30.9.14

Los límites

  

Así empieza lo malo es la mejor novela de Javier Marías. Lo digo con la misma convicción con la que, cuando salió Los enamoramientos, tan premiada, tan agasajada, escribí que era un petardo, una novela fallida, acaso la peor. Pero ahora, después de beberme en tres tragos Así empieza lo malo, con la voracidad del placer creciente, he vuelto a leer aquella bernardina y la verdad es que no tengo que pensar mucho para escribir esta otra: todo lo que en Los enamoramientos  le salió mal, aquí lo borda, mejor que nunca en algunos aspectos. Como diría el Profesor Rico, lo cortés no quita lo emoliente.     
               Es la mejor novela que ha escrito porque, para empezar, es una novela, una convención narrativa con sus límites y sus proporciones. A partir, sobre todo, de Negra espalda del tiempo, las novelas de Marías, las buenas, eran más bien grandes libros. Aquellas mezclas de realidad y de ficción resultaban muy interesantes pero empezaban a saltarse ciertas convenciones novelescas, sobre todo las relativas a la presencia del narrador y, en consecuencia, a la autonomía de la narración, que es lo que sucede cuando un novelista pretende romper las hechuras de una novela y lo que le sale es un brillante ejercicio que por convención llamamos novela. Hasta tal punto esto sucede que deberíamos agregar un nuevo nombre, o especializar el de novela solo para aquellas que respeten unas determinadas proporciones, las que sean, las suficientes para que el lector viva con placer creciente otras vidas, y no se limite a disfrutar de la prosa del autor o de sus pensamientos. Del mismo modo, uno disfrutó como un loco de Tu rostro mañana, aunque ahora pienso que lo que de veras disfruté fue la prosa de Marías, no unos personajes que con el tiempo, con el relativamente poco tiempo, se me han empezado ya a difuminar. Lo malo de las normas es que a fin de cuentas suponen la única garantía de perdurabilidad.
               Y eso que el principio de la novela, quizá por eso del “aburrimiento previo, para que la curiosidad y la invención despierten” que el narrador comenta entre paréntesis poco antes del relato final, me había parecido lo que creo que les ha parecido a los críticos aduladores, otro Marías, otra piedra en la gran construcción narrativa y tal y cual. Nada de eso. Después de ese aburrimiento previo, de ese ya está otra vez aquí el Marías con su prosa subjuntiva, ocurre algo que es lo que me sigue moviendo, a mi edad, a leer novelas, ese momento de plenitud eufórica en el que la novela empieza a correr a rienda suelta, el globo a ascender, la balsa a flotar, el niño a caminar, y el autor (el cochero, el piloto, el padre) tan solo tiene que vigilar que no se desboque, que no se dispare, que no se hunda, que no se caiga, casi siempre con las manos preparadas para actuar y la sonrisa complacida de quien siente que no es necesaria su ayuda. Este momento sucede con la aparición de Beatriz Noguera, el gran personaje de esta novela y de muchas otras. Los personajes son creaciones, pero también criaturas que crecen, y Beatriz no deja de crecer.
               De modo que, para empezar, este Marías no es otro Marías; es la novela de Beatriz Noguera, la esposa del director de cine Muriel, con quien mantiene una relación insoportable, la del matrimonio que no se habla, la del marido ya ofendido para siempre que si mantiene las apariencias es por los hijos o porque no había divorcio en España o incluso por la fuerza de la costumbre, que puede hasta con las situaciones más insostenibles. El joven Marías, en la novela el joven De Vere, con veintitrés años, en el Madrid desmelenado de los primeros ochenta, entra al servicio del director, uno de esos personajes muy artificiales de Marías que sin embargo resultan consistentes, en este caso porque recuerda mucho a otro personaje real y eso le da un, digamos, suplemento de verosimilitud.
               La circunstancia biográfica a la que, dice, ha acudido Marías, es que por aquellos años él trabajó para su tío Jesús Franco, Jess Frank, el santo patrón de la serie B española, especializado en vampirismo lésbico. Santiago Segura, que actuó en alguna de sus miles de películas, decía que era muy fácil trabajar con él: tal y como lo hicieses a la primera, bien, mal, regular o desastrosamente, Franco lo daba por bueno. Desde luego que Marías se encarga de sacar a un personaje llamado Jesús Franco que no es el director Muriel, de complexión y rasgos muy diferentes, a veces opuestos, y con un toque de figurante cómico que va corriendo a todas partes. Uno supone que lo hace para que nadie identifique al director Muriel con su tío, digo yo, pero sobre todo, y de esto estoy seguro (vaya, seguro…), para que no se confunda a la desdichada Beatriz Noguera con Lina Romay, esposa de Jesús Franco, ambas, no obstante, de belleza rotunda, frutal, y ambas con los dientes separados.
               Pero Muriel no está inspirado en el vivaracho Franco sino en Juan Benet, y eso lo detecta a la primera cualquiera que haya leído, por ejemplo, el prólogo que escribió Marías a la edición en un solo volumen de Herrumbrosas lanzas, en Alfaguara, y más de algún artículo en el que habla de los tiempos en los que él era El joven Marías igual que Pombo era El señor Pombo y el impertinente Rico El profesor Rico, en un chalet del Viso que también aparece en esta novela, así como un automóvil inglés, con el volante a la derecha, como el que tenía Benet. Pero bastará con esas cartas de Benet que publica Marías en las que le pide algunos libros sobre la Guerra Civil norteamericana para darse cuenta de que el tono de Muriel es sin duda el de Benet. Lo cual, todo lo más, contribuye a vivificarlo, a que no sea Marías hablando también, sino otro que no es Marías o más bien otro al que imita Marías mientras lo recuerda de aquella lejana época. El efecto, en todo caso, funciona estupendamente.
               No caben conjeturas biográficas porque, aunque uno se la imagine como a Lina Romay, Beatriz Noguera es de la estirpe de Clare Bayes, más que de la reincidente Luisa, quiero decir que su atractivo lánguido, su desesperación tranquila me cuadra más con la manera que tenía Marías de admirar a Clare Bayes. Beatriz aparece una noche en la novela, tratando de congraciarse con su marido, y Marías observa desde uno de esos puestos de observación ridículos que busca siempre Marías, esta vez hasta subido a un árbol, y contempla y describe a un personaje en el que irá entrando poco a poco, narrativa y hasta físicamente, a la que irá pintando capítulo a capítulo, consciente de que cada vez que la deja la novela la extraña, y quizá sea esa la razón por la que decidió incluirla en el levemente forzado episodio del doctor Van Nosequé, el malo de la película, sobre todo porque a la postre es el único cabo que se queda sin atar: ¿sometía el pediatra hijo de puta a Beatriz a algún tipo de chantaje, a pagar por algo que no debiera saberse?
               Beatriz, además, es desde luego el más explícito acercamiento de Marías al erotismo, tratado con un naturalismo sorprendente por preciso, por verosímil, ocupado de lo que uno siente más, aunque no solo, que de lo que uno toca, pero sobre todo de la conciencia de estar tocando. Esa operación la ha hecho todo joven cazador que manosea a su presa solo para fijar el momento en el recuerdo. Por eso los jóvenes aprietan tanto, porque así se hacen más cargo de su situación, la memorizan, o eso creen. Qué bien tratado está este punto de vista, incluido el deseo un poco decadente, algo morboso, del narrador hacia Beatriz. Hubo un párrafo en el que la describía desmejorada, después del espléndido episodio del hotel Wellington, que a mí me recordó un poco a la Concha de Valle-Inclán, ese cinismo elegante, desde luego nada estentóreo ni machacón ni mucho menos desagradable, que es lo más corriente.
               Cuando una novela es novela, cuando vuela, cuando está viva, todo queda sometido a la fruición, a la entrega, y lo que con otro ritmo menos absorbente podrían parecer soluciones artificiosas (o, como en el caso del porqué más importante de todos, un conejo salido de un sombrero; eso sí, impresionante), en el imparable discurrir, tan bien medido, encaja con la naturalidad que siguen manteniendo sus principales personajes. Más de cartón es el malo, Van Nosequé, y no tan postizo y cargante como en su anterior novela el de todos modos cargante Francisco Rico, esta vez tratado también con mucha más gracia y con un recurso del todo dickensiano: llenarlo de tics lingüísticos, de palabras incomprensibles y modismos modificados y léxico en desuso, muy divertido.
               Sin embargo uno acaba tan contento que hasta la condición postiza del malo le parece adecuada, y eso por una razón que vale para la novela entera. Hay en ella mucho de pastiche, como cuando Marías empezaba. Pastiche de las típicas frases de película negra, de los clásicos espionajes, que en realidad no es pastiche sino el lenguaje de la ficción, el mismo que le ha exigido trabajarse el argumento, el desarrollo, mucho más que en esas otras novelas en que todo lo fiaba a la sintaxis y la documentación hipotética. Y el mismo que le ha impuesto un tempo narrativo impecable que exigía que Marías narrase sin dar la lata. A cambio, el artista Marías, que en esta novela no deja de pensar por la lengua de Shakespeare, se permite fragmentos, episodios, solos de prosa, el del suicidio por encima de todos, pero bastantes otros dedicados a esa descomposición del tiempo verbal en que consisten muchas veces sus digresiones. Eso sí, todos colocados como descanso necesario, como remanso de una acción desbocada, como interludio, o como esos pasos lentos que da el torero antes de comenzar una frenética tanda de naturales. Digamos que el Marías de siempre se sale para que pase la comitiva, escribe sus reflexiones subordinadas desde un discreto balcón, y en todo caso siempre son comprensivas, por lo menos siempre con Beatriz, y casi siempre con Muriel. Queremos porque comprendemos, porque creemos estar en posesión de lo que los demás no ven. Y una buena novela necesita que tengas afecto por el héroe, así de simple.
               No es mucha la ambientación del Madrid de la Movida, desde luego, más allá de unos cuantos nombres de bares y otros tantos lugares comunes. La verdadera ambientación es cómo está escrita la novela, como se hacía entonces, como él hizo entonces, con una estructura de parodia que se surte de géneros diversos populares y entra en bucles narrativos que la complican y le dan intensidad. Pero una buena novela no puede ser solo un pastiche, debe trascenderlo, otro de los logros que Marías debe a Beatriz Noguera, sin duda. El pastiche es solo el punto de partida, no un mero corta pega, como suele ser. La novela responde por sí misma, no hay broma que dure tantas páginas si no funciona como novela profunda, atenta a los detalles que solemos ver a solas y en silencio, y a veces no queremos formular y otras no conseguimos atrapar. Para eso está una novela también, para poner en palabras sentimientos compartidos. Y aquí, a pesar del envoltorio paródico, pero gracias a los grandes personajes, hay mucho sentimiento que compartir, cosas que sabemos que se sienten, o que incluso hemos sentido.

