Es una lástima que El laberinto de las sirenas no haya merecido una moderna edición crítica igual que la siguen mereciendo algunas de las obras mayores de Baroja. Para los historiadores de la literatura sería un filón interpretativo. Tiene de todo. Es una de sus novelas más poéticas, escrita con criterios pictóricos, y hay razones biográficas para pensar que es la primera gran obra de una nueva etapa, o por lo menos una de las novelas fundacionales del gran mito de Baroja.
La
novela es, sin tapujos, una apuesta literaria. Empieza en un tren, donde una
dama, la duquesa de S., Demetria, le lanza el guante al capitán Andía. “A mí me gusta algo que
sea como una melodía, una historia de amor con un fondo bonito, algo que
distraiga, que divierta, que haga olvidar las cosas feas de la vida vulgar.
¿Usted sabe hacer algo así?”
No hay mejor resumen de la
novela. Yo no sé si Baroja llegó alguna vez a escribir mejor que en este libro, sobre todo en esa espléndida obertura, ese “fondo bonito” en el que
llena la novela de luz mediterránea, como si pintara un macchiaioli sobre el que luego contar sus historias, de manera que
todos los personajes fuesen abstracciones simbólicas de una preciosa colección
de marinas calabresas. Es, a su vez, el fondo modernista de Baroja. El propio
Baroja escribió muchas otras novelas que partían de los hechos, no de los
paisajes, pero esta (y eso lo comparte con Camino de perfección) es toda ella
un ambiente, un respirar la brisa caliente y salada, un teñir de flores las
escenas. La leemos como si viéramos un cuadro. No hay, pues, acción narrativa
sino acción descriptiva, es decir, los acontecimientos son los que mejor cuadran
con el paisaje que los contempla, no al revés. Las historias nacen de la
geografía. Si hay gruta, hay sirenas; si hay laberinto, hay náufragos del
romanticismo. Cuando es al revés, el paisaje es siempre de cartón, y aquí se
puede oler un último sueño de tierra y libertad, como dice Roberto O’Neil en su
canción de los hijos de Aitor (y que Jon Juaristi no aprovechó en su indiscriminada búsqueda de citas a granel, así como tampoco, más adelante, una mención explícita del Fausto).
Esa obertura sirve de marco a la
narración, tal y como había montado las Memorias
de un hombre de acción, que era a lo que más tiempo dedicaba desde hacía ya
bastantes años. En este caso, el autor viaja a Nápoles con su amigo el doctor
Recalde, y la novela empieza ya a desprender la fragancia de los símbolos. Las
descripciones de las calles de Nápoles, del puerto y, sobre todo, la
espectacular, colorida, abigarrada, vivísima descripción de la puerta Capuana
son como si el autor empezara por demostrar a la duquesa de S. todo lo que hay
que saber en materia de estilo. No sé si se puede o no describir mejor, pero,
por lo que a mí respecta, creo que no se debe, si no se quiere perder una sola
ráfaga de emoción. Baroja mantiene a raya la retórica al mismo tiempo que
utiliza lo más vistoso de la lengua, los nombres de las cosas, las flores y las
calles y las aguas, para acostumbrarnos la mirada a una Italia idealizada en
los ensueños pictóricos y literarios de su autor. Esta demorada introducción,
este vasto fondo es un espléndido ejercicio de mímesis, pero no mímesis de la
realidad sino mímesis de la representación de la realidad. El laberinto se crea
con estas largas descripciones. El mundo se construye en estas páginas, y
dentro vemos a los títeres, que nos cuentan historias.
