Cuando empecé con estas lecturas barojianas tuve claro que
no quería llevar un orden cronológico, académico y característico. Prefería
dedicarme al mariposeo, que es la
definición exacta que dio Baroja de su obra posterior a 1914. Hay varios
Barojas y yo quería ir saltando de uno al otro. Quedaba, siempre, en medio el
gran proyecto narrativo de las Memorias
de un hombre de acción, que, ese sí, supuse que habría que leerlo desde el principio hasta el fin.
Pero
tampoco. La lectura de El laberinto de
las sirenas me ha llevado a los tomos de Aviraneta más cercanos en el
tiempo, empezando por El amor, el
dandismo y la intriga, libro que leí hace, ya, nueve años, cuando estaba
documentándome para Fabricación británica.
Entonces resultó decepcionante porque allí no había nada que me pudiera servir.
Las luchas intestinas de los generales carlistas antes y después de la
Expedición Real de 1837 (que en esta novela pasa sin ser notada) a mí no me
servían más que para rellenar un par de páginas, y sin embargo encontré algo
que me llamó la atención.
El
personaje más interesante de esta novela es un inglés que Pello Leguía, el narrador, encuentra en Bayona, Jorge Stratford Grains. Luego
hablaremos de él. Lo interesante ahora (es decir, entonces) eran dos asuntos
que anoté en el margen de la edición de Caro Raggio.
El primero es que ese inglés tan
distante y comprensivo, tan amable y altivo, tan héroe de Baroja, que exige a
su amante, Delfina, marquesa ella, que abandone a su marido y se vaya a vivir
con él porque le parece indigno mantener sus amores en secreto, se llama igual,
y con las mismas iniciales, que José Stratford Gibson, el inglés que Ricardo
Baroja encontró en Albarracín y del que ya hemos hablado aquí, y que inspiró al
inglés de El mayorazgo de Labraz, Bothwell
Crawford Esquire. El mismo inglés, sin altanería sutil y con una generosidad
enfermiza, aparecerá después en la figura de Roberto O’Neil en El laberinto de las sirenas. Espero recibir
la semana que viene un libro de José Alberich donde se indaga en estas
cuestiones.
El otro asunto, que ya se ha
mencionado aquí y que en el fondo es lo que más me interesa, es que esta novela
se publicó en 1922, el año en que Baroja, acompañado de Ortega y Gasset, visitó
Teruel. No deja de ser una curiosa coincidencia que antes habría que matizar un
poco. Baroja estuvo en Teruel a finales
de abril, y en octubre, en Vera de Bidasoa, concluía El amor, el dandismo y la intriga. Por lo demás, hay testimonios
del propio Baroja de que en junio ya estaba en Vera, donde hacía más calor del
habitual y el río se llenaba de mosquitos. Teniendo en cuenta que siguió
viajando hacia el norte, lo más probable es que siguiese camino a Vera sin
pasar siquiera por Madrid, y una vez instalado en Itzea comenzase a escribir la
novela. Los exegetas dirán que el narrador de esta novela, Pello Leguía dice
que comenzó este libro “en verano en un valle de los Alpes”, uno de los varios
valles alpinos que visita “como el enfermo que cambia de postura”.
No está claro si Baroja había
creado antes o después de visitar Teruel a Jorge Stratford Grains, ni si, por
salir de Madrid y alejarse de la enfermedad, decidió buscar al genuino José
Stratford Gibson, que por entonces debía de andar por los setenta años, a tenor
de lo que se nos sugiere en el cuento de Ricardo Baroja, escrito a principios
de siglo. Claro que Statford pasaba, como Baroja, los inviernos en Madrid y los
veranos en Albarracín, de modo que, dando por supuesto que siguiese vivo,
habría tenido que adelantar su estiaje a la primavera. Ya sé que fue una
invención de Ricardo, sublimada por otra invención de Pío. Por eso doy por
hecho que estaba vivo.
El Jorge Stratford Grains de El amor, el dandismo y la intriga tuvo
que ser, pues, padre de José Stratford Gibson, porque vivió con el siglo, y
para cuando Ricardo creó a José ya rondaría los cien años, algo impensable para
un individuo tan sensible y tan discretamente atormentado.
