El 28 de diciembre pasado hizo exactamente 111 años que
Baroja le puso el punto final a El mayorazgo
de Labraz. Era su cuarta novela, a una por año, y, como las anteriores,
había nacido en forma de folletín. Me imagino que se habrá estudiado el doble
efecto de cohesión y de disgregación que causó esta técnica en Baroja: cohesión
porque el autor necesita una continuidad, un qué será, con una estructura general sencilla que sirve de cordel
para ir colgando los capítulos; y disgregación para que estos capítulos sean
entidades autónomas, episodios, pero no solo desde el punto de vista narrativo,
sino también del estilístico.
En El mayorazgo de Labraz es quizá donde
más extremosamente se perciben esas
características que por otra parte determinarán la narrativa entera de Baroja.
Venía de escribir un folletín ibseniano (La
casa de Aizgorri), un folletín dickensiano (Paradox) y un folletín nietzscheano (Camino de perfección), y en El
mayorazgo procedió a juntarlo todo. En cuanto al estilo, y respectivamente,
mezcló el modernismo galaizante con los tipos raros y exagerados y con el
narrar velozmente lento de Galdós. Las interpolaciones para que el relato
respire cobran consistencia de historias alternativas; proliferan personajes
que por sí solos ya darían para un novelón decimonónico, pero Baroja los usa
para los momentos adecuados y los puede sacrificar en aras de lo único en lo
que debe pensar un folletinista: que la cosa no decaiga. Por eso nos parece que
se podía haber ahorrado algún párrafo en la historia del monje aquel perseguido
por Verísimo, o nos cansa
un poco el gran final galdosiano, al tiempo que nos parece perfecta la breve y
extraordinaria escena del organista. Es decir, tendemos a leer todo seguido pero a juzgar
sus partes, como aquel que entra en un museo y va celebrando unas pinturas más
que otras.
Porque
Baroja, como folletinista, tiene conciencia moderna para el reciclaje de
los géneros, y así levanta una historia amparada en sus modelos, que no son de
libretistas de tres al cuarto sino de los grandes románticos alemanes. En toda recreación
de un género popular, fuese a principios o a finales del siglo XX, hay una
dignidad concedida por la gran literatura. En lo que luego llamaremos
posmodernidad alabamos la labor del novelista que toma un género ínfimo y le
aplica la máxima exigencia artística. Es lo que hizo Virgilio con los cuentos
de pastores, Cervantes con las novelas episódicas (y, sí, con las de
caballería) o Dickens con los novelones románticos. Y es lo que, después, por ejemplo, haría
Faulkner, McCarthy, Oakley Hall con las novelas de vaqueros, por nombrar nada
más que un pequeño negociado de la variopinta literatura popular que siempre
acaba nutriendo a la novela seria. El
caso de Baroja es más parecido al de Dickens, pero también lo recicla. Baroja
ya está en el lado de acá de la modernidad, el de la literatura endogámica. El
modernismo era, y es, literatura sobre literatura. Bien es verdad que Pickwick
también era una novela en homenaje a otra, el Quijote, y que los grandes
personajes románticos de Dickens quieren ser escritores. Pero Dickens creaba dentro
de la gran época del folletín y supo llevarlo hasta la gran novela realista.
Baroja compone aquí desde la nostalgia, desde las lecturas, y eso hace que la
permanente referencia literaria quizá le escamotee algo de la fuerza que sí tenía, y hasta qué punto,
Camino de perfección.
