5.1.14

Epígrafes de folletín


El 28 de diciembre pasado hizo exactamente 111 años que Baroja le puso el punto final a El mayorazgo de Labraz. Era su cuarta novela, a una por año, y, como las anteriores, había nacido en forma de folletín. Me imagino que se habrá estudiado el doble efecto de cohesión y de disgregación que causó esta técnica en Baroja: cohesión porque el autor necesita una continuidad, un qué será, con una estructura general sencilla que sirve de cordel para ir colgando los capítulos; y disgregación para que estos capítulos sean entidades autónomas, episodios, pero no solo desde el punto de vista narrativo, sino también del estilístico.
               En El mayorazgo de Labraz es quizá donde más extremosamente se perciben esas características que por otra parte determinarán la narrativa entera de Baroja. Venía de escribir un folletín ibseniano (La casa de Aizgorri), un folletín dickensiano (Paradox) y un folletín nietzscheano (Camino de perfección), y en El mayorazgo procedió a juntarlo todo. En cuanto al estilo, y respectivamente, mezcló el modernismo galaizante con los tipos raros y exagerados y con el narrar velozmente lento de Galdós. Las interpolaciones para que el relato respire cobran consistencia de historias alternativas; proliferan personajes que por sí solos ya darían para un novelón decimonónico, pero Baroja los usa para los momentos adecuados y los puede sacrificar en aras de lo único en lo que debe pensar un folletinista: que la cosa no decaiga. Por eso nos parece que se podía haber ahorrado algún párrafo en la historia del monje aquel perseguido por Verísimo, o nos cansa un poco el gran final galdosiano, al tiempo que nos parece perfecta la breve y extraordinaria escena del organista. Es decir, tendemos a leer todo seguido pero a juzgar sus partes, como aquel que entra en un museo y va celebrando unas pinturas más que otras.
               Porque Baroja, como folletinista, tiene conciencia moderna para el reciclaje de los géneros, y así levanta una historia amparada en sus modelos, que no son de libretistas de tres al cuarto sino de los grandes románticos alemanes. En toda recreación de un género popular, fuese a principios o a finales del siglo XX, hay una dignidad concedida por la gran literatura. En lo que luego llamaremos posmodernidad alabamos la labor del novelista que toma un género ínfimo y le aplica la máxima exigencia artística. Es lo que hizo Virgilio con los cuentos de pastores, Cervantes con las novelas episódicas (y, sí, con las de caballería) o Dickens con los novelones románticos. Y es lo que, después, por ejemplo, haría Faulkner, McCarthy, Oakley Hall con las novelas de vaqueros, por nombrar nada más que un pequeño negociado de la variopinta literatura popular que siempre acaba nutriendo a la novela seria. El caso de Baroja es más parecido al de Dickens, pero también lo recicla. Baroja ya está en el lado de acá de la modernidad, el de la literatura endogámica. El modernismo era, y es, literatura sobre literatura. Bien es verdad que Pickwick también era una novela en homenaje a otra, el Quijote, y que los grandes personajes románticos de Dickens quieren ser escritores. Pero Dickens creaba dentro de la gran época del folletín y supo llevarlo hasta la gran novela realista. Baroja compone aquí desde la nostalgia, desde las lecturas, y eso hace que la permanente referencia literaria quizá le escamotee algo de la fuerza que sí tenía, y hasta qué punto, Camino de perfección.