En todo caso, ¿qué otro interés
podría tener Baroja en venir a Teruel? Los retratos al natural que sacó de
Albarracín y de Teruel aparecerían en 1925, en La nave de los locos, y no tienen nada que ver con los que tomó en
otro viaje de 1930 por el Maestrazgo, de los que salió La venta de Mirambel.
Volveremos sobre este asunto. Aquí nos importa este otro inglés, Stratford Grain, sobre todo por ese carácter
enfermizo que hace, por ejemplo, que su madre lo considere todavía como un niño
enfermo y débil, preocupación rara en una inglesa. Stratford entra y sale de la novela sin mayor protagonismo, pero en su relación con Delfina Vitelli,
Madama D’Aubignac, yo diría que está ya el punto de partida de El laberinto de las sirenas, que
publicaría al año siguiente. Stratford es, como Roberto, un hombre culto que,
como otro inglés que se encuentra Leguía en un viaje entre Orthez y Pau,
“viajaba para ahuyentar el spleen”.
Hay más ingleses en la obra,
desde la mención escueta de George Borrow (a quien ya nombró Baroja, hablando de su
diccionario caló, en El mayorazgo de
Labraz) al brigadier del ejército liberal Lord John Hay, “hombre de buena
pasta, un tanto vanidoso, y a quien le había entrado la obsesión de hacer un
papel trascendental en la historia de España”, y que, por mero escrúpulo
ordenancista, hace abortar el secuestro del Pretendiente. Este secuestro se había planeado con mucho
detalle, pero, fiel a su sentido de la narración, Baroja lo deja en nada cuando
ya está listo todo.
La novela, contada, como digo,
por Leguía, y situada casi todo el tiempo en Bayona, tiene un fondo histórico
que es como el fondo pictórico que encontraremos luego en Las sirenas, porque aquí, descripciones de ese calibre, y mucho más
breves, solo hay un par de ellas (si descontamos, claro, algún que otro
ramalazo de nostalgia vasca). Aquí la historia real, datable,
comprobable, con nombres y apellidos verídicos, se centra en 1837, y en los
intentos de Aviraneta, que está siempre en un segundo plano, por desestabilizar
al ejército carlista, bien sobornando al general Maroto, bien haciendo cundir
la desunión entre sus filas, bien secuestrando al rey bufo, de quien Baroja no
pierde oportunidad de ponerlo de inepto para arriba. Incluso tratan de que abdique en el infante Sebastián, que
tenía el temperamento impredecible y los ojos de loco.
Ninguno de los planes,
minuciosamente festoneados de intrigas históricas, surte el menor efecto, y la
única verdadera acción, salvo una
refriega en Vera y un intento de emboscada, es la que protagoniza Leguía cuando
cae en una trampa (un tanto previsible) junto con la última de sus conquistas,
María Luisa, a quien salva gracias a un narcótico que le entregó en París el
abate Girovanna, un tipo curioso, para la galería de tipos barojianos, pero
también un esbozo de lo que luego, con toques aquí y allá, le serviría en Las sirenas.
Ese es, como se dice ahora, el
subtexto, o la ambientación, que se ha dicho siempre. O más bien el paratexto, porque, en su descansada vida
de espía, a Leguía le suceden cosas tan interesantes o más que la propia guerra
carlista.
Baroja nos pinta a Leguía “alto,
fornido, con la cara redonda, los ojos pardos y el pelo negro y ensortijado”.
Incluso, dice Aviraneta, con un cierto aire neroniano. De temperamento
mudadizo, se esfuerza en ser un dandy, y que su dandismo esté “por encima del
peligro de las balas”. En sus brazos van cayendo las mujeres de la novela, con
las que yace en graciosas elipsis y que dan idea de lo que por aquellos días Baroja pensaba del eterno femenino. No recuerdo una novela en la que no hubiera prácticamente ninguna
mujer que se salvase de la quema: la que no es tonta es aprovechada, la que no
cínica, y la que no pazguata. Y lo normal, en Baroja, no es eso. En todas las
novelas hay un equilibrio entre mujeres interesantes y despreciables. Aquí se
nota como una misoginia un poco forzada, de rabieta, sobre la que tampoco
merece la pena insistir para no buscarle los tres pies a la biografía. Estas
son interesantes, desde luego, pero todas están tratadas con ese desdén
misógino con el que, se supone, hay que ser un dandy. No sé si esto es por afán
de verosimilitud o por reflejo de experiencias personales. Diremos que ocurre
lo primero.
