17.1.14

Acuarelas escritas


Es una lástima que El laberinto de las sirenas no haya merecido una moderna edición crítica igual que la siguen mereciendo algunas de las obras mayores de Baroja. Para los historiadores de la literatura sería un filón interpretativo. Tiene de todo. Es una de sus novelas más poéticas, escrita con criterios pictóricos, y hay razones biográficas para pensar que es la primera gran obra de una nueva etapa, o por lo menos una de las novelas fundacionales del gran mito de Baroja.
               La novela es, sin tapujos, una apuesta literaria. Empieza en un tren, donde una dama, la duquesa de S., Demetria, le lanza el guante al capitán Andía. “A mí me gusta algo que sea como una melodía, una historia de amor con un fondo bonito, algo que distraiga, que divierta, que haga olvidar las cosas feas de la vida vulgar. ¿Usted sabe hacer algo así?”
No hay mejor resumen de la novela. Yo no sé si Baroja llegó alguna vez a escribir mejor que en este libro, sobre todo en esa espléndida obertura, ese “fondo bonito” en el que llena la novela de luz mediterránea, como si pintara un macchiaioli sobre el que luego contar sus historias, de manera que todos los personajes fuesen abstracciones simbólicas de una preciosa colección de marinas calabresas. Es, a su vez, el fondo modernista de Baroja. El propio Baroja escribió muchas otras novelas que partían de los hechos, no de los paisajes, pero esta (y eso lo comparte con Camino de perfección) es toda ella un ambiente, un respirar la brisa caliente y salada, un teñir de flores las escenas. La leemos como si viéramos un cuadro. No hay, pues, acción narrativa sino acción descriptiva, es decir, los acontecimientos son los que mejor cuadran con el paisaje que los contempla, no al revés. Las historias nacen de la geografía. Si hay gruta, hay sirenas; si hay laberinto, hay náufragos del romanticismo. Cuando es al revés, el paisaje es siempre de cartón, y aquí se puede oler un último sueño de tierra y libertad, como dice Roberto O’Neil en su canción de los hijos de Aitor (y que Jon Juaristi no aprovechó en su indiscriminada búsqueda de citas a granel, así como tampoco, más adelante, una mención explícita del Fausto).
Esa obertura sirve de marco a la narración, tal y como había montado las Memorias de un hombre de acción, que era a lo que más tiempo dedicaba desde hacía ya bastantes años. En este caso, el autor viaja a Nápoles con su amigo el doctor Recalde, y la novela empieza ya a desprender la fragancia de los símbolos. Las descripciones de las calles de Nápoles, del puerto y, sobre todo, la espectacular, colorida, abigarrada, vivísima descripción de la puerta Capuana son como si el autor empezara por demostrar a la duquesa de S. todo lo que hay que saber en materia de estilo. No sé si se puede o no describir mejor, pero, por lo que a mí respecta, creo que no se debe, si no se quiere perder una sola ráfaga de emoción. Baroja mantiene a raya la retórica al mismo tiempo que utiliza lo más vistoso de la lengua, los nombres de las cosas, las flores y las calles y las aguas, para acostumbrarnos la mirada a una Italia idealizada en los ensueños pictóricos y literarios de su autor. Esta demorada introducción, este vasto fondo es un espléndido ejercicio de mímesis, pero no mímesis de la realidad sino mímesis de la representación de la realidad. El laberinto se crea con estas largas descripciones. El mundo se construye en estas páginas, y dentro vemos a los títeres, que nos cuentan historias.