Javier Marías, Así empieza lo malo, Alfaguara, 2014, 534 pp.

28.9.14

Dejarse de historias

            
Todavía recuerdo, por esas arbitrariedades que tiene la memoria, la crítica de Rafael Conte cuando apareció Juegos de la edad tardía, hace veinticinco años. “Su éxito es lento pero seguro”, recuerdo que decía, con palabras que también se ajustaban al estilo de Luis Landero. En aquella época (1989) aún se llevaban las novelas escritas muy deprisa, con largos fraseos machacones y una inclinación a engordarlas con sueños de sesión de tarde. La novedad que traía Landero era que todo ese almacén de motivos culturalistas estaba utilizado no al servicio de oropeles falsos sino para decorar la imaginación de los pobres. Pero mejor aún que eso era que la prosa resultaba tersa y trabajada, sabrosa de vocabulario y perfumada de lecturas clásicas. Era el homenaje a Cervantes de un ciudadano corriente que escribía despacio y con buena letra, mucha mejor letra que casi todo lo que podíamos leer de autores vivos. Fue, además, el triunfo del escritor desconocido que insiste en rematar los párrafos en su piso de las afueras en vez de alternar con los parientes del clan de la literatura. En cierto modo, para los lectores que obviábamos la petulancia de los escritores cuando tratábamos de disfrutar sus libros, Landero era un placer añadido, el de saber que aquella historia tan primorosamente escrita (con su punto algo rarito de ingenuidad bobalicona) estaba escrita por alguien que había disfrutado de Cervantes en las mismas circunstancias que nosotros.
            Luego leí Caballeros de fortuna y tuve la sensación de que Landero había metido la pata. “García Márquez ha colonizado nuestra lengua”, se defendía él, cuando cometió el error que tantos otros, peores escritores que él, cometían por aquella época: imitar el fraseo de García Márquez, que solo en sus dedos no resulta empalagoso, y no siempre. A Landero aún le queda, de vez en cuando, ese uso pleonástico de adjetivos como irremediable o inevitable, pero aquel ensayo imitativo se ha borrado por completo de su prosa. “No debería haber segundas novelas. Habría que pasar directamente a la tercera”, dijo Landero, algo abrumado por la discreta rechifla que se podía detectar en los periódicos, cuando los periódicos hacían crítica sin patrocinio.
            La cosa volvió a su ser con posteriores novelas, pero a mí El mágico aprendiz, por ejemplo, se me hizo cuesta arriba, y eso no significa que no me gustase, tan solo que no compartía el tipo de imaginación, siempre tan grisácea, siempre con ese candor que solo tienen los derrotados cuando se rehabilitan en un aura de felicidad algo patética. La prosa seguía sabiendo a pan, como decía Cunqueiro del obispo de Mondoñedo, pero la imaginación era un poco sosa. A mí los lances sorprendentes y los personajes tan naïf y las huidas de la cutre realidad me aburren un poco, o al menos no en todas las épocas del año los soporto.


           El caso es que hace tiempo que no lo leía, y el reencuentro con El balcón en invierno, las memorias infantiles y juveniles del autor, me ha devuelto a un prosista al que admiro y al mismo escritor que se enjugaza con las palabras como los niños con las lagartijas, esta vez en un género nuevo, el de la pura verdad, la autobiografía de un escritor que ha escrito ya un rimero de gruesas obras de ficción. Me gusta ese género, creo que es la única forma de autoficción que tolero, la que no presume de novela, la que hace lo que todos los escritores han hecho, o por lo menos han deseado hacer, rescatar la niñez, estar a la altura del recuerdo que conservan. Y tampoco exijo esa especie de solemne juramento de decir la verdad y toda la verdad con frases cortantes y momentos dolorosos. El colmo de lo que detesto son aquellas memorias de Juan Goitysolo, en dos volúmenes, el primero de los cuales, Coto vedado, contaba con seriedad ridícula, con impostadas autoinculpaciones y victimismos de señorito, escenas de alcoba con su abuelo que daban un poco de vergüenza ajena. Prefiero la sabrosa pirotecnia de Vicent en Contraparaíso, la cruda ternura de Cela en La rosa, incluso la poesía brutal de Félix Romeo en Dibujos animados, aunque no me desagradan esos otros esfuerzos de transparencia simple y descarnada, siempre y cuando no traten de justificarse. De El jinete polaco, sin embargo, me molesta el encorvarse encima de la máquina de escribir y hablar a toda pastilla de todo en un tono de testimonio trágico, como reprochándole a las veleidades del azar el haber nacido en una familia tan humilde y al mismo tiempo reivindicarlo en el concurso de méritos. Era la época en que por fin las familias pobres echaban al mundo escritores, profesores, médicos, ingenieros, y reivindicar a una generación tan maltratada por la historia era un tema muy apetitoso. Lo que no era tan frecuente es esa mirada de distancia y de piedad, esa operación literaria que consiste en elevar las pequeñas cosas a lo más alto de la poesía, y que desde luego no requiere ni alardes malabares ni jeremiadas. Requiere, supongo, la naturalidad de la nostalgia, uno de esos días tontos en que uno está ensobinado en el sillón, sin ganas de nada, que tan bien describe Landero, y resulta que es el momento adecuado para dejar un principio un poco pocho de ficción y abrir la vieja carpeta de la escuela. Supongo que llega un momento en la vida (Landero tiene 65) en que ya puedes contar las cosas como las ves honestamente, ya es posible desnudarlas de rencores, traumas e idealizaciones, ya se puede sonreír con ellas, vestirlas con palabras claras.
            Eso es lo que ha hecho Landero, y le ha salido un libro precioso. Su vida ya nos la sabíamos (su epopeya guitarrista no sé en qué otra novela la contó), pero no su infancia campesina, los tiempos difíciles de antes de emigrar, allá en un cortijo perdíos, con un padre derrotado y soñador, ominoso y haragán, y una madre suspirante que amaba la vida, vivirla, no contarla, porque, para ella, su propia vida no tenía mayor interés, que es lo primero que sienten los que de verdad aman la vida y no viven angustiados por que todo sea inolvidable. Estupendo el personaje del padre, escrito en cuatro trazos, sin regodeo y sin paños calientes, pero lleno de piedad. Hace bien Landero en no enjugazarse en las escenas duras, en no mancharlas de alardes verbales y en cambio aplicarles la transparencia del sosiego. Habla claro Landero, pero lo hace dulcemente.
            Los alardes y las retahílas los deja para el campo, no el pueblo, el campo, Valdeborrachos, el cortijo apartado, la casa en que vivían los labradores, que no eran jornaleros pero tampoco terratenientes. Algún viaje en mula (con su padre) le da a Landero para gozar de la belleza recuperada, de las flores del campo y los bichos que salían al camino, del mismo modo que funde la imaginación y la memoria en aquellas listas de consejas que escuchó al amor del fuego y que están contadas en el mismo código en el que imaginan sus personajes de ficción. Esto, el que estuviera contando la verdad en el mismo tono en que narra sus mentiras, es notorio en ese pasaje y en los que dedica a sus primeros trabajillos por Madrid, cuando su padre lo quitó de la escuela. Ves allí a un Gregorio Olías adolescente, un Madrid de cartelera repintada y solares llenos de yerbajos como aquellos por los que paseaba con su galgo otro personaje de no sé qué novela suya.
            Igual eso significa que la imaginación es el estilo. Landero deja bien claro qué es eso del estilo con dos fragmentos escogidos con candil, uno de Flaubert y otro de Scott Fitzgerald. Algo así como decir: todo el camino viene a parar aquí, a este estudio, a estas frases subrayadas. Todo lo que he contado no es más que el preludio del arduo camino a la fuente Castalia, a beber esta agua pura. Y casi todo el libro está a la altura del empeño, ciertamente. Esa condición “deshilvanada”, a él que tanto le gustan las planificaciones, hace que el libro respire, sometido al vaivén caprichoso de las asociaciones, coja y deje, vuelva y siga, aunque quizá termine tres o cuatro páginas después de donde ya estaba del todo terminado. De hecho los últimos capítulos son más recopilatorios y lexicográficos. Se acumulan las largas y jugosoas enumeraciones, los recuerdos ya se desdibujan tras la niebla de su interpretación, escasean las escenas. El escritor charla en voz baja con su madre, le pregunta por la tía Ceferina, que se casó siendo una cría con un señor muy serio que se la llevó a vivir al quinto pino, y un día fueron al pueblo y el marido salió al balcón vestido con una sábana y soltó un discurso al vecindario. Lo encerraron en un manicomio y poco después se murió. Qué dijo este marido vidriera en su discurso, qué dicen todos los que callan su fracaso y un día sufren una hemorragia de palabras que los desangra. Esos son los personajes de este libro, el padre, el primo Paco, el marido de la tía Ceferina, gente con ingenio y sin suerte. Lo dice el hijo, al que el padre dio unas cuantas palizas para ver si se enderezaba y cogía los libros, de quien llegó a desesperar y que luego, mira por dónde, ha llegado a ser uno de los pocos novelistas respetados y con carrera estable que quedan en el país.

