19.1.14

Ni dandy ni conspirador


Cuando empecé con estas lecturas barojianas tuve claro que no quería llevar un orden cronológico, académico y característico. Prefería dedicarme al mariposeo, que es la definición exacta que dio Baroja de su obra posterior a 1914. Hay varios Barojas y yo quería ir saltando de uno al otro. Quedaba, siempre, en medio el gran proyecto narrativo de las Memorias de un hombre de acción, que, ese sí, supuse que habría que leerlo desde el principio hasta el fin.
               Pero tampoco. La lectura de El laberinto de las sirenas me ha llevado a los tomos de Aviraneta más cercanos en el tiempo, empezando por El amor, el dandismo y la intriga, libro que leí hace, ya, nueve años, cuando estaba documentándome para Fabricación británica. Entonces resultó decepcionante porque allí no había nada que me pudiera servir. Las luchas intestinas de los generales carlistas antes y después de la Expedición Real de 1837 (que en esta novela pasa sin ser notada) a mí no me servían más que para rellenar un par de páginas, y sin embargo encontré algo que me llamó la atención.
           El personaje más interesante de esta novela es un inglés que Pello Leguía, el narrador, encuentra en Bayona, Jorge Stratford Grains. Luego hablaremos de él. Lo interesante ahora (es decir, entonces) eran dos asuntos que anoté en el margen de la edición de Caro Raggio.
El primero es que ese inglés tan distante y comprensivo, tan amable y altivo, tan héroe de Baroja, que exige a su amante, Delfina, marquesa ella, que abandone a su marido y se vaya a vivir con él porque le parece indigno mantener sus amores en secreto, se llama igual, y con las mismas iniciales, que José Stratford Gibson, el inglés que Ricardo Baroja encontró en Albarracín y del que ya hemos hablado aquí, y que inspiró al inglés de El mayorazgo de Labraz, Bothwell Crawford Esquire. El mismo inglés, sin altanería sutil y con una generosidad enfermiza, aparecerá después en la figura de Roberto O’Neil en El laberinto de las sirenas. Espero recibir la semana que viene un libro de José Alberich donde se indaga en estas cuestiones.
El otro asunto, que ya se ha mencionado aquí y que en el fondo es lo que más me interesa, es que esta novela se publicó en 1922, el año en que Baroja, acompañado de Ortega y Gasset, visitó Teruel. No deja de ser una curiosa coincidencia que antes habría que matizar un poco.  Baroja estuvo en Teruel a finales de abril, y en octubre, en Vera de Bidasoa, concluía El amor, el dandismo y la intriga. Por lo demás, hay testimonios del propio Baroja de que en junio ya estaba en Vera, donde hacía más calor del habitual y el río se llenaba de mosquitos. Teniendo en cuenta que siguió viajando hacia el norte, lo más probable es que siguiese camino a Vera sin pasar siquiera por Madrid, y una vez instalado en Itzea comenzase a escribir la novela. Los exegetas dirán que el narrador de esta novela, Pello Leguía dice que comenzó este libro “en verano en un valle de los Alpes”, uno de los varios valles alpinos que visita “como el enfermo que cambia de postura”.
No está claro si Baroja había creado antes o después de visitar Teruel a Jorge Stratford Grains, ni si, por salir de Madrid y alejarse de la enfermedad, decidió buscar al genuino José Stratford Gibson, que por entonces debía de andar por los setenta años, a tenor de lo que se nos sugiere en el cuento de Ricardo Baroja, escrito a principios de siglo. Claro que Statford pasaba, como Baroja, los inviernos en Madrid y los veranos en Albarracín, de modo que, dando por supuesto que siguiese vivo, habría tenido que adelantar su estiaje a la primavera. Ya sé que fue una invención de Ricardo, sublimada por otra invención de Pío. Por eso doy por hecho que estaba vivo.
El Jorge Stratford Grains de El amor, el dandismo y la intriga tuvo que ser, pues, padre de José Stratford Gibson, porque vivió con el siglo, y para cuando Ricardo creó a José ya rondaría los cien años, algo impensable para un individuo tan sensible y tan discretamente atormentado.
