9.10.13

Perseverancia


“¿Por qué no es este libro más famoso?”,  se preguntaba el escritor C. P. Snow en 1973, ocho años después de que se hubiese publicado Stoner, de John Williams[1]. Parece ser que, cuando Williams publicó Augustus, la popularidad avivó un poco el interés por aquella novela sobre un profesor corriente, pero hasta varios años después de su muerte no empezó a ocupar el sitio que corresponde a su extraordinaria calidad. En 2007, un crítico neoyorquino de campanillas dijo que era “una novela perfecta”; le secundó otro londinense, y poco después se fijó en ella Edicions 62. Para 2010, muy subrepticiamente, ya la había publicado Baile del sol en castellano, y va por la cuarta edición, con varias reimpresiones. Se conoce que también aquí lleva camino de ser una novela de culto.
Stoner cuenta la vida de un profesor de literatura entre medieval y renacentista de la universidad de Misouri. Sus comienzos en una granja, de los que le quedarían las manos grandes, y eso que Flaubert llama algo así como las callosidades del carácter que tienen las gentes del campo. Su ingreso, muy suave, sin contratiempos, en el departamento de inglés, y su vida lejos de la gloria, metido en sus libros, fuera de los cuales, salvo que estuviera en clase, todo es un desastre. El matrimonio sin amor con una neurasténica, las pullas y putadas de los compañeros, el hedor a tabaco frío que solo se mitiga con el dulce aroma de los libros.
He leído elogios de Vila-Matas y de Rodrigo Fresán, que abundan, de un modo u otro, en la perfección de la novela. Supongo que cuando hablan de perfección se refieren a la exquisita depuración de la prosa y del ritmo narrativo, a la dispositio de los elementos, al estilo transparente, sin regodeos, sin innecesarios lucimientos, tan solo cuando, casi siempre en descripciones de paisajes, el autor enciende un poco más el sentimiento, siempre con el límite del buen gusto. Y sí, es verdad, uno tiene sensación de novela redonda, ágil y clara, pero no tanto como para forzar la velocidad o vaciarla de sustancia, más bien en ese navegar tranquilo que uno disfruta cuando lee a Tolstoi. De hecho hay algo de Pierre Bezújov en Stoner, la bondad como autoimposición moral, la paciencia como energía del espíritu, el entusiasmo como necesidad interior, y una esposa clínicamente insoportable. Y digo Pierre porque sería muy fácil hablar de Bartleby,  pero Bartleby carece de entusiasmo. Lo que Stoner tiene de tolstoiano es que no permite que la decepción lo arrastre aguas abajo, al menos en aquello que sostiene su vida, y que es su condición de profesor. El muchacho que ingresó en la universidad con las uñas llenas de tierra para estudiar Agricultura se enamoró de los cursos de literatura, se metió en una clase, y ya solo salió de ella en los siguientes cuarenta años para decorar su vida con fracasos o permitirse una semana de absoluta felicidad. Pero lo que en otros personajes sería un cambio de orientación, en Stoner es un breve claro en el cielo, un día de sol, el clímax que precede a la tristitia, que diría Galeno, y a la sensación de fracaso.
Eso también es muy ruso: redimir a los personajes, pero no desmadrarlos, al tiempo que lo contrario implica un pequeño truco narrativo que aquí funciona estupendamente bien.  La esposa de Stoner no tiene un pase, ni un solo motivo de comprensión. No se redime nunca; es Stoner, como un párroco moribundo, el que perdona los pecados a la insensible viuda. Pero nos hemos pasado la novela entera deseando que Stoner se separase de ella, justificando su necesidad de separarse, al menos de vengarse, de decirle algo alguna vez. La mujer está tan al margen que no se le ven las dimensiones, y eso, que en fundamentos de perspectiva puede que sea lo perfecto, en fundamentos de vida no lo es. La mujer de Pierre no es tan idiota como la de Stoner. Y esta simplicidad de los personajes secundarios se puede extender a Gordon, el único y distante amigo de Stoner, y a Lómax, un capullo que lleva un bulto en el cuello donde esconde el papel de malo. Este Lómax es el imbécil que la toma con un compañero del departamento y que entrega su carrera a la sagrada misión de hacerle la vida imposible, un sujeto deforme que supura resentimiento y mala baba. Sí, retrata muy bien, desde luego, a ese tipo de individuo, pero su lugar allá detrás del plano principal, con trazos demasiado gruesos para que se vean en la distancia, no deja de ser un tanto tópico. Tampoco él se redime. Aquí, salvo Stoner, no se redime nadie.