Pondremos en orden las mujeres,
que hay muchas:
Madama de Laussat era “una rubia de unos treinta a treinta y cinco
años, de cara ancha y un poco juanetuda, de ojos claros y labios gruesos y rojos”,
del círculo de señoras con aire de libertinas que se encontró en Bayona.
Madama D’Aubignac, Delfina Vitelli, “era rubia, con un color como
desteñido, de ojos azules, la nariz recta, las cejas finas, la boca pequeña, de
labios pálidos, la expresión reservada y un tanto teatral. Era muy elegante y
esbelta; tenía las manos delgadas, de dedos largos, con las que accionaba muy
bien, y tomaba unas actitudes artísticas. Tenía un niño y una niña”. Esta
Delfina, de la que Leguía es buen amigo (otro clásico en Baroja, la amistad con
las mujeres, más allá del amor, y eso después de una indiscreción con ella que
a Leguía le cuesta un duelo a espada) es la que se lía con Stratford, pero
tiene dos hijos… Leguía es implacable con ella, aunque no se lo dice a
la cara: “quiere usted religión y
libertad de pensamiento exclusiva para usted, costumbres muy severas y al mismo
tiempo facilidad en las pasiones; ser muy honorable y tener un amante, tener un
hombre enérgico y altivo y al mismo tiempo que se doblegue a sus necesidades y
a sus caprichos.”
Dolores la riojana es su primer polvo volandero. La seducción dura una
página, diálogos incluidos. Dolores está sirviendo con una señora que tiene un
niño enfermo y se aburre mucho. Leguía la invita a pasear, oscurece, se meten en
la casa de la señora. “Por la mañana, cuando salí de allí, la muchacha
lloraba”.
A la mujer de Vinuesa Baroja no se molesta en buscarle
nombre. Es “una mujer alta, fuerte, con el
pelo rubio y la tez blanca y sonrosada: una verdadera walkiria. Tenía los ojos
azules, los labios muy gruesos y la dentadura muy blanca.” Enfadada con el marido
por haberla dejado sola mientras atendía sus negocios, “la alemana llevó hasta
el final su venganza”, o sea, otro polvo con Leguía.
Gabriela la Roncalesa (que tendrá su papel en Las figuras de cera), es “alta, huesuda, rubia, de un rubio de color de
panocha, con los ojos claros, las facciones un poco duras, el aire enérgico e
inteligente.” Aunque todas son rubias, esta y la anterior prefiguran más a
Odilia. La que no recuerdo si es rubia es otra loca con la que Leguía se
entusiasma, antes de saber que está loca.
A Gabriela no se la tira, y a la loca, afortunadamente, tampoco.
La marquesa Redenska, en París, en un relato que, dicho sea de
paso, podría ser de 1920. Cuando no hay un tapiz de sables detrás, la novela no
se sabe si habla de 1837, que es cuando suceden los acontecimientos; de 1890,
más o menos, que es cuando Leguía la narra, o de 1922, que es cuando Baroja la
escribe. Ese París es el mismo ambiente que veremos en la trilogía Agonías de nuestro tiempo, tan viajera y
cosmopolita, ambientada casi un siglo después. Salvo algún que otro detalle de
vestimenta –pocos- y las menciones, muy ajustadas en el tiempo, a Balzac,
Tolstoi, Dostoievski o Ibsen (mencionadas por el narrador desde finales de
siglo, no por el personaje en tiempos de la guerra carlista), lo demás no
pertenece a una época determinada. Es como si Baroja se hubiera dado una vuelta
por otra época con el mismo personaje, o bien que viviera unos días en la época Baroja, un tiempo pasado
indefinido, sobre todo cuando está en un hotel. Pero esta marquesa Redenska no
es como Sacha Savarov, desde luego. El bohemio Valdés, otro tipo barojiano,
recomienda a Leguía que la trate como a una portera, cosa que a ella,
sorprendentemente, le encanta.