En todo caso, ¿qué otro interés podría tener Baroja en venir a Teruel? Los retratos al natural que sacó de Albarracín y de Teruel aparecerían en 1925, en La nave de los locos, y no tienen nada que ver con los que tomó en otro viaje de 1930 por el Maestrazgo, de los que salió La venta de Mirambel.
Volveremos sobre este asunto. Aquí nos importa este otro inglés, Stratford Grain, sobre todo por ese carácter enfermizo que hace, por ejemplo, que su madre lo considere todavía como un niño enfermo y débil, preocupación rara en una inglesa. Stratford entra y sale de la novela sin mayor protagonismo, pero en su relación con Delfina Vitelli, Madama D’Aubignac, yo diría que está ya el punto de partida de El laberinto de las sirenas, que publicaría al año siguiente. Stratford es, como Roberto, un hombre culto que, como otro inglés que se encuentra Leguía en un viaje entre Orthez y Pau, “viajaba para ahuyentar el spleen”.
Hay más ingleses en la obra, desde la mención escueta de George Borrow (a quien ya nombró Baroja, hablando de su diccionario caló, en El mayorazgo de Labraz) al brigadier del ejército liberal Lord John Hay, “hombre de buena pasta, un tanto vanidoso, y a quien le había entrado la obsesión de hacer un papel trascendental en la historia de España”, y que, por mero escrúpulo ordenancista, hace abortar el secuestro del Pretendiente.  Este secuestro se había planeado con mucho detalle, pero, fiel a su sentido de la narración, Baroja lo deja en nada cuando ya está listo todo.
La novela, contada, como digo, por Leguía, y situada casi todo el tiempo en Bayona, tiene un fondo histórico que es como el fondo pictórico que encontraremos luego en Las sirenas, porque aquí, descripciones de ese calibre, y mucho más breves, solo hay un par de ellas (si descontamos, claro, algún que otro ramalazo de nostalgia vasca). Aquí la historia real, datable, comprobable, con nombres y apellidos verídicos, se centra en 1837, y en los intentos de Aviraneta, que está siempre en un segundo plano, por desestabilizar al ejército carlista, bien sobornando al general Maroto, bien haciendo cundir la desunión entre sus filas, bien secuestrando al rey bufo, de quien Baroja no pierde oportunidad de ponerlo de inepto para arriba. Incluso tratan de que abdique en el infante Sebastián, que tenía el temperamento impredecible y los ojos de loco.
Ninguno de los planes, minuciosamente festoneados de intrigas históricas, surte el menor efecto, y la única verdadera acción, salvo una refriega en Vera y un intento de emboscada, es la que protagoniza Leguía cuando cae en una trampa (un tanto previsible) junto con la última de sus conquistas, María Luisa, a quien salva gracias a un narcótico que le entregó en París el abate Girovanna, un tipo curioso, para la galería de tipos barojianos, pero también un esbozo de lo que luego, con toques aquí y allá, le serviría en Las sirenas.
Ese es, como se dice ahora, el subtexto, o la ambientación, que se ha dicho siempre. O más bien el paratexto, porque, en su descansada vida de espía, a Leguía le suceden cosas tan interesantes o más que la propia guerra carlista.
Baroja nos pinta a Leguía  “alto, fornido, con la cara redonda, los ojos pardos y el pelo negro y ensortijado”. Incluso, dice Aviraneta, con un cierto aire neroniano. De temperamento mudadizo, se esfuerza en ser un dandy, y que su dandismo esté “por encima del peligro de las balas”. En sus brazos van cayendo las mujeres de la novela, con las que yace en graciosas elipsis y que dan idea de lo que por aquellos días Baroja pensaba del eterno femenino. No recuerdo una novela en la que no hubiera prácticamente ninguna mujer que se salvase de la quema: la que no es tonta es aprovechada, la que no cínica, y la que no pazguata. Y lo normal, en Baroja, no es eso. En todas las novelas hay un equilibrio entre mujeres interesantes y despreciables. Aquí se nota como una misoginia un poco forzada, de rabieta, sobre la que tampoco merece la pena insistir para no buscarle los tres pies a la biografía. Estas son interesantes, desde luego, pero todas están tratadas con ese desdén misógino con el que, se supone, hay que ser un dandy. No sé si esto es por afán de verosimilitud o por reflejo de experiencias personales. Diremos que ocurre lo primero.