Recalde, el médico, la ciencia,
la realidad, no acaba de encontrarse en aquel mundo que a Baroja le entusiasma
contemplar, y lo deja solo. Baroja en aquellos tiempos vivía rodeado de
médicos. Quizá, cuando se ponía a escribir, lo primero que quería
era olvidarse de ellos. Ya digo que la novela tiene jugo biográfico. Se escribió en 1923. Recomiendo la preciosa reseña de Julio Caro que acompaña
su edición de Caro Raggio y que también está en la imprescindible Guía de Pío Baroja que editó Pío Caro
para Cátedra. Allí dice, primero, que la terminó en Rotterdam, en septiembre de
1923, en una época en la también viajó por Alemania y Dinamarca (o por Suiza,
que es donde empieza El amor, el dandismo
y la intriga, también de 1923), pero fueron las impresiones de un viaje a
Nápoles las que le inspiraron El
laberinto de las sirenas. Es de suponer que en su viaje a Nápoles Baroja
tuvo que escribir un montón de acuarelas que luego utilizó para decorar el
comienzo, mientras el arquitecto Toscanelli construye un mundo aparte, alejado
incluso del paisaje, en una gruta donde habitan las ninfas y pululan los tipos
barojianos como en un paraíso que parece un limbo. Me he acordado mucho
leyéndolo de Las veladas de Santa
Eufrosina, de Julio Caro, que tienen ese tono metaliterario, melancólico y
pictórico, y retratan escenas italianas. El caso es que la terminó de escribir
lejos de Italia, en un lugar con otra luz, cosa que se notaría si la impresión
de las largas y brillantes descripciones del principio no fuese tan envolvente
y duradera.
Pero un mes antes de terminar la
novela, en agosto de 1923, a Baroja lo habían tenido que ingresar en el
Instituto Ramón y Cajal para seguir una cura antirrábica porque le mordió un
perro. Fue un mal principio para una buena y larga etapa creativa, o bien un
final irónico para una fase muy difícil de su vida, llena de problemas de
salud. En 1921, harto de padecer, se le extirpó la próstata. De todo ello hay
un evidente, irónico y hermoso reflejo en esta novela. Roberto O’Neil compone
un poema entre Coleridge y Poe sobre la muerte de Pan, otro gran tema
nietzscheano que, por cierto, se le pasó por alto a Gonzalo Sobejano en su
exhaustivo inventario de nietzscheanismos. “Sí; se acabó la alegría de la vida
antigua, fuerte e inconsciente; se acabó la confianza en la naturaleza y en los
instintos; se acabó la creencia en los mitos vitales; se acabó el correr,
coronados de hiedra, por los bosques.” Afortunadamente, los críticos de peor
baba también la pasaron por alto. Baroja era en 1920, en el prólogo a La sensualidad pervertida, creo
recordar, “un fauno reumático”. En 1923 ya solo quedaba el reúma.
Se dice que uno de los efectos de
aquella operación, aparte de que Baroja fue a partir de entonces “más adusto”, como
repiten las biografías tópicas, fue que se volvió muy friolero. El laberinto de las sirenas es una de
las primeras novelas que Baroja ya escribe con la bata de lana y la boina y la
bufanda blanca, que es como ha pasado a la historia. En 1922, en la breve visita
que rindió a Teruel acompañado de Ortega y Gasset, los periódicos locales
informaron de que Baroja lamentó no haber traído la boina, porque hacía más
frío del que imaginaba, y eso que estaban en abril. Iba a cumplir cincuenta
años. La boina no la necesitaba para visitar la ciudad, porque llevaba
sombrero, sino para estar en el cuarto del hotel. En la maleta llevaría la bata
de lana y esas zapatillas de paño sobre las que discutiría poco después, en
1925, en el prólogo de La nave de los
locos, también con Ortega y Gasset.
El caso es que Baroja había ya
doblado su cabo de las tormentas. Luis Murguía, tres años antes, era Baroja
hecho personaje, danzando por Europa, pero aquí Juan Galardi y Roberto O’Neil
no son contrafiguras del autor sino, en todo caso, contrafiguras de sus
personajes. Hay un doble fondo en ellos. Juan Galardi, “un vasco decidido y
valiente”, es una abstracción de sus tres anteriores grandes héroes vascos,
Martín Zalacaín, Shanti Andía y Jaun de Alzate:
Galardi tenía la cabeza sólida, mucha
fuerza y mucha agilidad, y, sobre todo, mucho nervio; en su primera juventud
había sido un buen jugador de pelota. Era, además, muy diestro en el boxeo y un
gran nadador, que podía pasarse dos o tres horas en el agua sin cansarse. Su filosofía
era el fatalismo, pero creía que a veces el destino adverso se deja vencer por
la audacia.
Con Jaun de Alzate este libro comparte,
además, ese aire alejado, imaginativo, ajeno a la realidad, en un mundo propio, en un teatrillo lleno de símbolos y de poesía. Baroja se larga de Madrid igual que se marcha
de su propia vida, o más bien la somete a una operación estética de la que no
surge un libro de opiniones y de largas conversaciones sino, sobre todo, otra
obra maestra de la descripción.
