La leyenda de Jaun de Alzate es difícil de clasificar. Las Obras
Completas en la que la leo la vinculan con la trilogía Tierra vasca, donde entra un poco de matute porque ya está llena
con tres obras estupendas. Además, Tierra
vasca comprende novelas publicadas entre 1900 y 1909, y La leyenda es de 1922. En otras
clasificaciones aparece como teatro (¿Y Paradox,
rey no?), y en todas como una pieza rara, algo así como teatro para ser
leído, o, puesto que sucede en una Edad Media cómicamente anacrónica y está llena de clerici vagantes, como una
comedia elegíaca.
El caso es que la obra se presta
a la erudición. Nuestra crítica ha estado casi siempre obsesionada con las
fuentes, pero no siempre para marcar el camino por el que discurre la
literatura cuanto para denunciarlo,
algo así como un te he pillado que a
muchos críticos españoles parece que les colma de vanidad. Es el caso del
estudio que dedicó Jon Juaristi a esta obra y que remetió en El linaje de Aitor. Allí apunta, como si
hubiera descubierto la pólvora (como se solía hacer en esa época, bien es
verdad), que La leyenda de Jaun de Alzate está inspirada (no sé si dice tomada) del Fausto de Goethe, algo que no tendría nada de particular porque ya
se ha comentado aquí cómo el don Ramiro de El
mayorazgo de Labraz es una especie de Werther maldito, un tanto abyronado.
Las muchas correspondencias que encuentra Juaristi no demuestran nada: todas
las parodias tienen un referente, y Jaun echa una cana al aire, pero no le vende su alma ni al diablo ni a
nadie. Más insignificantes son los paralelos que establece con Bécquer y con
Unamuno, con sendas frases de nada que a la altura de 1922 no tienen la más
mínima importancia.
Pero no hay que detenerse en eso.
Juaristi habla del concepto barojiano de lo vasco, de su idea de que el
cristianismo ya aniquiló los lares y las costumbres del país e inventó una
tradición, que es lo que sirve para argumentar su ensayo. Incluso, en su
sofocante afán citador, menciona, como de pasada, lo más importante de esta
obra, las implicaciones biográficas que tiene, pero no solo las ya conocidas del
niño muerto, que son las únicas que él nombra.
La obra es una tragicomedia a la
antigua, o más bien, insisto, a la medieval goliárdica. El autor presenta “con
un ligero aparato escénico, cómico, lírico, fantástico, escenas vascas de la
comarca mía”, incluye las por esa época ya inevitables disquisiciones
etimológicas y presenta a Jaun, “un hombre noble”, antes de curarse de antemano
de cualquier anacronismo (y los habrá, y muy divertidos) y comenzar con un
toque de caramillo: “Para nosotros, los entusiastas de esta tierra, es el país
del Bidasoa como una canción dulce, ligera, conocida, siempre vieja y siempre
nueva”. Cierran la escena, como todas, el Coro y Urtzi Thor, que canta al
paisaje, a los viejos jovales y a las mozas alegres.
Jaun, a sus cuarenta y cinco años, vive con
Usoa, su mujer, y dos chicos. Una hija, Ederra, está en Easo, y allí envía Usoa
a Jaun para que vea qué tal está la chica. Jaun se resiste, pero cuando sabe
que va a ir la Pamposha (“¡Ah!, ¿va la Pamposha?”) a escape se le va la murria.
La Pamposha se aburre en el viaje, y
le pide a Jaun montar el mismo caballo. En Easo, Jaun ve con horror que su hija
se ha cristianizado y la pretende “un joven castellano católico”, o sea, un
maqueto. El padre le presenta tres pretendientes, un judío, un musulmán y un
vikingo (“¡Qué tupé!”, le dice a uno de ellos, en el siglo X), pero la hija se
va a casar con el meapilas. Rendido, Jaun se va a la taberna, arrastrado por su
criado Basurdi, que a partir de entonces algo tiene de Catalinón también, y
allí, in taberna quando sumus, conoce
a Macrosophos, que lo va a meter en veredas eruditas. Macrosophos es “un pozo
de ciencia; mejor dicho, un tonel de ciencia”, y a pesar de que el coro siempre
avisa (y si no el loco Shaguit, que parece un tipo de los que pintaba Julio Caro) para que Jaun no caiga en vicios embrutecedores,
Jaun cae en brazos de la Pamposha: “¡Una muchacha que ha dejado su padre bajo
mi protección! ¡Me he lucido!”, dice el vasco tras el percance, en versión castiza de la persecución de las
erinias que sucede a la ceguera trágica.
