito vital. La primera que vi de los Coen, con un entusiasmo que también echo de menos.
EliminarUn abrazo.
Qué lástima lo del segundo violín, ¿no?.
ResponderEliminarUn abrazo
Ciertamente, José Luis. No te creas que no me ha dado que pensar. Vivir es sobrevivir, a cualquier altura, pero, por lo visto, más cuanto más alto.
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