El
primer artificio de genealogías literarias está en el propio narrador, “Míster
Bothwell Crewford o Bothwell Crawford Esquire”, personaje dickensiano,
estrafalario y noble, valiente y pintoresco, pintor de profesión, tomado sin
embargo de la realidad, porque es el pintor que Ricardo Baroja se encontró en
Albarracín y sobre el que escribió una divertida historia, como todas las
suyas, en el capítulo XXVII de Gente del
98. “Hace años”, dice al final de aquel relato, “mi hermano Pío hizo un
viaje por el Bajo Aragón y se detuvo en Albarracín, preguntó por el pintor que
le había servido de modelo para un personaje de su novela El mayorazgo de Labraz, y le dijeron que don José Sttatford Gibson,
acuarelista inglés, había muerto.”[1]
A
Bothwell lo presenta Baroja después de pintarnos la ciudad levítica y la casa
solariega y de ver al fantasma del mayorazgo paseando por la calle. Después de
charlar de pintura con unas cuantas copas, el inglés le presta al autor una
novela, con el resultado de rigor: “el inglés sacó de un armario un paquete de
cuartillas atadas con cinta roja y me las entregó. Yo no me decidí a leerlas
hasta pasado algún tiempo. Hoy las transcribo sin poner ni quitar nada de mi
parte.”
Y, en
efecto, el cambio de tono es notorio. Baroja se envuelve en Bothwell para
ensayar estilos y escenas de un romanticismo por entonces trasnochado en los
que su nombre lo habría comprometido. Igual que Alfonso de Valdés, o quien
fuera, ocultó su nombre para que nadie pensase que lo que Lázaro decía era
verdad, que era un cornudo consentido y que había conocido a semejante ralea de
curas, así Baroja pone en manos de Bothwell un modo de novelar, romántico
extremado, para crear distancia,
conciencia de objeto artístico, en cierto modo de parodia. Bothwell también es
personaje, narrado en tercera persona, como César, de su propia historia, en la
que naturalmente sale muy bien parado, tanto que acaso sea la única mente no
enferma de cuantos cobran algo de protagonismo en la novela.
El primer impulso es modernista,
desde luego. Valle-Inclán acababa de publicar su Sonata de Otoño, de la que hay ecos ambientales y argumentales. Al
viejo mayorazgo de Labraz llega en una noche oscura y tormentosa un jinete con
su esposa enferma. Es don Ramiro y Cesárea. Don Ramiro es un huérfano que se
crió en el Mayorazgo, donde vive su hija, Rosarito, junto al patriarca ciego,
don Juan. Mientras Cesárea se muere, don Ramiro, un don Juan bastardo y canalla,
atormentado y brutal, trata de seducir a la hija de la tabernera, Marina. No lo
consigue, en parte, gracias a la intervención heroica del narrador, pero sí se
lía con Micaela, dama estirada, también huérfana, que vive en el Mayorazgo y
acompaña al patriarca. Ramiro y Micaela, amantes por los rincones de la casa donde
agoniza Cesárea, planean matarla. La matan de un susto, sin querer, cómicamente,
y escapan con las joyas de la Virgen. Presionado por los curas, don Juan, que
ha prometido cuidar de la niña Rosarito, paga lo que han hecho los
huérfanos/bastardos. La niña muere, y don Juan quema sus propiedades, como
hiciera don Lucio, y se lanza a los caminos con Marina, a quien trata como si
fuera Rosarito. Pero ella se impone: “Yo no soy Rosarito; ya no soy una niña”,
y con ella el inquietante final feliz, cuando el viejo ciego y la tabernera
joven se funden en un solo deseo.
Es
decir, la carpintería dramática es muy parecida a la de Valle-Inclán, pero lo
que en Valle-Inclán era cinismo socarrón, hazañas de granuja, aquí es un cuento
moral en el que se juzga la brutalidad de don Ramiro y la estupidez de Micaela.
Pero no. Igual que a don Ramiro le ataca el determinismo del rijo, Micaela
sufre un ataque flaubertiano. Y ambos personajes,
conforme se alejan, se van acartonando en el recuerdo.