Tras un precioso interludio en el
que intervienen elementos del paisaje, el río Bidasoa, la niebla, las hojas
secas, el gusano de luz, el sapo, las lamias y las sirenas, toman también la
palabra los personajes de la tierra del Bidasoa, y de paso un catálogo reducido
de los tipos itzeanos de Baroja:
el gitano, los ferrones, el contrabandista, los marineros de Fuenterrabía, el
aventurero, el buhonero y su perro, pelotaris, versolaris, el mar…
Jaun, decepcionado, se refugia en
la sabiduría, soporta la ola de latín eclesiástico que invade el pueblo,
discute con el sacerdote precristiano Arbelaiz sobre la svástica y otros tantos
símbolos sagrados vascos, vinculan a Aitor con Arturo sin mayor problema y se
dirigen, en otro pasaje suculento (que Cela imitaría) a las ruinas de Errotazar,
a un viaje tipo cueva Montesinos, con los diablillos Chiqui y Martín Zalacaín,
que termina con la aparición del Papa. Van después a la cueva de las
brujas, también infectadas (“!Ya estamos con el latín otra vez! ¿Es que no
sabéis hacer los conjuros en vascuence?”), y las brujas los hacen viajar por los
aires, como Luciano, como Alejandro, como Clavileño, como Swift, o también, si
quiere Juaristi, como Fausto.
El final es muy hermoso. Jaun,
estudiando, estudiando, se ha encontrado con el epicúreo Lucrecio, cosa que espanta a su
ayo Macrosophos y al clérigo Prudencio. Jaun se retira entonces a una soledad
puramente barojiana. “Intento arrancar de mi espíritu la esperanza y el temor…
No hay más que naturaleza”.
Es un domingo de otoño, por la tarde; hace
un tiempo húmedo y tibio. Jaun está leyendo en su biblioteca. De cuando en
cuando se levanta y mira por la ventana. En un prado próximo, un grupo de
campesinos baila al son de la cornamusa. Algunas viejas juegan a las cartas en
las portaladas de los caseríos. Jaun, cansado de leer, contempla la tarde
triste, que pasa. Las hojas amarillas van volando por el aire y corriendo por
el camino. A algunos árboles les quedan todavía ramas secas, negras, con hojas
rojizas, arrugadas y temblorosas. El cielo está gris; gime el viento y viene un
olor acre de los helechos secos. Los grajos pasan graznando por las alturas, y
una bandada de grullas vuela trazando un triángulo negro en el horizonte. A
veces llueve. Se oye el ruido de las goteras en la buhardilla de la torre, y el
rumor del arroyo, de Lamiocingo-erreca, que ha crecido y viene de un color
amarillento. Se ve el humo que sale de las casas negras de Alzate.
El tono de este pasaje y todo lo
que viene después recuerdan mucho, curiosamente, a El árbol de la ciencia, empezando por ese epicureísmo del que al final se lamenta Iturrioz. Jaun discute con Macrosophos, que ya no es
el goliardo estrafalario, el escolástico glotón sino alguien con quien Jaun
puede hablar en serio, igual que Andrés habló con su tío. Justo después (será
por obra y gracia de Mefistófeles) aparece el niño que tuvo con la Pamposha,
Bihotz. La Pamposha, tan alegre como siempre, se ha ido a París a vivir con un
marqués, y ha dejado al hijo al cuidado de su marido, cuidándose bien de que,
si lo trata mal, una vecina se lo lleve a Jaun, su verdadero padre. Jaun se
ilusiona con el niño más allá de las murmuraciones de las viejas, pero el niño
enferma y muere, y Jaun se desespera: “Todo lo que he estudiado no me ha
servido para nada, ni para alargar un momento la vida de este niño”. Andrés lo
habría dicho en un tono más Schopenhauer, pero, dado que estamos en una
tragicomedia, el tono le pertenece a Shakespeare:
Somos unos pobres fantoches movidos por
el destino. Nuestra desgracia no es ni siquiera original; lloramos con los
gestos que otros han hecho, repetimos las muecas de los demás y dejamos nuestro
sitio en este pobre teatro a otros, que repetirán nuestros gestos. ¡Oh terrible
miseria!
