6.10.13

Hormonas desafinadas


De modo que fuimos a ver El último concierto, la película de Christopher Walken, que luego resultó que no era de Christopher Walken sino de sus compañeros de reparto. Queríamos ver una película hablada, de manos largas y buenos modos, esos apartamentos con piano y esas camisas de algodón que tanto nos gustan en las películas de Woody Allen, y lo que nos encontramos fue otra película desperdiciada por el horror vacui, rellenada, como siempre, por esa obsesión morbosa que sienten los norteamericanos hacia los líos de cama. El punto de partida es excelente: un evidencia musical que se convierte en hermosa metáfora. Beethoven compuso un cuarteto de cuerda con la indicación expresa de que se tocase, en los 40 minutos que dura, sin interrupciones que permitiesen afinar los instrumentos. Eso quiere decir que la pieza está viva, y que naturalmente los instrumentos sonarán peor cuando se acaba (o los músicos se adaptarán a las crecientes limitaciones).
El abanico de interpretaciones que brinda esta metáfora da muchos aires distintos, pero el director, Yaron Zilberman, se conforma con los vapores rancios de toda la vida. El problema es que el chelista del cuarteto (Walken) empieza a notar síntomas de párkinson, y eso genera una cascada de pequeños dramas en los otros miembros del cuarteto, a cuál más culebrero. Dos de ellos (el sobreactuado Seymour y su convincente esposa, Catherine Keener -¿todavía no la ha llamado Woody Allen?-), están casados pero él se la pega con una bailarina de flamenco (ole) y la mujer lo echa de casa. La hija, para que no haya solo un argumento ni solo dos, se lía con el primer violín, al que resulta que su padre envidia porque él, Seymour, es solo segundo violín.
Memeces. Al final todo se arregla y el concierto es muy bonito. Por el camino queda el papel de Walken, que tiene que esperar sentado casi toda la película a que sus compañeros pongan orden en sus hormonas. Me pasa últimamente con libros y películas: ¿por qué los directores no se atreven a entregar la historia a un personaje? No se fían de su propia pericia, prefieren la vulgar maniobra de contar varias historietas a la vez, como sucedió en Cruce de caminos, aunque en este caso las historias tengan algo más de cohesión. Sustituyen el giro argumental por el argumento nuevo, y así uno no termina de entender a la hija ni a la madre ni al sobreactuado padre, no lo que hacen sino por qué demonios lo hacen; por qué, siendo artistas cultos, hacen semejantes tonterías de telecomedia. A Walken sí se le entiende, pero es que Walken es muy bueno, y aun así es evidente que no le han dado más que escenas que deberían ser el resultado de otras escenas que no están. Todo es informativamente relevante, como en la tele, pero escasean los símbolos, las secuencias que no avanzan pero ensanchan, la naturalidad de la historia. En eso, ciertamente, no se parece mucho a Woody Allen.
Uno sale del cine pensando en qué ha aprovechado el director de la metáfora inicial, la de los instrumentos que se desafinan a lo largo de la interpretación. Él ha hecho que todos desafinen: uno con párkinson, otro con envidia, otro con celos y otro que se lía con la hija de sus compañeros. Pero al final, ay, todo está afinado como por ensalmo, un demiurgo bueno lo pone todo en su sitio. Walken y la hija de los compañeros sacrifican lo que haga falta en aras de la continuidad del grupo, y el grupo se besa y se perdona y se sonríe. Yes we can.
Es decir, que el final está sorprendentemente afinado, quizá porque los músicos se saben adaptar a las desafinaciones, e incluso cambiar de intérprete a mitad de concierto. Pero no es eso lo que esperábamos, no al menos esos gallos cómicos. En esa última escena sucede algo que es lo que debería haber sucedido durante toda la película. Cuando, después de la interrupción (silencio, expectación y lágrimas) para cambiar de músico (Walken deja paso a una japonesa, Nina Lee, que dice más en sus movimientos rígidos y convulsos que muchas frases huecas de la película), el primer violinista se dirige al público y le dice algo así como: “Disculpen que no comencemos por el compás donde nos hemos detenido. Empezaremos un poco antes. Los caballos necesitan espacio para emprender la galopada”. Y eso es, espacio, lo que necesitaba está película. Todas sus secuencias están reiniciadas de golpe, a una velocidad que no es la que te esperas en una película de violines con diálogos interesantes, tan interesantes como: “¡Oh, es mi madre. Sal por la ventana, rápido!”
            Puestos a fabular, me habría resultado mucho más interesante ver cómo los músicos acompañan la decadencia del chelista tocando piezas más hondas emocionalmente y más asequibles técnicamente; ver cómo iban desnudando su repertorio, recorriendo con su amigo los metros finales, y preparándose para la llegada de la japonesa, que es el personaje que debería haber ocupado el lugar de la hija seductora. Lo malo es que entonces, tal y como están las cosas, la película no habría llegado hasta aquí.

4 comentarios:

  1. La vi estas navidades, y también creo que, al llegar a cierto punto, escogió, el director, hacer una película más blanda, menos arriesgada, más para todos los públicos. Los músicos salen bastante estereotipados, aunque eso pasa en muchas películas. Va de más a menos, promete pero no da suficiente. Pero la vi con agrado, eso también.
    Casualmente vi, también durante estos días atrás, Muerte entre las flores, y esa me gustó, más a mí que a mis acompañantes, a los que se les hizo algo pesada. Yo me perdí en alguna ocasión, pero no les echo la culpa a los hermanos.
    Aprovecho para desearte un año feliz. Un abrazo

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    1. Feliz año, José Luis. Nombras una de mis películas fetiche, incluso un hito vital. La primera que vi de los Coen, con un entusiasmo que también echo de menos.
      Un abrazo.

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  2. Qué lástima lo del segundo violín, ¿no?.

    Un abrazo

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    1. Ciertamente, José Luis. No te creas que no me ha dado que pensar. Vivir es sobrevivir, a cualquier altura, pero, por lo visto, más cuanto más alto.

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