Esto es una opción, no una debilidad. Pero es una opción que Tolstoi no suele escoger. Me cuesta recordar un personaje de Guerra y paz, hasta el zángano del Hipolite, que no sea comprensible, es decir, a quien el autor, desde detrás del escenario, sin que se le vean las manos, no haya hecho algo por comprender, para lo que por regla general solo es necesario ponerse en su lugar, clave primera y última de la novela realista de cualquier época. A la mujer de Stoner y al compañero vengativo los rechazamos como personas pero también como personajes. Cada vez que entran en la novela estamos esperando que se larguen y dejen solo a Stoner, con quien nos sentimos más a gusto porque habla con franqueza de los fracasos cotidianos, porque tiene aguante y porque sabe controlarse. Se enfrenta al mundo con el aplomo necesario para no descomponerse ni sufrir más de lo debido. Acepta las cargas del destino a condición de no entusiasmarse con ellas, porque el entusiasmo, el amor, se centra en la razón de ser, en este caso los libros y su condición de profesor.
Incluso dentro del gremio Stoner representa el paradigma de cierto tipo de profesor que se afana incluso más de lo debido en su trabajo como medio para no replantearse su profesión. El que tiene muchas cosas que hacer no piensa en las cosas que no hace. El profesor ya sabe lo que es, ya sabe lo que le espera, y disfrutar de ello depende también de su fortaleza de carácter. Quizá esa perfección de la novela la ven en lo verosímil que resulta esto, esta actitud ante la vida, la única posible para la gente corriente, sean o no profesores. El mundo se divide entre ricos y pobres, guapos y feos, altos y bajos, pero también en gente que trabaja en lo que desea y gente para la que el trabajo es una carga más o menos insoportable, pero nunca grata. Stoner se refugia en sus clases y en la falsa humildad, valga la redundancia. Necesita hacer bien su trabajo por una cuestión de orgullo profesional, no solo de satisfacción interior. Necesita protegerse ante sus compañeros con la armadura del prestigio, su discreción es huidiza, su amabilidad es distante, su sencillez inabordable. Las esperanzas que tenía puestas en sí mismo se han quedado, como todo en esta vida, a mitad de camino, pero lo que tiene, hacer bien lo que tiene, para él es suficiente, nutre su integridad y su amor propio, y hace llevadera la mediocridad.
De este tipo de héroe ya he hablado alguna vez en estas bernardinas. Es el héroe a pesar de sí mismo, abnegado y firme. Y es, en Stoner, como una luz invernal que ilumina la novela, la eterna posibilidad de reducir el destino a un objetivo, a un rincón privado, aunque sea en un chamizo del jardín; en el caso de Stoner, de reducirlo a los libros, mientras afuera el mundo se va descomponiendo.
Poco antes de morir, el escritor Gonzalo Torrente Ballester, otro buen realista, concedió una entrevista en la que, nada más empezar, cuando el presentador hablaba de lo gran escritor que era y tal y cual, lo interrumpió y le dijo: “No, no, perdone. Yo no soy escritor. Yo soy profesor, y un buen profesor”. La alegría que da leer Stoner procederá de su deliciosa transparencia, de su meticulosa claridad, de lo excepcionalmente bien escrita que está, no lo sé, pero el caso es que se sostiene porque es eso, su condición de profesor, de buen profesor, lo único que no se derrumbará en su vida si él no quiere.



[1] Este artículo de Gaby Habash da bastantes detalles sobre la peripecia editorial y su sigilosa recepción.

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