               El primer artificio de genealogías literarias está en el propio narrador, “Míster Bothwell Crewford o Bothwell Crawford Esquire”, personaje dickensiano, estrafalario y noble, valiente y pintoresco, pintor de profesión, tomado sin embargo de la realidad, porque es el pintor que Ricardo Baroja se encontró en Albarracín y sobre el que escribió una divertida historia, como todas las suyas, en el capítulo XXVII de Gente del 98. “Hace años”, dice al final de aquel relato, “mi hermano Pío hizo un viaje por el Bajo Aragón y se detuvo en Albarracín, preguntó por el pintor que le había servido de modelo para un personaje de su novela El mayorazgo de Labraz, y le dijeron que don José Sttatford Gibson, acuarelista inglés, había muerto.”[1]
               A Bothwell lo presenta Baroja después de pintarnos la ciudad levítica y la casa solariega y de ver al fantasma del mayorazgo paseando por la calle. Después de charlar de pintura con unas cuantas copas, el inglés le presta al autor una novela, con el resultado de rigor: “el inglés sacó de un armario un paquete de cuartillas atadas con cinta roja y me las entregó. Yo no me decidí a leerlas hasta pasado algún tiempo. Hoy las transcribo sin poner ni quitar nada de mi parte.”
               Y, en efecto, el cambio de tono es notorio. Baroja se envuelve en Bothwell para ensayar estilos y escenas de un romanticismo por entonces trasnochado en los que su nombre lo habría comprometido. Igual que Alfonso de Valdés, o quien fuera, ocultó su nombre para que nadie pensase que lo que Lázaro decía era verdad, que era un cornudo consentido y que había conocido a semejante ralea de curas, así Baroja pone en manos de Bothwell un modo de novelar, romántico extremado, para crear distancia, conciencia de objeto artístico, en cierto modo de parodia. Bothwell también es personaje, narrado en tercera persona, como César, de su propia historia, en la que naturalmente sale muy bien parado, tanto que acaso sea la única mente no enferma de cuantos cobran algo de protagonismo en la novela.
El primer impulso es modernista, desde luego. Valle-Inclán acababa de publicar su Sonata de Otoño, de la que hay ecos ambientales y argumentales. Al viejo mayorazgo de Labraz llega en una noche oscura y tormentosa un jinete con su esposa enferma. Es don Ramiro y Cesárea. Don Ramiro es un huérfano que se crió en el Mayorazgo, donde vive su hija, Rosarito, junto al patriarca ciego, don Juan. Mientras Cesárea se muere, don Ramiro, un don Juan bastardo y canalla, atormentado y brutal, trata de seducir a la hija de la tabernera, Marina. No lo consigue, en parte, gracias a la intervención heroica del narrador, pero sí se lía con Micaela, dama estirada, también huérfana, que vive en el Mayorazgo y acompaña al patriarca. Ramiro y Micaela, amantes por los rincones de la casa donde agoniza Cesárea, planean matarla. La matan de un susto, sin querer, cómicamente, y escapan con las joyas de la Virgen. Presionado por los curas, don Juan, que ha prometido cuidar de la niña Rosarito, paga lo que han hecho los huérfanos/bastardos. La niña muere, y don Juan quema sus propiedades, como hiciera don Lucio, y se lanza a los caminos con Marina, a quien trata como si fuera Rosarito. Pero ella se impone: “Yo no soy Rosarito; ya no soy una niña”, y con ella el inquietante final feliz, cuando el viejo ciego y la tabernera joven se funden en un solo deseo.
               Es decir, la carpintería dramática es muy parecida a la de Valle-Inclán, pero lo que en Valle-Inclán era cinismo socarrón, hazañas de granuja, aquí es un cuento moral en el que se juzga la brutalidad de don Ramiro y la estupidez de Micaela. Pero no. Igual que a don Ramiro le ataca el determinismo del rijo, Micaela sufre un ataque flaubertiano. Y ambos personajes, conforme se alejan, se van acartonando en el recuerdo.
El que no se acartona es el ciego, el mayorazgo, que se agaldosa, se llena de grandeza y misticismo turbio, casi morboso. Comparado con el viejo borracho de La casa de Aizgorri, este otro patriarca está emborronado de símbolos, oscurecido de pensamientos, inerte ante la ruina que se le viene encima. Es demasiado símbolo, el derrumbamiento de la vieja aristocracia aldeana, a manos de bastardos y desaprensivos. Si don Lucio tenía un algo de don Juan Manuel, este mayorazgo me ha recordado, de lejos, a Alejandro Miquis, el protagonista de El doctor centeno, a su vez la versión hispana del clásico héroe de Shakespeare que se deja caer al abismo y en vez de reaccionar contempla su caída. Si no estuviese tan recargado de referentes, tan enjoyado de literatura, estaría, para mi gusto, más vivo.
