“¿Por qué no es este libro más famoso?”, se preguntaba el escritor C. P. Snow en 1973,
ocho años después de que se hubiese publicado Stoner, de John Williams[1].
Parece ser que, cuando Williams publicó Augustus,
la popularidad avivó un poco el interés por aquella novela sobre un profesor
corriente, pero hasta varios años después de su muerte no empezó a ocupar el
sitio que corresponde a su extraordinaria calidad. En 2007, un crítico
neoyorquino de campanillas dijo que era “una novela perfecta”; le secundó otro
londinense, y poco después se fijó en ella Edicions 62. Para 2010, muy
subrepticiamente, ya la había publicado Baile del sol en castellano, y va por
la cuarta edición, con varias reimpresiones. Se conoce que también aquí lleva camino
de ser una novela de culto.
Stoner cuenta la vida de un
profesor de literatura entre medieval y renacentista de la universidad de
Misouri. Sus comienzos en una granja, de los que le quedarían las manos grandes,
y eso que Flaubert llama algo así como las callosidades del carácter que tienen
las gentes del campo. Su ingreso, muy suave, sin contratiempos, en el
departamento de inglés, y su vida lejos de la gloria, metido en sus libros,
fuera de los cuales, salvo que estuviera en clase, todo es un desastre. El
matrimonio sin amor con una neurasténica, las pullas y putadas de los compañeros,
el hedor a tabaco frío que solo se mitiga con el dulce aroma de los libros.
He leído elogios de Vila-Matas y
de Rodrigo Fresán, que abundan, de un modo u otro, en la perfección de la
novela. Supongo que cuando hablan de perfección se refieren a la exquisita
depuración de la prosa y del ritmo narrativo, a la dispositio de los elementos, al estilo transparente, sin regodeos,
sin innecesarios lucimientos, tan solo cuando, casi siempre en descripciones de
paisajes, el autor enciende un poco más el sentimiento, siempre con el límite
del buen gusto. Y sí, es verdad, uno tiene sensación de novela redonda, ágil y
clara, pero no tanto como para forzar la velocidad o vaciarla de sustancia, más
bien en ese navegar tranquilo que uno disfruta cuando lee a Tolstoi. De hecho
hay algo de Pierre Bezújov en Stoner, la bondad como autoimposición moral, la
paciencia como energía del espíritu, el entusiasmo como necesidad interior, y
una esposa clínicamente insoportable. Y digo Pierre porque sería muy fácil
hablar de Bartleby, pero Bartleby carece
de entusiasmo. Lo que Stoner tiene de
tolstoiano es que no permite que la decepción lo arrastre aguas abajo, al menos
en aquello que sostiene su vida, y que es su condición de profesor. El muchacho
que ingresó en la universidad con las uñas llenas de tierra para estudiar
Agricultura se enamoró de los cursos de literatura, se metió en una clase, y ya
solo salió de ella en los siguientes cuarenta años para decorar su vida con
fracasos o permitirse una semana de absoluta felicidad. Pero lo que en otros
personajes sería un cambio de orientación, en Stoner es un breve claro en el
cielo, un día de sol, el clímax que precede a la tristitia, que diría Galeno, y
a la sensación de fracaso.
Eso también es muy ruso: redimir
a los personajes, pero no desmadrarlos, al tiempo que lo contrario implica un
pequeño truco narrativo que aquí funciona estupendamente bien. La esposa de Stoner no tiene un pase, ni un
solo motivo de comprensión. No se redime nunca; es Stoner, como un párroco
moribundo, el que perdona los pecados a la insensible viuda. Pero nos hemos
pasado la novela entera deseando que Stoner se separase de ella, justificando su
necesidad de separarse, al menos de vengarse, de decirle algo alguna vez. La
mujer está tan al margen que no se le ven las dimensiones, y eso, que en
fundamentos de perspectiva puede que sea lo
perfecto, en fundamentos de vida no lo es. La mujer de Pierre no es tan
idiota como la de Stoner. Y esta simplicidad de los personajes secundarios se
puede extender a Gordon, el único y distante amigo de Stoner, y a Lómax, un
capullo que lleva un bulto en el cuello donde esconde el papel de malo. Este
Lómax es el imbécil que la toma con un compañero del departamento y que entrega
su carrera a la sagrada misión de hacerle la vida imposible, un sujeto deforme que
supura resentimiento y mala baba. Sí, retrata muy bien, desde luego, a ese tipo
de individuo, pero su lugar allá detrás del plano principal, con trazos
demasiado gruesos para que se vean en la distancia, no deja de ser un tanto
tópico. Tampoco él se redime. Aquí, salvo Stoner, no se redime nadie.