Luis Landero, El balcón en invierno, Tusquets, 2014, 245 pp.

25.9.14

Enciclopedia del decadentismo



A contrapelo, de Joris-Karl Huysmans, es uno de esos raros libros que a pesar de ser novelas muy malas, o quizá por eso, quién sabe, se convierten sin embargo en documentos imprescindibles, hitos de la literatura, biblias de esto y de lo otro. Precisamente todo lo que lo hace ser mala novela es lo que se lleva más de un siglo citando como modelo de modernidad. Y la verdad es que cuadra con el espíritu del decadentismo esa sensación de progresivo adocenamiento que se va apoderando del libro, ese sustituir el ingenio y la imaginación por ristras de palabras exóticas. Pero siempre se ha vendido como una novela, y como tal hay que juzgarla.
            Habría resultado, quizá, mucho más honesto prescindir del protagonista ficticio y presentarlo como un ensayo sobre el artista moderno. Pero entonces tampoco se habría sostenido en el tabernáculo en el que lo tenemos. Este libro es famoso más allá de la erudición literaria porque parte de un mito suficiente, es decir, por su condición de novela. Lo malo es que el mito, que empieza muy bien, se queda en su formulación, en una frase de recuerdo.
            Es el mito, tampoco novedoso pero siempre actual, de la torre de marfil. El ocioso Des Esseintes abandona el mundanal ruido y se refugia en el campo, pero en vez de dedicarse a plantar cebollas se encierra en su casa y la decora con arreglo a la sensibilidad estética que no puede disfrutar en contacto con el mundo real. Algunas de sus primeras decisiones son muy ingeniosas: vestir una habitación con un decorado sobrio y humilde en sus formas pero lujosísimo en sus materiales, pintar las paredes de naranja (como Houellebecq, curiosamente), o dedicarse a comprar flores naturales que parezcan artificiales, incluida la proustiana catleya, “esta orquídea que hacía florecer los más ingratos recuerdos”. Incluso es interesante su primer alarde de erudición, cuando está recopilando títulos para su biblioteca y, de paso, encaja un ensayo sobre la poesía romana en el que dice los lugares comunes que siempre han dicho los decadentistas, que Virgilio es árido y pomposo y que el gran poeta es Lucano, que los historiadores (salvo Tácito, ¿qué tendrá Tácito que ni los más disolventes provocadores se atreven a decir que no les gusta?) le interesan menos que Petronio, y que Petronio es la leche.
            Esta disertación sobre historia de la literatura romana es gratuita en el detalle y reveladora en su conjunto. Los decadentistas se fijaban en el modelo de putrefacción del imperio romano para imitar las irisaciones de sus gangrenas y tapizar con ellas sus guaridas. Les atrae el desequilibrio formal, el exceso, el refinamiento morboso, la provocación. Pero resulta que Petronio, además de ser el cronista de la putrefacción moral, es un realista de primerísima línea que no se contenta con excursos eruditos, y que hace maravillosamente algo de lo que Des Essientes, enfermo del estómago, no se siente capaz: describir la comida.
            Es eso lo que pierde a este libro, la erudición decorativa, como es lo que desde antiguo, desde Apolonio de Rodas por lo menos, se reprocha a los modernos, que se enjugacen con las palabras, que se entretengan con los sonidos, que se preocupen exclusivamente del estilo y de quien ha de leer sus escritos, y practiquen, en consecuencia, esa pena de impotencia narrativa. A Flaubert no le ocurría, claro, porque Flaubert, además, tenía imaginación y sabía narrar. Huysmans lo sabe y babea cada vez que nombra a Flaubert, e incluso le toma prestada alguna que otra frase, como cuando dice aquello de “un candor maternal cuya dulzura afianza y proporciona, por así decirlo, el interesante remordimiento de una especie de incesto”, que es, con más palabras, peor dicho, lo que sintió Frederick cuando por fin tuvo a tiro a Madame Arnoux.
            Y no solo a Flaubert. “La admiración que sentía por Baudelaire no tenía límites”, pero le faltaba la sangre. Lo nombra constantemente pero solo a veces lo vemos acercarse, cuando cuenta cómo intentó pervertir a un muchacho del arroyo dándole dinero regularmente durante algún tiempo, a cambio de nada, de su propia perdición; o cuando discursea sobre la superioridad moral de los prostíbulos con respecto a los cafés, donde retrata muy bien, todo hay que decirlo, el sentimiento de falsa victoria que anima a quienes pretenden ligar en vez de pagar; o, sobre todo, cuando decide marchar a Londres, por motivos de mera estética, y antes de emprender el viaje ya ha sido capaz de imaginarse con todo detalle lo que va a sentir, de modo que se vuelve otra vez a su casa.
            Por cierto que, a propósito de este viaje, Huysmans, que ha abandonado hace rato al personaje y ahora se dedica él a resumir la historia de la literatura contemporánea, suelta otra de esas tontadas que nos hacen sospechar que la superficialidad estética de los decadentes no es más que trasunto, muchas veces, de su superficialidad cerebral. Cada vez que leo a Rubén Darío, además de paladear la descarada sonoridad de sus versos, no puedo dejar de pensar que eso solo puede ser obra de un escritor un poco tonto. Y así dice Huysmans, el infeliz: “trató de airearse el cerebro leyendo esos libros tan apreciados por los convalecientes y los alicaídos que no se sienten con fuerzas para leer obras más consistentes y jugosas: las novelas de Dickens”. Si hubiese sido todavía más moderno, habría disertado sobre la sensación de estar leyendo un novelón de Dickens, el tipo de ropa que apetece ponerse, la clase de suelo donde anima a pisar, el repertorio de pensamientos que sobrevienen cuando se cierra el libro, la imagen que uno compone mientras se va traduciendo a sí mismo a la condición de personaje dickensiano.


            Puede ser que este desprecio incomprensible se sustente en lo que tampoco aceptaba de sí mismo. Huysmans fue naturalista ortodoxo hasta que se refugió en este decadentismo de aromas excesivos. Pero el suyo, ahora, sobre todo ahora, suena a decadentismo de enciclopedia, eso que tanto detestaba Umbral, nuestro último decadente. Hacia el final del libro, el protagonista y autor da con una descripción de sí mismo que es una de esas raras gemas narrativas que de vez en cuando flotan por el libro pero nunca terminan de prosperar:

La imperfección misma le agradaba, con tal de que no fuera ni parásita ni servil, y tal vez había una cierta dosis de verdad en su teoría según la cual el escritor de segunda fila en la decadencia, el escritor con personalidad propia, aunque sea imperfecto e incompleto, destila un bálsamo más irritante, más apetitoso, más excitante e incisivo que un artista consumado y perfecto de la misma época. En su opinión, era justamente entre los turbulentos esbozos de estos autores donde se podían encontrar las exaltaciones más refinadas y más mórbidas de la psicología, las distorsiones más atrevidas y exageradas de la lengua obligándola, a pesar de sus últimas resistencias, a contener y a admitir la sal efervescente de las sensaciones y de las ideas.