El que no se acartona es el
ciego, el mayorazgo, que se agaldosa, se
llena de grandeza y misticismo turbio, casi morboso. Comparado con el viejo
borracho de La casa de Aizgorri, este
otro patriarca está emborronado de símbolos, oscurecido de pensamientos, inerte
ante la ruina que se le viene encima. Es demasiado símbolo, el derrumbamiento de la vieja aristocracia aldeana, a manos
de bastardos y desaprensivos. Si don Lucio tenía un algo de don Juan Manuel,
este mayorazgo me ha recordado, de lejos, a Alejandro Miquis, el protagonista
de El doctor centeno, a su vez la versión
hispana del clásico héroe de Shakespeare que se deja caer al abismo y en vez de
reaccionar contempla su caída. Si no estuviese tan recargado de referentes, tan
enjoyado de literatura, estaría, para mi gusto, más vivo.
El que
sí está vivo es Bothwell, el personaje que narra la novela, y que practica un
método, este sí, muy folletinesco y al tiempo muy moderno: acompañar cada uno
de sus treinta y dos capítulos, divididos en cinco libros, de una cita que determina
el estilo y, sobre todo, el tono del capítulo. Shakespeare, con doce apariciones,
se lleva la palma: el diálogo que precede a la entrada de don Ramiro en escena,
la entrevista inquietante entre el mayorazgo y don Ramiro, la narración
dialogada de los antecedentes del personaje; más adelante, la escena en que
Ramiro caza a Micaela, el gran fragmento de Micaela por el jardín abandonado,
lleno de naturaleza voluptuosa, los “estremecimientos de angustia” de Ramiro,
sus recuerdos de orfandad, o ese final relamido cuando oye “vagamente el cántico
de una madre que dormía a su hijo”; con él contará los amores de Ramiro y
Micaela, sus planes para matar a la moribunda Cesárea y su vergonzosa huida con
las joyas; con él la muerte de Rosarito y la pelea del mayorazgo ciego y
mendigo con el leñador. Y a Shakespeare se dedica ese final tan decadente junto
al mar.
A
Dickens se consagra la historia de Domingo Chiqui y la de la taberna de la
Goya, la del inglés Tack, en la realidad Georges Burrow[2],
el que vendía biblias protestantes por España; el diálogo de filosofía
estrambótica entre Bothwell y Antonio Bengoa (“el progreso acabará haciendo del
hombre un imbécil”); y, por la vía más quijotesca de Dickens, más Pickwick, el
cuento que cuenta el mayorazgo, ya errabundo, a los cabreros cervantinos, que
adorna, para quedar bien, con las hazañas de Hércules.
La
novela está llena, en esas advocaciones, de la primera fila del romanticismo.
Con Víctor Hugo presenciamos la aparición de Bothwell y la escena en que don
Ramiro trata de seducir a Marina, la hija de la tabernera. Y también aquella en
la que don Ramiro empieza a planear el robo de las joyas. Con Byron nos introduce
a Micaela, después de la descripción romántica de la casa del Mayorazgo. “Era
Micaela una mujer fría, de sentido práctico y, sobre todo, de una gran idea de
sí misma y de su clase”. Micaela lee a Walter Scott y a Lamartine, y toca el
arpa para matar el tiempo. “Todas su fantasías y todos sus entusiasmos eran
puramente cerebrales”, y vive rodeada de personajes pintorescos, el “lisiado
bufón” de Mamertín, el tío Nazarito, con quien se cuenta el breve cuento del hombre
apocado, amante de la botánica, o el organista Raimundo, el curita enamorado.
Muy
romántico es el episodio de la taberna de la Gaya, y por eso lo encabeza una
cita de Jean Paul, de Titán, la
novela de la hybris romántica, de los
personajes fuerza, arrebatados y tumultuosos. Bothwell es aquí el héroe.
Alguien cuenta el truculento motivo por el que regresó Ramiro al mayorazgo,
nada menos que por vender, después de seducirla, a la esposa de un amigo que le
había encargado su protección mientras él estuviera de viaje, es decir, una
versión, a su vez, un tanto gótica del Werther.