Estando el autor en Nápoles, aún
en el prólogo de la novela, coincide con la marquesa de Roccanera, una mujer
muy interesante que le ofrece los libros de Juan Galardi. El procedimiento es
el habitual en los tomos de las Memorias de un hombre de acción que va escribiendo
al mismo tiempo, pero Juan Galardi no es Pello Leguía y su historia se cuenta
en tercera persona. Los cuadros no se pintan en primera persona (quizá por eso
Pello pinta el de Aviraneta).
Aquí empezaría propiamente la
novela, después de una magnífica obertura de cuarenta páginas, con la historia
de Galardi en Marsella (otra portentosa descripción) y su primer encuentro con
las ninfas perversas, en este caso una argelina, Raquel, que exprime a Galardi,
lo empuja a no ser honrado con el dinero del barco donde navega y, cuando ya no
le queda un duro, lo deja tirado. Poco después Galardi la ve con otro, y su
reacción dice mucho del tono que late, sin embargo, en la novela: “Era una
verdadera sirena. / Galardi la contempló con menos cólera de lo que hubiera
pensado. / Todos los animales violentos y feroces se domestican con la pedagogía
del hambre y del palo. Esta pedagogía había amansado al piloto.”
Galardi se marcha a Nápoles. Es
un gallardo marino vasco de 27 años del que se encapricha una marquesa, la
Roccanera, que aquí, más que ninfa, es hada madrina, la que envía al marino a
un mundo ficticio, a la casa del laberinto. Porque la marquesa, como está
enamorada de Galardi, lo hace su contable y lo manda al pueblo de Roccanera,
que es una manera un poco rara de tener amantes. Baroja pasa por alto toda
alusión erótica. No se sabe qué grado de amante tiene Galardi, si de florero o de
muñeco. La única escena erótica, a lo lejos, en un bosque, se mencionará muy de
pasada en el lío con Odilia, la ninfa nórdica.
El caso es que, cuando llega a
Roccanera, en Calabria, y vuelve a retratar maravillosamente el barrio de la
Marina, la novela se mete definitivamente a vivir en un cuadro. El inglés John
Stuart, un genuino hombre de acción, lo que da para dos ingeniosos cuentos
sobre cómo engañaba, en una época anterior a la narrada, a sus acreedores primero y a sus compradores después, decide construir una villa junto al mar y
contrata al paisajista Toscanelli. Y toda la enorme finca que ajardina es
también el tapiz donde se pinta la novela. A Baroja le gusta el mito de la
construcción, de los preparativos. Le gusta describir reformas y construcciones.
El lector, sin embargo, desconfía de Toscanelli, piensa que es un cantamañanas,
y queda tan gratamente sorprendido con el resultado como el dueño que lo
contrató, porque el arquitecto italiano no solo cuenta con los colores, sino
también, y sobre todo, con el tiempo. El mundo que crea Toscanelli convive con
una granja de labor y con una gruta misteriosa, con acantilados y valles
profundos, con jardines clásicos y bosques salvajes. Es un jardín romántico de
fantasía dentro de un paisaje calabrés, el escenario en el que se desarrollará
esta pequeña comedia bufa, como muy oportunamente abrochará Baroja la novela.
El drama, el tercer nivel de la
novela, empezaría en este punto. Otro inglés, O`Neil, después de una historia
de agradecimiento y de amistad, se queda con la finca, y tiempo después se la
deja a su hijo, Roberto, porque la hija, Susana, americana pragmática y
urbanita, asoma el morro en la historia pero no le gusta y se va. Este Roberto es
un retrato literario más que un personaje. Es un fantasma hecho de ecos, un
romántico de reglamento, soñador, contemplativo, insatisfecho, poeta y enfermo.
Su generosidad sin límites, su desprendimiento enfermizo me recordaba por
momentos al Alejandro Miquis de El doctor Centeno. Pero este Roberto, a pesar
de estar enfermo toda la novela, no deja de viajar a países perdidos ni de
invitar a gente rara, una galería de tipos barojianos perfectamente imaginables
en un cuadro no ya de Ricardo Baroja sino de Julio Caro. Por allí pasa el farero
que construye maquetas de barco, el ermitaño que vive del aire, el erudito
alemán que esconde un secreto vergonzoso, e incluso un faquir, al que Juan
Galardi no puede soportar, pero que al lector lo regocija, sobre todo cuando
habla “con gravedad de granuja”.