            Esto es, muy verosímilmente, lo que Huysmans pensaba de sí mismo, que era un escritor menor en el que bullían las genialidades, como un río de agua turbia donde saltan truchas con escamas de colores. Y así encontramos una porción de buenos ejemplos de casi todo lo que tiene que ver con la modernidad: los alardes sinestésicos, el desarrollo de una novela lírica que había empezado su maestro Baudelaire con los petit poèmes, tan presentes en Huysmans; la incorporación de filósofos que teorizasen sobre la modorra (Schopenhauer) y poetas que supieran describir con música el horror (Poe); el gusto por contar la infancia en un colegio de jesuitas, y que pronto se convertiría en género; el onirismo presurrealista (Bretón lo citó mucho), la galería de modernos (Villiers, D’Aurebilly, los que leía Valle-Inclán), los rataplanes musicales que prefiguran obras tan posteriores como el Concierto barroco de Carpentier, y, en fin, unas cuantas páginas que necesariamente nos llevan a Proust.
            Hay de todo, sí, pero como en un catálogo, sin auténticas corrientes internas, sin los riesgos del desarrollo, sin zambullirse en las sensaciones que describe más allá del oropel verboso con que las decora. Le falta eso, la comida, el buen color, lo que tenía Petronio, de modo que cuando quiere abrochar el libro con algo impactante, subversivo, epatante, no se le ocurre otra cosa que curarse del estómago metiéndose lavativas de caldo concentrado, como Cela.
            Seguiremos, claro, hablando de la biblia del decadentismo, y seleccionaremos sus párrafos para ilustrar los temas de literatura, pero no sé si nos lo volveremos a leer entero, desde luego no en esta penosa edición, ya vieja, de Juan Herrero. Uno agradece el esfuerzo del traductor, que debió de dejarse los dedos en los diccionarios, pero la cantidad de errores de puntuación y faltas de ortografía es impropia de una colección como esta, por no hablar de lo pleonásticamente generoso que se muestra el editor en las notas a pie de página, extensos párrafos en los que nos cuenta, por ejemplo, la biografía de Edgar Allan Poe, o nos explica las páginas recién traducidas, como si no las hubiésemos entendido. Sabe mal decir esto porque traducir a este tipo debe de ser bastante complicado, pero el tema de los correctores es algo que me saca de mis casillas. Quizá no es culpa del traductor y solo del corrector, o de una máquina, yo qué sé, lo que sea, pero creo que si no he podido disfrutar de la novela es porque cada vez que me topaba con una coma mal puesta sentía como si en mitad de un canto gregoriano escuchado entre penumbras de colegiata un turista se pusiese a toser. 
            Lo que sí permanecerá es el mito, el personaje que construye un mundo aparte, el misántropo por supervivencia, el héroe silencioso que escucha los movimientos de su espíritu. Aunque solo sea por la oportunidad que da este libro de pensar en ello (y de recopilar ingentes materiales para clase), ya merece la pena.



Joris-Karl Huysmans, A contrapelo, trad. Juan Herrero, Cátedra, 1984, 368 pp.

19.9.14

Perfume de momia


            La educación sentimental es mejor novela que Madame Bovary. Pero Emma es un mito, y Frederick, lamentablemente, no. Es mejor novela porque todo el trabajo de arquitectura, que es enorme, no está al servicio de un plan previo sino al de un plan que parezca más circunstanciado. Flaubert, gran lector de Cervantes, tenía que ser consciente de que a pesar de todo Emma Bovary es demasiado idiota para sentirla del todo viva. El autor había estado demasiado encima de ella, no le había permitido tener un arranque de rehabilitación. Con Madame Bovary siempre me surge la duda de por qué una mujer tan estúpida ha llegado a ser icono del feminismo. En La educación sentimental, sin embargo, todas las mujeres son dignas. Pueden amar locamente pero no hasta el punto de hacer el imbécil. Incluso Louise, la más despreciada, sobrevive a su desgracia largándose con un cantante. La señora Dambreuse, a la que Frederick seduce, con su marido de cuerpo presente, para sacarle las perras, se comporta luego con toda la entereza de quien es capaz de hacer pasar un engaño por un capricho de ricachona. La estupenda Rossanette, la Mariscala, es una mujer viva, cambiante, siempre atractiva, una mujer dulce y bragada, ingenua y calculadora, madre y amante, ramera y señora. Quizá la menos viva, la más tontamente abnegada sea Madame Arnoux, la única a la que –dice Flaubert, aunque yo no me lo creo del todo- amó Frederick, pero aun en ese caso no hay tontería sino dignidad. En ningún momento se nos ocurre como lectores infravalorarla. Pasa por la novela como una dama que vemos desde la terraza del hotel, paseando entre los cipreses. Pero Flaubert la comprende, a ella y a todas, y el tópico flaubertiano de que todos los personajes son bobos o ridículos vamos a dejarlo en Emma. Por más que a veces lo intente el autor, estas otras mujeres jamás dan pena.
            Germán Palacios, el traductor, vincula a Flaubert sobre todo con La familia de León Roch, por alguna escena de niños enfermos y así. Pero yo me he acordado mucho de Lo prohibido leyendo esta novela. Galdós utilizó, más desparramadamente, sin ese lujo constructivo, una cimbra parecida. Un joven ocioso y despreocupado (creo que se llamaba Guzmán) trata con tres hermanas, de las que solo seduce a una, la más delirante, a la que deja porque no quiere líos. De las otras dos, una es de férreo sentimiento popular, amante hasta el final y a pesar de todo de su marido, Celestino Miquis, el más tonto de los Miquis, y otra, que es la que el protagonista hubiera querido de verdad, es una gran mujer sin delirios de grandeza ni aprensiones de pobre, pero es sensata y no quiere perder la cabeza por cualquier quisicosa. Camila y Juana (la pobre y la sensata, hablo de memoria) son grandes mujeres, y Eloísa, la más fantasiosa de todas, la más Bovary, es un poco insoportable.
            Galdós tampoco hurga más en ellas, pero Flaubert es como un inspector técnico que no deja tuerca sin apretar. Con más o menos pinceladas, la novia del pueblo (Louise), la dama inalcanzable (Madame Arnoux), la fogosa contenida (la Dambreuse) y sobre todo Rosannette son grandes construcciones dramáticas. A veces las queremos, a veces las detestamos, pero siempre las comprendemos, que es lo que nos hace ser felices leyendo las novelas de Galdós. Más de una vez meneamos la cabeza como si el único imbécil fuera Frederick, que no sabe ser feliz con semejantes mujeres. Con los Bovary no fui capaz de sentir lo mismo.
            Sobre el tema del estilo en Flaubert yo creo que ya hemos hablado bastante. La educación sentimental le costó escribirla cinco años, una página cada tres días, porque mayor velocidad que esa, teniendo en cuenta el nivel de detalle que exhibe Flaubert, me parecería una locura. No hay, pues, aparentemente, ese desbordamiento narrativo que tanto disfruto en Galdós, que escribía con lápiz para no perder tiempo mojando la pluma en el tintero. El pobre Arnoux, una especie de Micawber en pendón, buen personaje, le sirve a Flaubert para alguna de sus más famosas descripciones, la de la fábrica y la tienda de cerámica, una orgía de significantes musicados, y en cualquiera de ellas (el paseo con Rosanette por el bosque, el fiambre de Dambreuse, los salones, las tabernas) uno percibe que aquel es un discurso recamado, demasiado preciosista para no haber sido elaborado meticulosamente, depositando las palabras en su hueco con una pinza de orfebre. Flaubert usa estos solos de violín, estas exhibiciones de pasamanería, cuando la acción lleva ya desatada varias páginas. Acelera y remansa, pero mantiene vivo el mismo ritmo, ese trote ligero, nada especulativo, capaz de extenderse varias líneas con el mobiliario pero también de resolver en cuatro pinceladas un complejo sentimiento.
Esa sublimidad ininterrumpida, deslumbrante por difícil (aunque su dicción sea tan fluida y natural), barniza la novela de modernidad, de la que podríamos sacar extensos párrafos como ejemplo de naturalismo y de decadentismo, eso que a partir de Huysmans parecieron dos cosas distintas. Zola quizá pensaba en Flaubert como padre del naturalismo por esas largas reuniones de amigos que luego él hipertrofiaría en la boda de La taberna (y que llega, sin ninguna duda, al cementerio de Dublin y a las conversaciones de Leopold Bloom) o por esos fragmentos de cirugía forense que ocupan en sus novelas lugar aparte, esta vez un solo de violonchelo negro. Pero esa misma delectación descriptiva, esa misma imponente objetividad es la que marca la distancia. El episodio del cadáver de Dambreuse es una obra maestra que uno sorbe como un vino delicado, pero ese mismo tono ya está por todas partes:

Las residencias reales tienen en sí una melancolía particular, que depende sin duda de sus dimensiones demasiado considerables para el pequeño número de sus huéspedes, del silencio que sorprende encontrar en ellas después de tantas bandas militares, de su lujo inmóvil que prueba por su vejez la fugacidad de las dinastías, la eterna miseria de todo; y esta exhalación de los siglos, adormecedora y fúnebre como un perfume de momia, se hace sentir incluso en las cabezas ingenuas. Rosanette bostezaba de una manera desmesurada. Regresaron al hotel.