Con
Heine, y en otoño, se nos cuenta la historia de Micaela, huérfana sin
parientes, y la del ciego don Juan, y la promesa a Cesárea, la mujer moribunda
de don Ramiro, de que se quedará con la niña Rosarito, con quien mantiene una
hermosa conversación, siempre sofocada de agoreros nubarrones. Con Goethe, al
principio del libro cuarto, se resuelve la vergonzosa escapada de Ramiro y Micaela
(“ha querido imitar a mi padre”, dice don Diego, quien le contó la bravuconada de
las joyas en el sitio adecuado, unas cuantas páginas antes). Pero también nos
cuenta la presión de los curas sobre don Juan para que empeñe el mayorazgo y
reponga las joyas robadas. La sensatez del médico intenta disuadirlo, pero don
Juan ya es un personaje de Galdós que tiene “la fortaleza de un santo” y que quiere
que lo dejen dormir para vivir su sueño. También con Goethe leemos la escapada
del ciego y Marina, y con Lessing el viaje místico hacia el Mediterráneo, que
recuerda, para bien, a los maravillosos paisajes de Camino de perfección.
Como la
novela es tan romántica, tiene que empezar citando a Ossian, y no descuidar la
poesía de cancionero ni los dichos populares. Con ellos se narra la escena
costumbrista de la rondalla y la escena donjuanesca de don Ramiro, cuando entró
en casa de la pobre Marina, y la posterior huida del don Juan bestial y
Micaela. Pero también la comida que se celebra tras el entierro de Cesárea, con
esa descripción rabelesiana, excesiva, del abad cerdoso y la discusión, muy 98,
de regeneracionistas y carlistas. Claro que, como buen 98, no podía olvidar el
nuevo canon en el que su amigo Azorín tanto trabajó en difundir, y así ensaya
una espléndida escena del entierro de Cesárea, solemne como un réquiem, con su
punto solanesco, en la que el narrador y personaje “creyó contemplar una ceremonia
del siglo XVII”, y la acompaña de una cita de Jorge Manrique. O inserta el
cuento (la “historieta”) del monje Verísimo, atacado por Venus igual que don
Ramiro (y no solo él) vive atacado por el rijo, un exemplum, creo, algo largo
para el lugar donde se inserta y el ritmo que ha alcanzado la novela; y para
ello no cita a Boccaccio, como podría, sino al Arcipreste de Hita.
Este tipo
de pasajes autónomos, de orfebrerías independientes, alcanza uno de sus puntos
más luminosos con la descripción modernista de la misa (“oíanse murmullos de
rezos…”) y la sugestión que produce en Micaela la música de Raimundo, que será
la que, trágicamente, la arrojará en brazos del verraco don Ramiro, para
decepción del organista enamorado. Esta escena lleva la cita de Agustín Moreto.
Pero la mejor de todas viene un poco después, con esa media cuaderna del gran Lorenzo
Segura de Astorga bajo la que se nos cuenta el mejor cuento del libro. La
descripción de la música que toca Raimundo merece figurar en la mejor antología
de prosa modernista, y el motivo por el que interpreta tan bien, en la mejor
antología de la literatura de humor, y, por qué no, de la literatura erótica.
Teniendo en cuenta que El
mayorazgo de Labraz es posterior a Camino
de perfección, uno tiende a pensar que el manierismo modernista convivía
con un nuevo rumbo, más dostoievskiano, menos cargado de pedrería literaria, de
alardes de estilo y de imaginación libresca. Pero la realidad es que, con sus
reajustes estilísticos, Baroja ya no perdería, sobre todo para sus novelas
históricas, esta concepción folletinesca de la narración. Lo único que haría es
depurarla de tópicos librescos ajenos y rellenarla con los propios, que en esta
novela tienen un papel secundario. El mejor, el más barojiano, seguramente sea
el narrador, Bothwell. Ese pintor era la distancia desde la que Baroja mira los
personajes. Su carácter quijotesco ya está empapado de ternura barojiana, con todo
el espíritu de aquel José Stattford Gibson que inspiró el magnífico cuento de
Ricardo Baroja, y que tanto me ha hecho imaginar a mí.
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