Las ninfas, sin embargo, se
interponen en ese mundo infantil para espíritus ancianos. Sus ecos todavía los
llaman desde el fondo del bosque y desde las olas de la playa. Laura Roccanera
conquista a Roberto, que podría haber elegido a Rosa Malaspina, la Charo buena
de La sensualidad pervertida, y
encima libre.
“Laura Roccanera y rosa Malaspina no
veían en el mundo más que el amor; todo lo demás les parecía insignificante y
ridículo.
Tras de esta afirmación de la primacía
de Eros no estaban en todo conformes. Para la Roccanera el amor tenía que ir
unido siempre a la admiración, al Fausto; la malaspina pensaba que podía ir
unido a cierta compasión.
¿Quién era más mujer? No es fácil
saberlo.
Galardi, por su parte, que prefiere
la vida sencilla, se rodea de aparceros resentidos, uno de los cuales intenta
matarlo, en una escena a lo Walter Scott que Baroja ventila en un abrir y cerrar
de ojos, cuando el taimado Pascual intenta que Galardi, que no les deja sisar a
la dueña, pise el suelo podrido de una galería y caiga desde veinte metros.
Pero su mundo es el del honrado Alfio y su hija Santa, un mundo previsible y
ordenado en el que Galardi se siente más a gusto, por más que, como hiciera
Jaun con la Pamposha, Galardi se deje seducir por otra ninfa serrana, Odilia, un
poco bruta, áspera y salvaje, y sin embargo amiga del conocimiento.
“Santa era una muchacha muy bonita y muy
simpática, con el óvalo de la cara perfecto, los ojos grandes y melancólicos,
el pelo de color de caoba, dividido en dos bandas y un aire de madonna.
Odilia era fuerte, corpulenta y
atlética; tenía la cara ancha y un poco juanetuda; los ojos verdes y una
magnífica cabellera rubia, casi roja.”
Mientras Roberto, el romántico
languideciente, caza sirenas y les pone trampas a los espíritus, Galardi se
casa con la humilde Santa, y lo primero que tiene que hacer para que no le
arruinen la vida es librar a su mujer de la superstición. La escena de la tata
fanática es estupenda, sobre todo el final, cuando Galardi la echa de casa: “Para
evitar un nuevo ataque de jettatura,
Santa puso a la entrada de la casa un cuerno y unas ramas de coral”, lo cual no
le sirvió para que Roberto no se liara con Odilia y a Baroja para que el bueno
de Roberto sacara a Galardi de las garras de la ninfa y se lo llevara, en una
goleta, a recorrer el Mediterráneo y visitar páginas de Cervantes, como la de
aquella Zahra de mala sombra que es como una versión cómica y misógina de la
historia de Zoraida.
La novela, a pesar del juego de
amoríos, llega a su punto culminante con los dos protagonistas, Roberto y
Galardi, y Santa, su esposa, contemplando un paisaje. Son tres o cuatro páginas
de antología, o de manual, o de ambas cosas, que no está en la red y me da
pereza copiar. El caso es que a partir de esa escena, después de algún que otro
episodio de decadencia y con un diablo ex maquina, Busoni, que aparece muy al
final para rematar románticamente la novela en cuatro pinceladas, el mundo
creado comienza a venirse abajo. La muerte de los personajes le da el sombreado
final. El jardín se descuida, los edificios de la villa que levantó
el primer inglés se vienen abajo. El tiempo pasa y los sueños se hunden. La
novela no es en absoluto abierta, pero al mismo tiempo significa la fundación
de un mundo aparte, fuera de la novela autobiográfica y también de la
histórica, que son las dos que había practicado hasta entonces, y sin embargo resumen y esencia de las dos. Yo diría, además, que La
leyenda de Jaun de Alzate le abrió nuevas perspectivas, el diseño de un mundo
alejado donde irse a vivir, y que el posoperatorio y la vacuna antirrábica le
dejaron en una melancolía que se sobrepone a base de romanticismo y de belleza.
En un cuarto de Rotterdam, con bata de lana, boina y zapatillas, con el
uniforme que ya no se quitaría nunca, Baroja, huido temporalmente del mundo, firmaba
una preciosa exposición de marinas, jardines y mundos perdidos, acaso uno de sus mejores libros.
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