            La suntuosidad es siempre despectiva, la puntillosidad es en sí misma un regodeo. Verlo todo es saberlo todo, y se perdería esa verdad que anida en lo entrevisto, en lo borroso, como diría, muchos años después, Gabriel Miró, un Flaubert sin sangre en las venas y con pico de viuda. Y por eso Flaubert utiliza una técnica constructiva heredada de los antiguos poetas helenísticos. El naturalista se hace pesado cuando quiere respetar las proporciones. El moderno, en cambio, puede despachar un viaje en una línea y una vida en media docena, pero quedarse un largo rato describiendo un camafeo. Flaubert telegrafía la narración pero se enjugaza en los detalles, da cuenta fría de los hechos y se demora en actos sin aparente trascendencia. Cuando abandona esta deliciosa asimetría, hacia el final, cuando el ritmo es solo el de los hechos, lo cierto es que roza lo truculento, e incluso en una escena tan espléndida como el último encuentro entre Frederick y Madame Arnoux el moderno Flaubert no puede sino dejar que se le escape alguna broma. “Ver su pie me trastorna”, dice Frederick, y uno, en vez de sentir, sonríe, que es lo que hicieron los modernos con el romanticismo.

Frederic sospechó que mme. Arnoux había venido a ofrecerse; y él se sentía de nuevo preso de un deseo más fuerte que nunca, furioso, implacable. Sin embargo, sentía algo inefable, una repulsa y como el terror de un incesto. Otro temor le detuvo, el de sentir después hastío. Además, qué problemas se le plantearían, y a la vez por prudencia y para no degradar su ideal, dio media vuelta y se puso a liar un cigarrillo.


            Pero la novela no es solo estética. Como novela histórica, es un impecable retrato de la Francia en tiempos de la Segunda República, a decir de los historiadores y prologuistas. Seguramente; pero uno se acordaba, en las escenas de muchos figurantes, de la Historia de dos ciudades, ambientada en la Revolución, con la que no estaría mal comparar esta novela de Flaubert. Desde luego que no tiene la intensidad aventurera de Dickens, y los salones están mucho más meticulosamente descritos, pero el aire de la historia, eso que se respira en Dickens, aquí es una galería de cuadros del siglo XIX. Flaubert viajó a todos los lugares que describe y tomó notas en los portales donde agonizaban los desesperados, pero los cuadros huelen a óleo, no a brisa. 
            A mí me da lo mismo. Yo disfruto de los dos.

14.9.14

El humo de Houellebecq


En los 90 la gente salía sonriente de las películas de Alain Tanner. A mí me gustaba esa manera de proponer una excusa argumental para que los personajes charlasen sobre cualquier cosa, con un hiperrealismo de piso de protección oficial que entonces era un lenguaje corriente. Las visagras de las puertas estaban oxidadas y los personajes se paraban a escuchar el ruido que hacían al cerrarse por sí solas, no porque hubiera corrientes de aire ni tuviesen un muelle, sino porque estaban desequilibradas. Ese lento chirrido inevitable de las cosas que nos ven vivir.
            Me he acordado varias veces de Tanner viendo El secuestro de Michel Houellebecq, pero he de decir que al final, cuando han encendido la luz, solo sonreían dos o tres espectadores. La conducta de Houellebecq , impermeable a las emociones, de permanente y escéptica aceptación de lo que le sucede, distraída pero en constante retorno a sus pequeñas obsesiones, indiferente a la condición de su interlocutor, cínica y tranquila, es algo que a la gente no parecía haberle hecho mucha gracia. Yo que me esperaba una de esas películas en las que los espectadores se ríen antes del chiste para subrayar que han leído sus libros. Claro que tampoco ayuda el aspecto del héroe: consumido, como estragado por el abandono, sin los dientes de arriba, con la lengua gorda, calvo y arguellado, como un Baudelaire con síndrome de Diógenes. No en vano, dicho sea de paso, al principio de la película el escritor quiere pintar las paredes de su casa de color naranja, quizá porque, como dice Huysmans en su A rebours (un referente más que claro de Houellebecq), "los ojos de las personas debilitadas y de temperamento nervioso, cuyo apetito sensual busca manjares sazonados en salmuera o ahumados, los ojos de los hiperexcitados y demacrados, prefieren todos ese color irritante y enfermizo, de esplendores ficticios y de fiebres amargas: el anaranjado".
            A mí me ha parecido un divertido ensayo de ética y poética. Lo primero, porque el protagonista es en sí mismo un modo de ver el mundo, de pasar por él, y lo segundo porque con frecuencia su desequilibrado proceder chirría melancólicamente. Sucede así en una escena en la que sus secuestradores le preguntan si no tiene miedo a morir. Viene a decir entonces Houellebecq que no le importa, que ya es suficiente, que es lo último que, según él, escribió Kant. Dice que eso le pasa porque ha vivido mucho, pero su actitud es la de quien, a partir de un determinado momento de la vida, siente que ya es tarde para lamentarse, pero sobre todo para enmendarse. La vida ya ha llegado a su formulación definitiva, y aunque uno prefiere seguir viviendo, no considera que por morir se pueda dejar de vivir algo importante. En ese encogimiento general de hombros, cuando ya es demasiado tarde para dejar de fumar o de beber y solo queda, de vez en cuando, un dolor de oídos (¿será una cita de Carver?), el individuo se despoja del otro, cuya presencia ya no determina nuestro discurso.
            Creo que no he dicho de qué iba la cosa. Resulta que a mitad de la campaña promocional de El mapa y el territorio, de la que ya se habló aquí en su momento, Houellebecq se despidió a la francesa y los franceses empezaron a producir anécdotas literarias. Houellebecq era muy famoso porque era muy irritante, y los periódicos necesitaban que le hubiese pasado algo, un secuestro, o mejor un suicidio. El director, Guillaume Nicloux, desarrolla a partir de aquí un falso documental sobre lo que pudo haber ocurrido si la calenturienta imaginación de los periódicos hubiera estado en lo cierto. Así, tres secuestradores, tres armarios, dos de gimnasio y uno ropero, secuestran, amable, limpiamente, al escritor Houellebecq, y se lo llevan a una casa de campo. Allí convive con sus captores y con los ancianos padres de uno de ellos, y hacia el final de la película con un huérfano polaco que vive en un contenedor y con una prostituta aficionada que los secuestradores le regalan por su cumpleaños. Y, salvo que a veces discuten, no muy convincentemente, todos son bastante educados. Lo inverosímil en esta película es que la gente hable y deje hablar. Lo raro es que un gitano de dos metros de alto y ciento cincuenta kilos de peso no le calce un puñetazo a H. cada vez que tiene una salida de tono, algunas muy interesantes.
            Por ejemplo cuando el gitano, en un alarde de cordialidad, le dice a H. que acaba de leerse un libro suyo, un ensayo sobre Lovecraft, donde H. cuenta cómo compró el cojín sobre el que reposó el cuerpo de Lovecrafta antes de morir, todavía lleno de sangre y de babas. Eso impresionó al gitano, y le pregunta si es verdad. “No, yo no he escrito eso”, dice H., y el gitano porfía hasta que se siente ofendido porque los otros secuestradores empiezan a pensar que no entiende lo que lee. Se pone (ya es, pero más) hecho un energúmeno, pero H., canijo, consumido, encogido ya de hombros para siempre, insiste en que no. Los propios secuestradores le piden que mienta, que diga que sí aunque no sea verdad, como si H. no estuviera enterándose de que le puede caer un buen guantazo. Cuando la cosa se sube de tono, H., más que comprender, parece transigir: “bueno, pues lo habré olvidado”, dice, y sigue fumando.
            Ese es uno de los rasgos del personaje Houellebecq, el aparente y natural sometimiento a la verdad. La gente que siempre dice lo que piensa suele meterse en líos, pero la que solo lo hace cuando le preguntan termina por seducir a su adversario. Su estrategia de la verdad se metamorfosea en instinto y morro, y H., a los pocos días de su cautiverio, bebe buen vino, fuma como un carretero, se acuesta con una moza del pueblo y paga a su celestina con la promesa de un poema. Se diría que ha estado manipulando a sus carceleros, adaptando las circunstancias desfavorables a su comodidad personal. H. acepta con los ojos entornados el devenir del mundo y la llegada del infierno, pero sabe que con tabaco y vino tinto la vida no tiene por qué cambiar. Es más, si cambia, puede que sea para mejor.
            Pero para llegar a ese grado de ataraxia vinosa uno debe desprenderse de los prejuicios. H. habla en el mismo tono con el bárbaro gitano que con su agente literario, se interesa igual por un análisis filosófico que por un entretenimiento de brutos. Todo le produce la misma curiosidad y el mismo poco entusiasmo. Su actitud no cambia, no se adapta, y por eso resulta del todo natural y por eso influye en los demás. Forma parte de ella el decir la verdad aunque sepa que va a perturbar al que la escucha. Conozco gente así, no tan desesperantes como este pollo, pero socialmente muy eficaces. Practican una buena educación afable en la distancia, nunca se rebajan ni se encumbran, pero siempre acaban estando a la altura de su interlocutor. Todo es igual de interesante para ellos porque todo es igual de absurdo. Y, a fin de cuentas, para un tipo como H. solo escuchando a todo tipo de gente se pueden crear buenos personajes.
            ¿Son buenos los personajes de esta película? Pues no, no mucho. Ya digo que su ausencia casi total de instintos violentos no parece de este mundo. Sus angustias se resuelven de pronto, en un llanto repentino (al oír una palabra) o cuando ya no se les ocurre qué decir. No es que falte drama sino que están todos un poco empanados. Debe ser influjo también de H., que durante toda la película exhibe una profunda torrija, el cebollazo de quien ya ve el mundo como una cantidad ingente de tonterías y algunas cosas importantes, conseguir un mechero, beber vino, echar un caliqueño, aunque para eso haya que vivir en un contenedor, en mitad de un vertedero. 