               El que sí está vivo es Bothwell, el personaje que narra la novela, y que practica un método, este sí, muy folletinesco y al tiempo muy moderno: acompañar cada uno de sus treinta y dos capítulos, divididos en cinco libros, de una cita que determina el estilo y, sobre todo, el tono del capítulo. Shakespeare, con doce apariciones, se lleva la palma: el diálogo que precede a la entrada de don Ramiro en escena, la entrevista inquietante entre el mayorazgo y don Ramiro, la narración dialogada de los antecedentes del personaje; más adelante, la escena en que Ramiro caza a Micaela, el gran fragmento de Micaela por el jardín abandonado, lleno de naturaleza voluptuosa, los “estremecimientos de angustia” de Ramiro, sus recuerdos de orfandad, o ese final relamido cuando oye “vagamente el cántico de una madre que dormía a su hijo”; con él contará los amores de Ramiro y Micaela, sus planes para matar a la moribunda Cesárea y su vergonzosa huida con las joyas; con él la muerte de Rosarito y la pelea del mayorazgo ciego y mendigo con el leñador. Y a Shakespeare se dedica ese final tan decadente junto al mar.
               A Dickens se consagra la historia de Domingo Chiqui y la de la taberna de la Goya, la del inglés Tack, en la realidad Georges Burrow[2], el que vendía biblias protestantes por España; el diálogo de filosofía estrambótica entre Bothwell y Antonio Bengoa (“el progreso acabará haciendo del hombre un imbécil”); y, por la vía más quijotesca de Dickens, más Pickwick, el cuento que cuenta el mayorazgo, ya errabundo, a los cabreros cervantinos, que adorna, para quedar bien, con las hazañas de Hércules.
               La novela está llena, en esas advocaciones, de la primera fila del romanticismo. Con Víctor Hugo presenciamos la aparición de Bothwell y la escena en que don Ramiro trata de seducir a Marina, la hija de la tabernera. Y también aquella en la que don Ramiro empieza a planear el robo de las joyas. Con Byron nos introduce a Micaela, después de la descripción romántica de la casa del Mayorazgo. “Era Micaela una mujer fría, de sentido práctico y, sobre todo, de una gran idea de sí misma y de su clase”. Micaela lee a Walter Scott y a Lamartine, y toca el arpa para matar el tiempo. “Todas su fantasías y todos sus entusiasmos eran puramente cerebrales”, y vive rodeada de personajes pintorescos, el “lisiado bufón” de Mamertín, el tío Nazarito, con quien se cuenta el breve cuento del hombre apocado, amante de la botánica, o el organista Raimundo, el curita enamorado.
               Muy romántico es el episodio de la taberna de la Gaya, y por eso lo encabeza una cita de Jean Paul, de Titán, la novela de la hybris romántica, de los personajes fuerza, arrebatados y tumultuosos. Bothwell es aquí el héroe. Alguien cuenta el truculento motivo por el que regresó Ramiro al mayorazgo, nada menos que por vender, después de seducirla, a la esposa de un amigo que le había encargado su protección mientras él estuviera de viaje, es decir, una versión, a su vez, un tanto gótica del Werther.  