Recalde, el médico, la ciencia, la realidad, no acaba de encontrarse en aquel mundo que a Baroja le entusiasma contemplar, y lo deja solo. Baroja en aquellos tiempos vivía rodeado de médicos. Quizá, cuando se ponía a escribir, lo primero que quería era olvidarse de ellos. Ya digo que la novela tiene jugo biográfico. Se escribió en 1923. Recomiendo la preciosa reseña de Julio Caro que acompaña su edición de Caro Raggio y que también está en la imprescindible Guía de Pío Baroja que editó Pío Caro para Cátedra. Allí dice, primero, que la terminó en Rotterdam, en septiembre de 1923, en una época en la también viajó por Alemania y Dinamarca (o por Suiza, que es donde empieza El amor, el dandismo y la intriga, también de 1923), pero fueron las impresiones de un viaje a Nápoles las que le inspiraron El laberinto de las sirenas. Es de suponer que en su viaje a Nápoles Baroja tuvo que escribir un montón de acuarelas que luego utilizó para decorar el comienzo, mientras el arquitecto Toscanelli construye un mundo aparte, alejado incluso del paisaje, en una gruta donde habitan las ninfas y pululan los tipos barojianos como en un paraíso que parece un limbo. Me he acordado mucho leyéndolo de Las veladas de Santa Eufrosina, de Julio Caro, que tienen ese tono metaliterario, melancólico y pictórico, y retratan escenas italianas. El caso es que la terminó de escribir lejos de Italia, en un lugar con otra luz, cosa que se notaría si la impresión de las largas y brillantes descripciones del principio no fuese tan envolvente y duradera.  
Pero un mes antes de terminar la novela, en agosto de 1923, a Baroja lo habían tenido que ingresar en el Instituto Ramón y Cajal para seguir una cura antirrábica porque le mordió un perro. Fue un mal principio para una buena y larga etapa creativa, o bien un final irónico para una fase muy difícil de su vida, llena de problemas de salud. En 1921, harto de padecer, se le extirpó la próstata. De todo ello hay un evidente, irónico y hermoso reflejo en esta novela. Roberto O’Neil compone un poema entre Coleridge y Poe sobre la muerte de Pan, otro gran tema nietzscheano que, por cierto, se le pasó por alto a Gonzalo Sobejano en su exhaustivo inventario de nietzscheanismos. “Sí; se acabó la alegría de la vida antigua, fuerte e inconsciente; se acabó la confianza en la naturaleza y en los instintos; se acabó la creencia en los mitos vitales; se acabó el correr, coronados de hiedra, por los bosques.” Afortunadamente, los críticos de peor baba también la pasaron por alto. Baroja era en 1920, en el prólogo a La sensualidad pervertida, creo recordar, “un fauno reumático”. En 1923 ya solo quedaba el reúma.
Se dice que uno de los efectos de aquella operación, aparte de que Baroja fue a partir de entonces “más adusto”, como repiten las biografías tópicas, fue que se volvió muy friolero. El laberinto de las sirenas es una de las primeras novelas que Baroja ya escribe con la bata de lana y la boina y la bufanda blanca, que es como ha pasado a la historia. En 1922, en la breve visita que rindió a Teruel acompañado de Ortega y Gasset, los periódicos locales informaron de que Baroja lamentó no haber traído la boina, porque hacía más frío del que imaginaba, y eso que estaban en abril. Iba a cumplir cincuenta años. La boina no la necesitaba para visitar la ciudad, porque llevaba sombrero, sino para estar en el cuarto del hotel. En la maleta llevaría la bata de lana y esas zapatillas de paño sobre las que discutiría poco después, en 1925, en el prólogo de La nave de los locos, también con Ortega y Gasset.
El caso es que Baroja había ya doblado su cabo de las tormentas. Luis Murguía, tres años antes, era Baroja hecho personaje, danzando por Europa, pero aquí Juan Galardi y Roberto O’Neil no son contrafiguras del autor sino, en todo caso, contrafiguras de sus personajes. Hay un doble fondo en ellos. Juan Galardi, “un vasco decidido y valiente”, es una abstracción de sus tres anteriores grandes héroes vascos, Martín Zalacaín, Shanti Andía y Jaun de Alzate:

Galardi tenía la cabeza sólida, mucha fuerza y mucha agilidad, y, sobre todo, mucho nervio; en su primera juventud había sido un buen jugador de pelota. Era, además, muy diestro en el boxeo y un gran nadador, que podía pasarse dos o tres horas en el agua sin cansarse. Su filosofía era el fatalismo, pero creía que a veces el destino adverso se deja vencer por la audacia.

Con Jaun de Alzate este libro comparte, además, ese aire alejado, imaginativo, ajeno a la realidad, en un mundo propio, en un teatrillo lleno de símbolos y de poesía. Baroja se larga de Madrid igual que se marcha de su propia vida, o más bien la somete a una operación estética de la que no surge un libro de opiniones y de largas conversaciones sino, sobre todo, otra obra maestra de la descripción.
Estando el autor en Nápoles, aún en el prólogo de la novela, coincide con la marquesa de Roccanera, una mujer muy interesante que le ofrece los libros de Juan Galardi. El procedimiento es el habitual en los tomos de las Memorias de un hombre de acción que va escribiendo al mismo tiempo, pero Juan Galardi no es Pello Leguía y su historia se cuenta en tercera persona. Los cuadros no se pintan en primera persona (quizá por eso Pello pinta el de Aviraneta).
Aquí empezaría propiamente la novela, después de una magnífica obertura de cuarenta páginas, con la historia de Galardi en Marsella (otra portentosa descripción) y su primer encuentro con las ninfas perversas, en este caso una argelina, Raquel, que exprime a Galardi, lo empuja a no ser honrado con el dinero del barco donde navega y, cuando ya no le queda un duro, lo deja tirado. Poco después Galardi la ve con otro, y su reacción dice mucho del tono que late, sin embargo, en la novela: “Era una verdadera sirena. / Galardi la contempló con menos cólera de lo que hubiera pensado. / Todos los animales violentos y feroces se domestican con la pedagogía del hambre y del palo. Esta pedagogía había amansado al piloto.”
Galardi se marcha a Nápoles. Es un gallardo marino vasco de 27 años del que se encapricha una marquesa, la Roccanera, que aquí, más que ninfa, es hada madrina, la que envía al marino a un mundo ficticio, a la casa del laberinto. Porque la marquesa, como está enamorada de Galardi, lo hace su contable y lo manda al pueblo de Roccanera, que es una manera un poco rara de tener amantes. Baroja pasa por alto toda alusión erótica. No se sabe qué grado de amante tiene Galardi, si de florero o de muñeco. La única escena erótica, a lo lejos, en un bosque, se mencionará muy de pasada en el lío con Odilia, la ninfa nórdica.
El caso es que, cuando llega a Roccanera, en Calabria, y vuelve a retratar maravillosamente el barrio de la Marina, la novela se mete definitivamente a vivir en un cuadro. El inglés John Stuart, un genuino hombre de acción, lo que da para dos ingeniosos cuentos sobre cómo engañaba, en una época anterior a la narrada, a sus acreedores primero y a sus compradores después, decide construir una villa junto al mar y contrata al paisajista Toscanelli. Y toda la enorme finca que ajardina es también el tapiz donde se pinta la novela. A Baroja le gusta el mito de la construcción, de los preparativos. Le gusta describir reformas y construcciones. El lector, sin embargo, desconfía de Toscanelli, piensa que es un cantamañanas, y queda tan gratamente sorprendido con el resultado como el dueño que lo contrató, porque el arquitecto italiano no solo cuenta con los colores, sino también, y sobre todo, con el tiempo. El mundo que crea Toscanelli convive con una granja de labor y con una gruta misteriosa, con acantilados y valles profundos, con jardines clásicos y bosques salvajes. Es un jardín romántico de fantasía dentro de un paisaje calabrés, el escenario en el que se desarrollará esta pequeña comedia bufa, como muy oportunamente abrochará Baroja la novela.
El drama, el tercer nivel de la novela, empezaría en este punto. Otro inglés, O`Neil, después de una historia de agradecimiento y de amistad, se queda con la finca, y tiempo después se la deja a su hijo, Roberto, porque la hija, Susana, americana pragmática y urbanita, asoma el morro en la historia pero no le gusta y se va. Este Roberto es un retrato literario más que un personaje. Es un fantasma hecho de ecos, un romántico de reglamento, soñador, contemplativo, insatisfecho, poeta y enfermo. Su generosidad sin límites, su desprendimiento enfermizo me recordaba por momentos al Alejandro Miquis de El doctor Centeno. Pero este Roberto, a pesar de estar enfermo toda la novela, no deja de viajar a países perdidos ni de invitar a gente rara, una galería de tipos barojianos perfectamente imaginables en un cuadro no ya de Ricardo Baroja sino de Julio Caro. Por allí pasa el farero que construye maquetas de barco, el ermitaño que vive del aire, el erudito alemán que esconde un secreto vergonzoso, e incluso un faquir, al que Juan Galardi no puede soportar, pero que al lector lo regocija, sobre todo cuando habla “con gravedad de granuja”.
Las ninfas, sin embargo, se interponen en ese mundo infantil para espíritus ancianos. Sus ecos todavía los llaman desde el fondo del bosque y desde las olas de la playa. Laura Roccanera conquista a Roberto, que podría haber elegido a Rosa Malaspina, la Charo buena de La sensualidad pervertida, y encima libre.  