12.9.14

Inventario del material sobrante, 1

Este verano escribí alguna que otra bernardina suelta, un par de crónicas de lectura y una docena de capítulos de ficción que están en la nevera. Ahora estoy tirando papeles y estos los voy a dejar aquí. 


En verano leo poco. Prefiero caminar por la vereda del río, regar las berenjenas o entrecavar las plantas del jardín, mimar un nogal joven en el que tengo puestas muchas esperanzas o hacer prácticas de carpintería japonesa. El verano es un anticipo de la jubilación, un sábado muy largo. El día se consume en el disfrute de los pájaros. Abundan las conversaciones demoradas, sin más objeto que sí mismas, y los ratos de mirar en silencio los maizales de la vega, los campos de coles y de alfalfa, los rebaños que pasan cabizbajos por el camino del río. Se diría que en verano nos paramos a mirar, levantamos la vista del libro, pero en vez de reflexionar un momento contemplamos una hora la ciudad allá a lo lejos, por detrás de los cerezos, cuatro pinceladas de siena tostada bajo el cielo claro.
Y, cuando leo, leo de noche, cuando no hay nada más que ver y en días de nubes o de luna nueva la oscuridad es tan densa que uno parece suspendido en medio del espacio, y el silencio, apenas roto por algún ladrido, te devuelve los sonidos de tu cuerpo. Quizá por eso, cuando se hace de noche y me meto en casa, tengo Radio Clásica puesta todo el rato, esos programas de jazz o de flamenco, de músicas conceptuales o de tradición oral, los cuartetos de música antiqua o los nocturnos de Chopin, o de quien sean. Anoche mismo mi locutor favorito, Pérez de Arteaga, que habla como si estuviera tocando el violín, charló largamente sobre una sinfonía primeriza de Mahler que después de muchos rescates e investigaciones (y tiras y aflojas con la atrabiliaria Alma Mahler) se había presentado en unos Proms británicos de los años 60. Qué lujo de anacronismo. Escuchar a Juan Claudio Cifuentes, Cifu, el hombre del jazz, que habla como si estuviera fumando, presentar una sesión del Carnegie Hall en los años 50, con célebres músicos desconocidos, que para Cifu son como primos hermanos, o bien al curiosísimo José María Velazquez-Gaztelu, director desde hace décadas un programa de flamenco, intercambiar sentencias filosóficas con un cantaor jerezano (“a mí no me gusta hablar de dinero porque soy pobre”, “en Jerez hay más flamencos que albañiles”, etc., etc.), es una compañía que no tiene nada que ver con la actualidad sino con ese tiempo flexible que uno siente cuando está en el campo. Así que levanto los ojos del libro y escucho el difícil castellano que habla Velázquez-Gaztelu, y me imagino las dificultades de su lengua para pronunciar esas zetas y esas eses, siempre fuera de lugar, y tan cercanas.
Entre eso y que uno estaba un poco más contemplativo que de costumbre, he leído pocos libros, eso sí, convenientemente gruesos, cosa que anima todavía más a dejar el mamotreto en las haldas y mirar una tórtola que se ha posado en el manzano.  El primero lo elegí porque pegaba con la situación campestre. El nombre de su autor, Severino Pallaruelo,  debería figurar en las fotografías de la revista Casa y Campo, en la foto de un refugio pirenaico con chimenea, y sobre la mesita rústica un ramo de lavanda y un libro de Severino Pallaruelo, con el folclórico título de Ruido de zuecos (me encantaría oírselo pronunciar a Velázquez-Gaztelu). El libro es una mezcla de la autobiografía del autor, los cuentos breves del autor y las imitaciones literarias del autor, todo junto como si fuese una novela, con una estructura de idas y venidas en el tiempo que ha puesto de moda Jaume Cabré (con pingües resultados), muy televisiva, pero que necesita de algo más que los tópicos del neotradicionalismo de los 80 para mantenerse a flote. Hablando de Julio Llamazares (Dios los cría y ellos se juntan) comentaba esa peste de ficción rural de los 80 en la que siempre había un maestro que se llamaba don Joaquín y una abuela que se levantaba a las siete de la mañana y empezaba a contar cuentos tradicionales al lado del fuego. Hace no mucho estuve en el jurado de un concurso de cuentos en el que el noventa por ciento de los seleccionados (de los legibles) eran viejas historias que contaba la abuela con un maestro don Joaquín y un mozo del pueblo que se fue con los maquis. Todo serio, todo triste, como halitósico. Ganó un cubano que era la monda.
Severino Pallaruelo habla de tres generaciones (dos planas, desvaídas y repetitivas, y una, la del nieto, la suya, que esperaba turno para contarnos largamente, cómo no, su infancia en un colegio de curas) de navateros pirenaicos, muy lejos, desde luego, del eco que me dejó El río que nos lleva, de José Luis Sampedro, y sobre todo, ay, Camino de sirga, de Jesús Moncada, que yo no sé ahora mismo si era aragonés o catalán pero su novela está entre las mejores del siglo XX. Severino Pallaruelo está mucho más cerca de los garciamarquismos facilones de Antón Castro y de la puntillosidad severa de Muñoz Molina, dos tipos sin humor y sin imaginación, las dos cosas que uno más echa en falta en esa novela. Pero lo peor es que su manera de acercarse a la ficción etnográfica no pasa del primitivismo con sorpresita, de mujeres mu malas y de hombres mu brutos. La abandoné, cansado de repeticiones previsibles, en la página quinientos y pico.
Y cogí, yo que en todo el verano veo la televisión ni escucho las noticias en la radio ni las leo en el periódico ni mucho menos en la red, porque, por no tener ordenador, no tengo ni teléfono, el famoso libro de Rafael Chirbes, En la orilla, no sé cuántos premios este año. El libro, que debería haber leído en el invierno crudo, me pareció brillante, potente, impetuoso, con la mejor prosa posible para retratar estos tiempos desgraciados, un espléndido documento histórico que dirá más de nuestros tiempos que toda la morralla que vomitan a diario los periódicos, un extraordinario aguafuerte de la costa valenciana en tiempos de corrupción moral y de crisis económica. Y el libro, además de todo eso, me pareció una mala novela, larga y desproporcionada, demasiado complaciente con la estética de la melopea, del ir empalmando cosas en un tono, eso sí, invariablemente poderoso. La novela fluye tan empantanada y cubierta de hierbajos como el marjal que huele al fondo de las páginas. Es un buen libro sin una buena historia, magníficamente escrito y discutiblemente narrado, innecesariamente lioso. En todo caso es un libro, ya digo, para leerlo con otro ánimo. La novela huele al dormitorio de un enfermo, y yo veía, cuando levantaba la vista (cuando el torrente de la prosa me dejaba desengancharla), un gato que trepaba por las ramas de un membrillo, sigilosamente, para sorprender a un pajarico que picoteaba en los frutos todavía verdes, este año muy abundantes. Ya podía oler el aroma de los membrillos extendidos en el suelo del lagar, y volvía la vista a la página y me encontraba una existencia demasiado real, una metástasis moral hedionda y desahuciada.
Pero, así como el lobo que encontró, después de mucho vagar por cerros pelados, el cadáver de un burro en descomposición, y comió hasta hartarse y abandonó el cadáver con los huesos blancos, y empezó para él la urgente tarea de buscar agua limpia, después de sufrir una digestión monstruosa por páramos calcinados, con la lengua barriendo el polvo del suelo y a punto de reventar, por fin divisa los álamos de un arroyuelo y se deja caer por la pendiente y cuando llega se da cuenta de que no es un charco lo que olía sino un gran río caudaloso, el gran río de aguas frescas que mana en las montañas del pasado, y bebe y se tumba en la orilla y sigue bebiendo y bañándose y se deja llevar por la corriente aguas abajo, así yo encontré, en una librería de Valencia, la traducción en verso de la Ilíada que publicó Antonio López Eire para la editorial Cátedra en 1989. Y ese río me cambió el verano.