María Luisa Taboada es la
única morena y la que más le gusta, a Leguía y a Baroja, y por eso le dedica
una descripción más matizada:
Era una mujer de mediana estatura,
morena, seca. Tenía el óvalo de la cara muy alargado; la nariz, también larga;
los ojos, pequeños, brillantes, muy bonitos; el pelo, negro, la piel, curtida
por el sol; la boca, un poco incorrecta, que dejaba al descubierto la dentadura,
blanca y fuerte. Nadie hubiera dicho que era bonita, pero tenía atractivo.
Había en ella algo de la viveza y de la gracia de la cabra. Su cuerpo era esbelto
y bien formado; la mano, chiquita, y, a pesar de esto, fuerte; el pie, muy
pequeño. Se vestía un tanto caprichosamente, aunque siempre de oscuro. Llevaba
corbatas de hombre y sombrero de hombre. Tendría unos veinticinco a veintiséis
años. Su padre era gallego y su madre castellana. Ella había heredado de su madre
su sequedad y su energía.
Esta descripción nos suena, y
siempre para bien. Sin embargo, no se libra del ramalazo porque, según Leguía,
habla “con la pedantería que tienen las mujeres cuando se ocupan de política”.
De ella no le atrae su viveza ni su gracia, sino “algo ardiente y seco que me
gustaba. Era como un paisaje castellano tostado por el sol”, lo que muy
difícilmente puede considerarse un piropo.
María Luisa sí cae en las redes
de Leguía, después de una escena de folletín romántico en la que a Leguía le
toca el papel de héroe que libera a la dama, con la que se esconde luego en una
casa de citas y con la que tiene un encuentro que suena a fantasía sexual de
andar por casa. María Luisa, cuando lo ve tiempo después, no quiere saber nada
de él, como aquella Ascensión de Camino
de perfección con la que Ossorio quería congraciarse después de seducirla y
dejarla tirada, y que a mí me recuerda siempre a Dido en el infierno.
Pero Leguía, más que un
romántico, es un sentimental, por mucho que finja indiferencia cuando su
suegra, doña Mercedes, le canta las cuarenta, porque allí todo el mundo se
espía y ella ya se ha enterado de sus polvos furtivos. A Leguía le da lo mismo,
pero no es esa indiferencia silvestre que manifestó Zalacaín o Jaun después de
sus infidelidades, sino un desapego demasiado falso, demasiado teatral, hasta
que el propio Leguía se sincera consigo mismo:
Es posible que haya una moral de hombre sano y una
moral de hombre enfermo; yo había pasado de la una a la otra.
Tenía una idea de remordimiento, de la
que no me podía librar: el haber suducido a la muchacha alavesa en bidart, el
caso de María Luisa y el de la mujer de Vinuesa me turbaban el espíritu.
¿Para qué había hecho esto? No lo
comprendía. No me lo explicaba. había seguido una tradición de violencia y de
egoísmo, porque sí.
Todos mis amigos aparecían al pie de la
cama y me echaban en cara mi dureza y mi crueldad.
No, no
vale para dandy, ni tampoco para conspirador. La suegra y Corito, que no dice
ni mu en toda la novela, lo perdonan y Leguía comunica a Aviraneta que no
quiere ser conspirador. El romanticismo de los duelos y de las intrigas es “una
enfermedad, una cosa forzada, recalentada, que no produce más que fantasmas
monstruosos”; el que perdura es el romanticismo “de Goethe, el de Dickens, el
de Balzac y el de Carlyle”. El mito de don Juan solo funciona en sociedades
fanáticas y reprimidas, en la España de los Siglos de Oro, iluminada por las
hogueras del miedo al infierno. “Fuera de esa época y de España”, dice
Stratford, “es un personaje ridículo”. El don Juan es un calavera entrado en
años, pero el dandy “es un tipo más en consonancia con nuestro tiempo”, que a
Baroja tampoco le convence.
Todos
estos líos amatorios de Leguía están pespunteados por un hilo de decepción, de
cansancio, de gozar sin ganas, y de comentarios tenebrosos acerca de la edad. Baroja
cumplía ese año los cincuenta, y sus comentarios al respecto no son ni siquiera
irónicos: “Las canas, que ya de por sí son repugnantes, a pesar de los epítetos
de respetables, venerables y demás, se hacen aún más repulsivas cuando están
repeinadas y aliñadas”, y esto lo dice Leguía, que en la novela, para su última
misión, se tiene que tintar el pelo de blanco si quiere parecer más respetable.
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