“Laura Roccanera y rosa Malaspina no veían en el mundo más que el amor; todo lo demás les parecía insignificante y ridículo.
Tras de esta afirmación de la primacía de Eros no estaban en todo conformes. Para la Roccanera el amor tenía que ir unido siempre a la admiración, al Fausto; la malaspina pensaba que podía ir unido a cierta compasión.
¿Quién era más mujer? No es fácil saberlo.

Galardi, por su parte, que prefiere la vida sencilla, se rodea de aparceros resentidos, uno de los cuales intenta matarlo, en una escena a lo Walter Scott que Baroja ventila en un abrir y cerrar de ojos, cuando el taimado Pascual intenta que Galardi, que no les deja sisar a la dueña, pise el suelo podrido de una galería y caiga desde veinte metros. Pero su mundo es el del honrado Alfio y su hija Santa, un mundo previsible y ordenado en el que Galardi se siente más a gusto, por más que, como hiciera Jaun con la Pamposha, Galardi se deje seducir por otra ninfa serrana, Odilia, un poco bruta, áspera y salvaje, y sin embargo amiga del conocimiento.

“Santa era una muchacha muy bonita y muy simpática, con el óvalo de la cara perfecto, los ojos grandes y melancólicos, el pelo de color de caoba, dividido en dos bandas y un aire de madonna.
Odilia era fuerte, corpulenta y atlética; tenía la cara ancha y un poco juanetuda; los ojos verdes y una magnífica cabellera rubia, casi roja.”

Mientras Roberto, el romántico languideciente, caza sirenas y les pone trampas a los espíritus, Galardi se casa con la humilde Santa, y lo primero que tiene que hacer para que no le arruinen la vida es librar a su mujer de la superstición. La escena de la tata fanática es estupenda, sobre todo el final, cuando Galardi la echa de casa: “Para evitar un nuevo ataque de jettatura, Santa puso a la entrada de la casa un cuerno y unas ramas de coral”, lo cual no le sirvió para que Roberto no se liara con Odilia y a Baroja para que el bueno de Roberto sacara a Galardi de las garras de la ninfa y se lo llevara, en una goleta, a recorrer el Mediterráneo y visitar páginas de Cervantes, como la de aquella Zahra de mala sombra que es como una versión cómica y misógina de la historia de Zoraida.
La novela, a pesar del juego de amoríos, llega a su punto culminante con los dos protagonistas, Roberto y Galardi, y Santa, su esposa, contemplando un paisaje. Son tres o cuatro páginas de antología, o de manual, o de ambas cosas, que no está en la red y me da pereza copiar. El caso es que a partir de esa escena, después de algún que otro episodio de decadencia y con un diablo ex maquina, Busoni, que aparece muy al final para rematar románticamente la novela en cuatro pinceladas, el mundo creado comienza a venirse abajo. La muerte de los personajes le da el sombreado final. El jardín se descuida, los edificios de la villa que levantó el primer inglés se vienen abajo. El tiempo pasa y los sueños se hunden. La novela no es en absoluto abierta, pero al mismo tiempo significa la fundación de un mundo aparte, fuera de la novela autobiográfica y también de la histórica, que son las dos que había practicado hasta entonces, y sin embargo resumen y esencia de las dos. Yo diría, además, que La leyenda de Jaun de Alzate le abrió nuevas perspectivas, el diseño de un mundo alejado donde irse a vivir, y que el posoperatorio y la vacuna antirrábica le dejaron en una melancolía que se sobrepone a base de romanticismo y de belleza. En un cuarto de Rotterdam, con bata de lana, boina y zapatillas, con el uniforme que ya no se quitaría nunca, Baroja, huido temporalmente del mundo, firmaba una preciosa exposición de marinas, jardines y mundos perdidos, acaso uno de sus mejores libros.

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