11.9.14

Impresión calenturienta

               


    No siempre me convencen los maridajes que propone El Prado entre clásicos y modernos, o esos revueltos de fondos que aspiran a ofrecer otra mirada. Pero esta vez, con la exposición de El Greco, lo cierto es que se han lucido. Es magnífica, por amplia, por completa y por instructiva. Uno sale de allí sin la menor duda de que Las señoritas de Avignon es un Greco con aristas, y eso que el cuadro de Picasso no estaba, y ya podía porque el MOMA lo tiene expuesto justo enfrente de un Van Gogh y esas damas tan atractivas no ven más que cogotes de visitantes. Lo de la admiración de Picasso por el Greco ya lo sabíamos, pero mi inacabable ignorancia desconocía de qué modo influyó también, por ejemplo, en Jackson Pollock.Y es evidente, tanto como lo es cuando se lo compara con varias piezas de Chagall o con la abultada, matérica presencia del expresionismo alemán. Respecto a Picasso, y quizá por la presencia de unos cuantos dibujos y estudios de caras, a mi modo de ver su admiración no suele ir mucho más allá de la caricatura. A Picasso le encanta dibujar, y a veces pintar, a la manera del Greco, y desde luego que es el puente que clarifica el nacimiento del cubismo, que en buena medida tiene en sus flamas poligonales una referencia inevitable. Con caricatura uno no quiere decir que se lo tome a broma sino que saca siempre el lado expresivo más feliz. Sus estudios sobre el rostro del Caballero de la mano al pecho parecen, de lejos, viñetas de Bagaría, y en ese sentido uno se acuerda también del gran Coll, el dibujante del TBO.



    En todo caso son búsquedas, estudios, referentes, sagazmente dispuestos por la organización, como esas dos esculturas en madera policromada del Greco que flanquean Los bañistas de Cezzane y donde el movimiento de los cuerpos es el mismo, y donde queda clarísimamente demostrado por qué los culos de Cezanne (y los de Matisse) son como son, de glúteo largo no caído. Solo he encontrado una foto frontal de las estatuas de Pandora y Epimeteo, pero en la exposición, con buen criterio, las han puesto de espaldas junto al cuadro de Cezzane.
               Y todo por un cuadro que compró Zuloaga, el impresionante Visión de San Juan, y se llevó a París, donde todos los artistas del momento tuvieron la oportunidad de echarle sus humos de pipa. Al margen de los libros que en España y en Europa se editaron a partir de 1902, ese cuadro ultramoderno podría decirse que ajustó el foco a la lente vanguardista, le abrió una puerta grande al campo que comparten la abstracción con la figuración. Pero Zuloaga, además de viajar hasta París con semejante cuadro, lo incorporó a los suyos. Esos ribetes negros, esos cielos cárdenos y esos ojos caídos de Zuloaga ya no se irán nunca, y sin dejar de ser genuinamente suyos, o quizá por ello, jamás ocultan su procedencia. Comparar a Zuloaga con el Greco es, por encima de todo, ver cómo un artista ha penetrado en otro sin dejar de ser él. El anacoreta, ese clérigo “escueto y rechupado”, como diría Galdós, da con el perturbador sosiego de los cuadros del Greco, con su reveladora deformación; como también lo demostró en el célebre Mis amigos, que todos hemos visto en los libros de texto de literatura y nunca nos hemos fijado en la hermosísima copia de La visión de San Juan, en la que, muy oportunamente, ha tapado con cuerpos de artistas y escritores al propio San Juan y ha dejado los cuerpos desnudos que sufren o bailan en sus pesadillas.


              Porque hay dos maneras de asimilar algo. Una es copiar, tomar, imitar para emular, utilizar, reciclar, que es, en el fondo, ya digo, lo que hacen Picasso y Cezanne, y desde luego la mayoría de los expresionistas alemanes, que se despreocupaban, en su brutalidad germana, del etéreo mirar, y se quedaban con las sombras de ceniza y las pelladas de pintura. Zuloaga lo incorpora, comparte su mirada, pero los otros, sobre todo los alemanotes, lo utilizan.
               Quizá mi cuadro favorito sea la Purificación del templo, esa estatua danzante y relajada que lo preside todo, ese desmadejamiento sensual de los mercaderes, el aire sereno de Cristo, que parece que va a lanzar un swing. Es como si la abnegación y el sacrificio relajasen los músculos lo suficiente como para gozar del dolor en las situaciones más difíciles. ¿Hay mejor manera, más moderna, de pintar un San Sebastián que como lo pintó el Greco? En casi todas su obras encuentro ese fondo de renacentismo atormentado, de clasicismo romántico, de miradas plácidas hipertrofiadas por la tensa oscuridad que las rodea, que es en lo que consiste la mirada mística. Los veloces vanguardistas imitaron las formas, las ondulaciones, los impresionantes colores, o sea lo primero que se ve. Pero quién imita esa mirada, dónde está esa candidez estética, esa brisa de placer morboso, ese quedarse suspendido en la propia belleza mientras se atraviesa la cueva de los horrores del mundo terrenal, que es el rasgo primero de la modernidad. Eso los alemanes no lo vieron, y Picasso yo diría que tampoco, ni los cubistas ni los expresionistas ni demás fabricantes de arte a granel. 
               Pero hay un retrato de Amedeo Modigliani, una versión de El caballero de la mano al pecho, que sí es esa mirada. Ahí sí está la transparencia, la debilidad de la hermosura. El Greco lo consigue con grandes ojos arrasados que miran al cielo con ternura y Modigliani con ojos pequeños y un poco asustados de convivir con tanta belleza en medio de un mundo tan feo. Asustados, incluso, de su propia paz interior en la circunstancia tenebrosa de la vida. Los colores de Modigiliani no son los de El Greco, pero en uno y otro caso son los que justifican esa mirada. La estatua de Los mercaderes reposa igual de ausente que los propios mercaderes, como una llama de mármol, el último candil de la belleza pura. Es eso lo que parece hacer Cristo, limpiar el templo de vulgaridad estética, pero hacerlo, en el fondo, sin demasiadas esperanzas. Me temo que otra exposición igual de amplia se habría podido reunir con el motivo de la belleza aislada, desprotegida ante la invasión de los brochazos alemanes.


               No es el caso, tampoco, de Jackson Pollock, que no hurgó en las miradas pero sí en los movimientos, en los contrastes, en la parte técnica de la cosa, no en su primera impresión. Él también, a su modo, lo incorpora, entiende que en el Greco no hay ondulaciones blandas, que todas son dramáticas, que cada línea de la silueta es un ejercicio de misticismo, que no solo son llamas, que son sentimientos contradictorios. El diálogo en el Greco se produce entre la exquisitez etérea y la tormenta que produce, y eso está en los ojos de los mártires pero también en las pinceladas de Pollock. De hecho, el primer libro que saqué de la estantería cuando volví del Prado fue A contrapelo, de Huysmanns. Si para cuando lo escribió llega a saber algo del Greco, seguro que llenaba con sus cuadros la novela entera. El Greco está siempre al borde de la blasfemia: lleva los iconos del dolor al grado más sensual de su belleza, siempre un punto perturbadora, pecaminosa, como es la imaginería católica, algo que la iconografía protestante se tiene prohibido y por eso lo emborronaban todo. No podían entenderlo como lo entendió Modigliani. 
               Mi visión del Greco ha estado siempre un poco tapada por el visor de la Generación del 98. Y es una visión muy parcial, complementaria, explicativa, como si el Greco hubiera dado en la llaga con la forma de representar el misticismo. Uno se quedaba con el Greco de Azorín, de personajes “alargados, retorcidos, violentos, penosos, en negruzcos tintes, azulados violentos, violentos rojos, palideces cárdenas”, el de “la sensación angustiosa de la vida febril, tumultuosa, atormentada, trágica”, como dice en su Diario de un enfermo. Veíamos el “naturalismo espiritualista” de que hablaba Unamuno, pero pasa el tiempo y me quedo con estas líneas deliciosas de Valle-Inclán en La lámpara maravillosa. Resumen bastante bien el Greco que vi después de dejar de tomármelo tan en serio, que es una manera de trascender, de despojarse de las angustias:

Doménico Theotocópuli tiene la luz y tiene el temblor de los cirios en una procesión de encapuchados y disciplinantes. En la penumbra de las capillas los cuadros dan una impresión calenturienta, porque todas las cosas que están en ellos han sufrido una transfiguración. Sobre los fondos de una laca veneciana y profunda están los rostros pálidos que nos miran desde una ribera muy lejana.