Sin embargo, en vez de suicidarse como
Andrés, Jaun toma el camino del mar, como el mayorazgo, con unos
peregrinos que vuelven de Santiago.
Quince años después regresa como un mendigo, convencido de que no hay verdad, y
ya solo quiere escuchar el canto del loco Shaguit y que lo dejen morir a su aire.
El Coro, durante su entierro, recoge las advertencias con su punto nietzcheano:
“¡Todo vuelve, todo retorna, tú volverás también!”
Se suele decir que la escena del
niño y el tono triste del desenlace se debe a la muerte de su sobrino Ricardo,
hijo de su hermana Carmen. Pero en esas otras dos novelas tan distantes ya
había muertes de niños, Luisito y Rosarito, y en las tres, separadas en casi
veinte años, hay la misma impotencia y el mismo dolor.
Es posible, claro, que aquel
dolor reciente traspasara las páginas de la pieza, pero hay otro lado
biográfico para interpretarla, por lo menos igual de gratuito que los que se
han visto. Poco antes, en 1920, Baroja había publicado La sensualidad pervertida. Allí era evidente cómo una vez más
abordaba el tema del deseo descontrolado, del alma verraca que tortura a los
hombres, y que no se apacigua con el tiempo. Al menos, no en la década de los
20, con un Baroja tan salido, a los cincuenta, como lo estaba a los treinta, en aquellas
tremendas escenas de Fernando Ossorio con la sádica Laura. Es el mismo juego.
Jaun, a su edad, cuarenta y cinco años, se mete en líos de faldas. “Estoy
haciendo disparates indignos de mi edad”, dice, y se deja llevar por una de las
tres mozas que cantan y bailan en la fiesta etnográfica.
Pero las otras dos no tienen
desperdicio:
La Arguiya es alta, con los ojos claros,
la tez blanca y las trenzas rubias; la Belcha es morena, trigueña, con los ojos
negros y melancólicos; la Pamposha no es rubia ni morena, pero es encantadora:
tiene agilidad de serpiente, ojos que brillan y labios que sonríen con una sonrisa
graciosa y burlona.
Uno de
los temas recurrentes en estas lecturas barojianas es el tipo de mujer que le
gusta a Baroja. Las mujeres como la Arguiya son la Laura Moncada o la María
Aracil, resueltas, europeas, o incluso como alguna figura de cera como Micaela
la de Labraz. Las Belchas son buenas muchachas traicionadas por la melancolía,
como Marina, y las Pamposhas son la Lulú del principio, la Anthoni, la
Quenoveva, mujeres frescas, más o menos ardientes, pero más vivas que el
hambre. La Pamposha se acuesta con Jaun y a la mañana siguiente el buen vasco trata
de pedirle perdón:
-Te he robado tu honor, como dicen los castellanos.
-¡El honor! ¿De dónde? No lo he notado.
La
Pamposha es el pueblo incontaminado por el pecado y por la culpa, es alegría
sin latín, ganas de vivir, la que más se divierte en la anacreóntica que canta
Jaun al principio, y ríen mozos y mozas a carcajadas, “y los hombres y las
viejas no saben nunca a punto fijo por qué”. Y Jaun se admira: “La verdad es
que cuando veo estas chicas tan guapas, siente uno no ser más feudal”, dice, y
en su rudeza lleva la inocencia. Es esa celebración de la vida antes de ser castrada por el
latín la que celebra Baroja, hasta que el fruto de la alegría, el hijo de la Pamposha,
vuelva a recordarle que todo es naturaleza, para vivir, para gozar y para morir.
Lo demás
es discusión severa sobre ese ührmensh (para
decirlo en alemán, como Juaristi), ese buen salvaje primitivo, previo a las
tragedias del confesionario. Es esta novela, o lo que sea (Julio Caro la llama "poema en prosa"), añora un mundo previo, sin moscas frailes ni
carabineros, como dice una de las más famosas frases barojianas, sacada
precisamente de aquí, un mundo en el que el hombre no tenga que luchar con sus
impulsos ni la mujer someterse a su dueño. Pamposha no se queda en ninfa de
pueblo. Ha huido a un mundo más civilizado y menos opresivo, y no ha perdido la
sonrisa.
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