               Con Heine, y en otoño, se nos cuenta la historia de Micaela, huérfana sin parientes, y la del ciego don Juan, y la promesa a Cesárea, la mujer moribunda de don Ramiro, de que se quedará con la niña Rosarito, con quien mantiene una hermosa conversación, siempre sofocada de agoreros nubarrones. Con Goethe, al principio del libro cuarto, se resuelve la vergonzosa escapada de Ramiro y Micaela (“ha querido imitar a mi padre”, dice don Diego, quien le contó la bravuconada de las joyas en el sitio adecuado, unas cuantas páginas antes). Pero también nos cuenta la presión de los curas sobre don Juan para que empeñe el mayorazgo y reponga las joyas robadas. La sensatez del médico intenta disuadirlo, pero don Juan ya es un personaje de Galdós que tiene “la fortaleza de un santo” y que quiere que lo dejen dormir para vivir su sueño. También con Goethe leemos la escapada del ciego y Marina, y con Lessing el viaje místico hacia el Mediterráneo, que recuerda, para bien, a los maravillosos paisajes de Camino de perfección.
               Como la novela es tan romántica, tiene que empezar citando a Ossian, y no descuidar la poesía de cancionero ni los dichos populares. Con ellos se narra la escena costumbrista de la rondalla y la escena donjuanesca de don Ramiro, cuando entró en casa de la pobre Marina, y la posterior huida del don Juan bestial y Micaela. Pero también la comida que se celebra tras el entierro de Cesárea, con esa descripción rabelesiana, excesiva, del abad cerdoso y la discusión, muy 98, de regeneracionistas y carlistas. Claro que, como buen 98, no podía olvidar el nuevo canon en el que su amigo Azorín tanto trabajó en difundir, y así ensaya una espléndida escena del entierro de Cesárea, solemne como un réquiem, con su punto solanesco, en la que el narrador y personaje “creyó contemplar una ceremonia del siglo XVII”, y la acompaña de una cita de Jorge Manrique. O inserta el cuento (la “historieta”) del monje Verísimo, atacado por Venus igual que don Ramiro (y no solo él) vive atacado por el rijo, un exemplum, creo, algo largo para el lugar donde se inserta y el ritmo que ha alcanzado la novela; y para ello no cita a Boccaccio, como podría, sino al Arcipreste de Hita.
               Este tipo de pasajes autónomos, de orfebrerías independientes, alcanza uno de sus puntos más luminosos con la descripción modernista de la misa (“oíanse murmullos de rezos…”) y la sugestión que produce en Micaela la música de Raimundo, que será la que, trágicamente, la arrojará en brazos del verraco don Ramiro, para decepción del organista enamorado. Esta escena lleva la cita de Agustín Moreto. Pero la mejor de todas viene un poco después, con esa media cuaderna del gran Lorenzo Segura de Astorga bajo la que se nos cuenta el mejor cuento del libro. La descripción de la música que toca Raimundo merece figurar en la mejor antología de prosa modernista, y el motivo por el que interpreta tan bien, en la mejor antología de la literatura de humor, y, por qué no, de la literatura erótica.
Teniendo en cuenta que  El mayorazgo de Labraz es posterior a Camino de perfección, uno tiende a pensar que el manierismo modernista convivía con un nuevo rumbo, más dostoievskiano, menos cargado de pedrería literaria, de alardes de estilo y de imaginación libresca. Pero la realidad es que, con sus reajustes estilísticos, Baroja ya no perdería, sobre todo para sus novelas históricas, esta concepción folletinesca de la narración. Lo único que haría es depurarla de tópicos librescos ajenos y rellenarla con los propios, que en esta novela tienen un papel secundario. El mejor, el más barojiano, seguramente sea el narrador, Bothwell. Ese pintor era la distancia desde la que Baroja mira los personajes. Su carácter quijotesco ya está empapado de ternura barojiana, con todo el espíritu de aquel José Stattford Gibson que inspiró el magnífico cuento de Ricardo Baroja, y que tanto me ha hecho imaginar a mí.




[1] Este José Sttatford Gibson, dicho sea de paso, es el primer modelo que yo tuve para el Charles Lamb de Fabricación Británica, y su historia también la conté en Modelo sin dolor.
[2] Y cuyo breve diccionario caló, que aquí se nombra, me sirvió para inventar el lenguaje de la gitana Manuela.

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