Esto es una opción, no una
debilidad. Pero es una opción que Tolstoi no suele escoger. Me cuesta recordar
un personaje de Guerra y paz, hasta
el zángano del Hipolite, que no sea comprensible, es decir, a quien el autor,
desde detrás del escenario, sin que se le vean las manos, no haya hecho algo
por comprender, para lo que por regla general solo es necesario ponerse en su
lugar, clave primera y última de la novela realista de cualquier época. A la
mujer de Stoner y al compañero vengativo los rechazamos como personas pero
también como personajes. Cada vez que entran en la novela estamos esperando que
se larguen y dejen solo a Stoner, con quien nos sentimos más a gusto porque
habla con franqueza de los fracasos cotidianos, porque tiene aguante y porque sabe
controlarse. Se enfrenta al mundo con el aplomo necesario para no descomponerse
ni sufrir más de lo debido. Acepta las cargas del destino a condición de no
entusiasmarse con ellas, porque el entusiasmo, el amor, se centra en la razón
de ser, en este caso los libros y su condición de profesor.
Incluso dentro del gremio Stoner
representa el paradigma de cierto tipo de profesor que se afana incluso más de
lo debido en su trabajo como medio para no replantearse su profesión. El que
tiene muchas cosas que hacer no piensa en las cosas que no hace. El profesor ya
sabe lo que es, ya sabe lo que le espera, y disfrutar de ello depende también
de su fortaleza de carácter. Quizá esa perfección de la novela la ven en lo
verosímil que resulta esto, esta actitud ante la vida, la única posible para la
gente corriente, sean o no profesores. El mundo se divide entre ricos y pobres,
guapos y feos, altos y bajos, pero también en gente que trabaja en lo que desea
y gente para la que el trabajo es una carga más o menos insoportable, pero
nunca grata. Stoner se refugia en sus clases y en la falsa humildad, valga
la redundancia. Necesita hacer bien su trabajo por una cuestión de orgullo
profesional, no solo de satisfacción interior. Necesita protegerse ante sus compañeros
con la armadura del prestigio, su discreción es huidiza, su amabilidad es
distante, su sencillez inabordable. Las esperanzas que tenía puestas en sí
mismo se han quedado, como todo en esta vida, a mitad de camino, pero lo que
tiene, hacer bien lo que tiene, para él es suficiente, nutre su integridad y su
amor propio, y hace llevadera la mediocridad.
De este tipo de héroe ya he
hablado alguna vez en estas bernardinas. Es el héroe a pesar de sí mismo,
abnegado y firme. Y es, en Stoner, como una luz
invernal que ilumina la novela, la eterna posibilidad de reducir el destino a
un objetivo, a un rincón privado, aunque sea en un chamizo del jardín; en el
caso de Stoner, de reducirlo a los libros, mientras afuera el mundo se va
descomponiendo.
Poco antes de morir, el escritor
Gonzalo Torrente Ballester, otro buen realista, concedió una entrevista en la
que, nada más empezar, cuando el presentador hablaba de lo gran escritor que
era y tal y cual, lo interrumpió y le dijo: “No, no, perdone. Yo no soy escritor. Yo soy
profesor, y un buen profesor”. La alegría que da leer Stoner procederá de su
deliciosa transparencia, de su meticulosa claridad, de lo excepcionalmente bien
escrita que está, no lo sé, pero el caso es que se sostiene porque es eso, su
condición de profesor, de buen profesor, lo único que no se derrumbará en su
vida si él no quiere.
[1] Este
artículo de Gaby Habash da bastantes detalles sobre la peripecia editorial
y su sigilosa recepción.
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