Pondremos en orden las mujeres, que hay muchas:
Madama de Laussat era “una rubia de unos treinta a treinta y cinco años, de cara ancha y un poco juanetuda, de ojos claros y labios gruesos y rojos”, del círculo de señoras con aire de libertinas que se encontró en Bayona.
Madama D’Aubignac, Delfina Vitelli, “era rubia, con un color como desteñido, de ojos azules, la nariz recta, las cejas finas, la boca pequeña, de labios pálidos, la expresión reservada y un tanto teatral. Era muy elegante y esbelta; tenía las manos delgadas, de dedos largos, con las que accionaba muy bien, y tomaba unas actitudes artísticas. Tenía un niño y una niña”. Esta Delfina, de la que Leguía es buen amigo (otro clásico en Baroja, la amistad con las mujeres, más allá del amor, y eso después de una indiscreción con ella que a Leguía le cuesta un duelo a espada) es la que se lía con Stratford, pero tiene dos hijos… Leguía es implacable con ella, aunque no se lo dice a la cara:  “quiere usted religión y libertad de pensamiento exclusiva para usted, costumbres muy severas y al mismo tiempo facilidad en las pasiones; ser muy honorable y tener un amante, tener un hombre enérgico y altivo y al mismo tiempo que se doblegue a sus necesidades y a sus caprichos.”
Dolores la riojana es su primer polvo volandero. La seducción dura una página, diálogos incluidos. Dolores está sirviendo con una señora que tiene un niño enfermo y se aburre mucho. Leguía la invita a pasear, oscurece, se meten en la casa de la señora. “Por la mañana, cuando salí de allí, la muchacha lloraba”.
 A la mujer de Vinuesa Baroja no se molesta en buscarle nombre. Es “una mujer alta, fuerte, con el pelo rubio y la tez blanca y sonrosada: una verdadera walkiria. Tenía los ojos azules, los labios muy gruesos y la dentadura muy blanca.” Enfadada con el marido por haberla dejado sola mientras atendía sus negocios, “la alemana llevó hasta el final su venganza”, o sea, otro polvo con Leguía.
Gabriela la Roncalesa (que tendrá su papel en Las figuras de cera), es “alta, huesuda, rubia, de un rubio de color de panocha, con los ojos claros, las facciones un poco duras, el aire enérgico e inteligente.” Aunque todas son rubias, esta y la anterior prefiguran más a Odilia. La que no recuerdo si es rubia es otra loca con la que Leguía se entusiasma, antes de saber que está loca.  A Gabriela no se la tira, y a la loca, afortunadamente, tampoco.
La marquesa Redenska, en París, en un relato que, dicho sea de paso, podría ser de 1920. Cuando no hay un tapiz de sables detrás, la novela no se sabe si habla de 1837, que es cuando suceden los acontecimientos; de 1890, más o menos, que es cuando Leguía la narra, o de 1922, que es cuando Baroja la escribe. Ese París es el mismo ambiente que veremos en la trilogía Agonías de nuestro tiempo, tan viajera y cosmopolita, ambientada casi un siglo después. Salvo algún que otro detalle de vestimenta –pocos- y las menciones, muy ajustadas en el tiempo, a Balzac, Tolstoi, Dostoievski o Ibsen (mencionadas por el narrador desde finales de siglo, no por el personaje en tiempos de la guerra carlista), lo demás no pertenece a una época determinada. Es como si Baroja se hubiera dado una vuelta por otra época con el mismo personaje, o bien que viviera unos días en la época Baroja, un tiempo pasado indefinido, sobre todo cuando está en un hotel. Pero esta marquesa Redenska no es como Sacha Savarov, desde luego. El bohemio Valdés, otro tipo barojiano, recomienda a Leguía que la trate como a una portera, cosa que a ella, sorprendentemente, le encanta.
María Luisa Taboada es la única morena y la que más le gusta, a Leguía y a Baroja, y por eso le dedica una descripción más matizada:

Era una mujer de mediana estatura, morena, seca. Tenía el óvalo de la cara muy alargado; la nariz, también larga; los ojos, pequeños, brillantes, muy bonitos; el pelo, negro, la piel, curtida por el sol; la boca, un poco incorrecta, que dejaba al descubierto la dentadura, blanca y fuerte. Nadie hubiera dicho que era bonita, pero tenía atractivo. Había en ella algo de la viveza y de la gracia de la cabra. Su cuerpo era esbelto y bien formado; la mano, chiquita, y, a pesar de esto, fuerte; el pie, muy pequeño. Se vestía un tanto caprichosamente, aunque siempre de oscuro. Llevaba corbatas de hombre y sombrero de hombre. Tendría unos veinticinco a veintiséis años. Su padre era gallego y su madre castellana. Ella había heredado de su madre su sequedad y su energía.

Esta descripción nos suena, y siempre para bien. Sin embargo, no se libra del ramalazo porque, según Leguía, habla “con la pedantería que tienen las mujeres cuando se ocupan de política”. De ella no le atrae su viveza ni su gracia, sino “algo ardiente y seco que me gustaba. Era como un paisaje castellano tostado por el sol”, lo que muy difícilmente puede considerarse un piropo.
María Luisa sí cae en las redes de Leguía, después de una escena de folletín romántico en la que a Leguía le toca el papel de héroe que libera a la dama, con la que se esconde luego en una casa de citas y con la que tiene un encuentro que suena a fantasía sexual de andar por casa. María Luisa, cuando lo ve tiempo después, no quiere saber nada de él, como aquella Ascensión de Camino de perfección con la que Ossorio quería congraciarse después de seducirla y dejarla tirada, y que a mí me recuerda siempre a Dido en el infierno.
Pero Leguía, más que un romántico, es un sentimental, por mucho que finja indiferencia cuando su suegra, doña Mercedes, le canta las cuarenta, porque allí todo el mundo se espía y ella ya se ha enterado de sus polvos furtivos. A Leguía le da lo mismo, pero no es esa indiferencia silvestre que manifestó Zalacaín o Jaun después de sus infidelidades, sino un desapego demasiado falso, demasiado teatral, hasta que el propio Leguía se sincera consigo mismo:

               Es posible que haya una moral de hombre sano y una moral de hombre enfermo; yo había pasado de la una a la otra.
Tenía una idea de remordimiento, de la que no me podía librar: el haber suducido a la muchacha alavesa en bidart, el caso de María Luisa y el de la mujer de Vinuesa me turbaban el espíritu.
¿Para qué había hecho esto? No lo comprendía. No me lo explicaba. había seguido una tradición de violencia y de egoísmo, porque sí.
Todos mis amigos aparecían al pie de la cama y me echaban en cara mi dureza y mi crueldad.

               No, no vale para dandy, ni tampoco para conspirador. La suegra y Corito, que no dice ni mu en toda la novela, lo perdonan y Leguía comunica a Aviraneta que no quiere ser conspirador. El romanticismo de los duelos y de las intrigas es “una enfermedad, una cosa forzada, recalentada, que no produce más que fantasmas monstruosos”; el que perdura es el romanticismo “de Goethe, el de Dickens, el de Balzac y el de Carlyle”. El mito de don Juan solo funciona en sociedades fanáticas y reprimidas, en la España de los Siglos de Oro, iluminada por las hogueras del miedo al infierno. “Fuera de esa época y de España”, dice Stratford, “es un personaje ridículo”. El don Juan es un calavera entrado en años, pero el dandy “es un tipo más en consonancia con nuestro tiempo”, que a Baroja tampoco le convence.
               Todos estos líos amatorios de Leguía están pespunteados por un hilo de decepción, de cansancio, de gozar sin ganas, y de comentarios tenebrosos acerca de la edad. Baroja cumplía ese año los cincuenta, y sus comentarios al respecto no son ni siquiera irónicos: “Las canas, que ya de por sí son repugnantes, a pesar de los epítetos de respetables, venerables y demás, se hacen aún más repulsivas cuando están repeinadas y aliñadas”, y esto lo dice Leguía, que en la novela, para su última misión, se tiene que tintar el pelo de blanco si quiere parecer más respetable.


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