Tenía ganas de ver en
conjunto la obra de Rosa González, cuadros que se remontan a finales de los
80 y que, casi tres décadas después, viven y colean como el primer día, pero todos
juntos me dan una idea más cabal de la sensaciones que durante todo este tiempo
me han ido produciendo. No es Rosa González la única artista que vive y trabaja
en Teruel de quien jamás he comprendido que renunciase a exponer lo que hacía,
incluso que se tomase tan dilatados descansos como parte de su ritmo creativo. De
las sensaciones, digo, porque son dos clases aparentemente contrapuestas: el
sosiego y la perturbación. Muchos son estampaciones con un fondo brumoso y
claro (otra apariencia de contradicción), como esos nimbos entre los que quiere
hacerse hueco una luz blanca, una pálida reverberación cuyo brillo intensísimo
resulta ser lo único del cuadro que no tiene color. Así dibujaba Antonio López
la luz de las bombillas, rascando el papel con la uña, y así da la sensación a
veces en estas pinturas en absoluto abstractas, aunque tampoco figurativas.
Esos nimbos profundos (la luz está siempre dentro: se asoma, no se mete)
suelen estar rajados por una franja horizontal, a veces -en uno de mis
preferidos- un trazo encarnado, pintado directamente desde el tubo, o
estampado, o bien, más frecuentemente, un rastro negro horizontal que rezuma
siluetas neurálgicas, como fractales. Esas franjas son dramáticas, pero no
violentas. En las nervaduras de la sombra negra, en sus deltas diminutos, hay
un sosiego que no se sabe cuánto tiene de premeditación, pero que desde luego
no se contenta con el vigor aparente y resultón de los trazos rápidos y de los
frotamientos. Es curiosa esa sensación de miniatura en el caos de una mancha,
de ascetismo primoroso en el azar del tacto y de la estampación. Pero la zanja es
negra, abre el cuadro pero está por
delante del cuadro, como una supuración del cuadro, la llaga de esa concavidad de la que hablaba Gaya, y que
no es más que la invitación a la realidad, no la realidad. Es fácil, para un
mirón corriente como yo, establecer analogías con las costras y con las
heridas, y a través de ellas con el ánimo de búsqueda, de apertura dificultosa,
de fondo inaccesible, nunca tan solo expresivo. Mostrar es algo estático, pero buscar, adentrarse por la
tela es dinámico, sobre todo si se maneja tan bien la perspectiva, la sensación
de profundidad.
Pero la
profundidad es una cuestión de técnica. La hondura es otra cosa, y me da por
pensar que aquí la hondura, la mucha hondura, viene de la parte del Japón, y a
lo mejor es eso lo que explica la falta de prisa que ha animado a Rosa González.
Hay y ha habido tiempo en los cuadros. La perturbación es un
ungüento que se aplica con delicadeza, las heridas son profundas pero limpias.
Decía Tàpies que él, muy ajaponesadamente, solo aspiraba a una pincelada, una
sola pincelada que fuera el cuadro entero, la sustancia completa y completos
sus accidentes. Lo que en él podía parecer despojamiento, sin embargo era
búsqueda. Ese trazo que corta los fondos nimbados profundos en los cuadros de
Rosa González tiene más de japonés que de Tàpies, con quien no tiene
absolutamente nada que ver. Tàpies enseña a ponerse estupendo, pero aquí hay
más calma que arrebato, no se ve la precipitación por ningún sitio, pero tampoco
la orfebrería. Las cosas fluyen y están en movimiento, pero es un movimiento permanente en el sentido en que puede
serlo la calma, como si hubiese esperado a captar un momento de la cambiante
realidad del cuadro, algo que parece venido de otra parte y que se dirige a
otro lugar, con causas y con consecuencias, con presente y con pasado. La
pintura se mueve, los filamentos de las humedades parecen observados más que
pintados, contemplados en su desarrollo, vistos nacer.
Yo no llamaría abstracta a esta pintura, como tampoco llamo abstracto a Zóbel, al menos no en el sentido habitual. La abstracción es siempre una llegada, un término, que como tal suele quedarse sin vida, o al menos detenido. Con los años he aprendido a no sentirme incómodo por no disfrutar de las ocurrencias. Estoy de arrebatos geniales hasta las narices. Viva Patinir. Últimamente saco más placer de un cuadro cuantos más estratos tenga y más fácil resulte vincularlo a la naturaleza, y no solo para disfrutar de su profundidad sino de cómo están tejidas sus entrañas, del tiempo que ha habido que esperar hasta que el cuadro, más que ser pintado, brotase. Me gustan los cuadros que no se terminan, pero que están perfectamente terminados. Prefiero que a la hora de describir un cuadro me salgan más imágenes del cielo que algoritmos teóricos. Yo no sé de pintura ni de teoría. Pero esos cuadros han sido creados, no solo pintados, y viven.
Ahora lo
lógico sería que Rosa González no decidiese aguardar otros tantos años para
poner a nuestro alcance sus investigaciones en el territorio de la claridad. Por
lo que a mí respecta, ojalá siga la senda japonesa, la estética del trazo
suficiente, los cielos inquietos, las aguas entrevistas, los jardines intuidos.
Gracias Antonio por tus elogiosas palabras, me animan a continuar trabajando y te prometo no demorar tanto en haceros llegar mis nuevos trabajos.
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