10.9.14

El bon vino



            Un año de estos acabaré yendo antes de que empiece el curso al Muro de las Lamentaciones, como Pablo Iglesias, pero de momento mis ejercicios espirituales no salen de paisajes conocidos. Este año he peregrinado a San Millán de la Cogolla, en busca de entusiasmo, aunque preferí hospedarme con los benedictinos del Monasterio de Valvanera, a dos pasos de Anguiano, también en La Rioja. Está enclavado, nunca mejor dicho, en uno de los hondos valles de la Sierra de la Demanda, mirando al sur. Aparte de los nueve monjes que conté mientras asistía a los maitines (cantados, como manda San Gregorio, si bien no con la pericia de sus colegas de Silos), el monasterio es también hospedería, restaurante y centro de peregrinaciones y comilonas. La influencia vasca se deja ver en el aire comunal, de frontón de pueblo, que tienen los saraos que se organizan por un quítame allá esas pajas. Pero luego se van los autobuses y quedan los ecos de la sacristía, las pisadas en el suelo de madera vieja, el órgano minimalista que acompaña el rezo, las terracillas llenas de ajos y de alubias que bajan hasta el río.


En efecto, salvo que alguno tuviera dispensa, conté solo nueve monjes en maitines: dos viejos de la tierra, tres machuchos también nacionales y cuatro jóvenes filipinos. Me sorprendió, pero no tanto, porque en San Millán, ahí al lado, aún vive una docena de agustinos recoletos, que es la orden a la que después de la Desamortización se devolvió el convento, patrimonio benedictino durante siglos, y estos agustinos habían andado mucho por las Filipinas; de hecho, su condición misionera filipina fue la que les facilitó su instalación en el convento. Lo curioso es que en el de Valvanera, aún benedictino, crezcan los retoños agustinos. Indagaré más en el asunto porque por fin he podido hacerme con la imprescindible Historia de los agustinos recoletos de Ángel Martínez Cuesta. Ardo en deseos de enfrascarme en su lectura.
A los benedictinos los pude ver en una capilla aneja a la iglesia, de aire sesentero, seguramente mejor caldeada que el coro de toda la vida. Se cuidan bien los frailes: una tropa de camareras colombianas, dependientes cubanos y jardineros de la tierra (incluido el matrimonio que atendía el huerto) les hacen la vida muy sencilla, aunque uno habría esperado la sencillez del monje que planta el huerto por su mano. Entretanto, el padre prior, supongo, metido en internet desde las nueve de la mañana, cobra las tarifas de la hospedería. La cosa, en fin, adquiere, sobre todo en días de sol, el aire que tenían esos balnearios que proliferaron en las sierras franquistas. Los muros siguen siendo de piedra colorada (ignoro si allí también la llaman rodena), pero las contraventanas ya son de peuvecé, discretamente pintadas con esmalte rojo.


El único defecto que encontré en el monasterio no se debe tanto a las relajadas costumbres neobenedictinas como a las estrictas normas del Gobierno de La Rioja. Empeñados en controlar la proliferación de cabras monteses, han dejado que se enzarcen sus veredas, y así he venido, con los brazos acribillados a rasguños, como si en vez de respirar el aire puro me hubiera dedicado a los cilicios. Llevo un par de días inventando fantásticas historias para justificar esas costras en forma de runa que me llenan los brazos como si fuera un bárbaro gelono. Para cuando fui a visitar los monasterios de San Millán, me sentía como un monje troglodita de los que se fueron con el santo a las montañas.
Para un profesor de lengua española ir a San Millán es como para uno de biología visitar la casa de Darwin, a la que por cierto se puede ir andando desde el mismo Londres. Uno se alegra de que hayan sabido montar un buen complejo de turismo cultural, y siente un algo en el estómago cuando ve, labradas en mármol blanco, las célebres palabras enos sieculos de lo sieculos, que saben a octubre, a ocres de vendimia y alumnos junto al radiador. En la misma lápida están las primeras palabras escritas en vasco de las que hay constancia, izioqui dugo… Es emocionante, sobre todo antes de empezar el curso.


Todo el aparato cultural está en el monasterio de Yuso, junto al pueblo, un edificio orgánico de siglos donde conviven piedras de edad media lluviosa con fachadas renacentistas y frescos dieciochescos, conservados en sus candorosos coloretes gracias a un suelo de alabastro con poderes isotérmicos. La guía (excelente) se detenía en los conductos de aire que mantienen los cantorales sin necesidad de envasarlos al vacío, o en el envidiable suelo de barro del refectorio, en el ingenioso facistol o en la declinación del sol equinoccial, siempre con detalles interesantes para el profesor peregrino y para el jubilado amo de casa.



Pero el monasterio de las entretelas, el que uno se imagina cuando lee a Berceo, es el de Suso, allá arriba en la montaña, recoleto, medio excavado en la piedra, con cuevas que albergan cenotafios, relleno de tumbas, sobre todo las de los cuerpos, que no las cabezas, de los siete Infantes de Lara. Tan solo se conserva la planta de la iglesia, pequeña, suficiente, prerrománica, con arcos mozárabes y asientos de piedra visigótica, pero no la parte de las celdas y el scriptorium de mi amigo don Gonzalo. Todo ello, imagino, igual de escondido entre las matas, sin subir los techos por encima de los árboles, sin esa retórica del exceso que es la arquitectura posterior al románico, amén. Son nuevos los elegantes arcos de medio punto que a modo del claustro que no hubo (qué más claustro que los matorrales, si lo sabré yo) se asoman a la sierra blanda, recortada, mullida de robles y castaños, y a ese paisaje transitivo, sin excesos, en el que respiraba Berceo y en el que se incubaron esas palabras sagradas.


De hecho, al pasar por Berceo, rumbo a Nájera, con el brazo en carne viva por fuera de la ventanilla para que el airecillo de la sierra me lamiera las heridas, uno de mis acompañantes me preguntó si no me apetecía parar allí, entrar al mesón Berceo o a la tasca don Gonzalo, y yo dije, un poco pedantemente (efectos del cilicio natural, y de los años de brega) que Berceo estaba en el paisaje, en la transición de los valles feraces a los secarrales castellanos. No es ese un paisaje de monótonas hileras sino de bancales reducidos (exiguum colito), ribeteados por linderos de hierba oscura. Los álamos son chopos y se aprietan junto al río, como si fuesen acompañando al agua en un rebaño frondoso. La proporción de los bancales que se sacan de la ondulación del terreno es más humana que en Castilla. Un labrador arando (ahora, más bien, binando cepas) no es una mota perdida en el horizonte abrasador sino un señor al que casi se le ve la cara, porque el horizonte en estas tierras siempre está ahí al lado. No viven encerradas como en los valles vascos, pero cerca está la loma que los protege de los vientos fríos. Los pueblos se refugian detrás de los peñascos, a veces tapizan de tejas un collado, las casas se aprietan para dejar todo el espacio llano a los viñedos. Se ve verdura, pero no es selvático. Se siente la piedra, pero no es duro. Los viñedos al tresbolillo están plantados con el mimo y la perfección con que don Gonzalo esculpe sus alejandrinos. Triunfa el ocre presentido, el último verde intenso de las parras, los reflejos violetas de las uvas. Berceo no tenía esa melancolía que dan los pardos serrijones cuando pasas hacia el sur el puerto de Piqueras. Berceo estaba la mar de contento en su scriptorium del monasterio de Suso, y la paz interior se reflejaba en el amor que le ponía a las palabras. Se ha entendido mal lo de las monótonas hileras, creo. Machado soñaba en Soria con Berceo, pero si hubiera ido a leer sus versos al monasterio de la Valvanera se habría detenido más en el calor cercano. La sopa de convento no le habría sabido a tocino rancio sino, como a mí, a apio recién cogido en los huertecillos donde casi me despellejo. De hecho, si seguimos ascendiendo por aquel barranco de matojos fue porque pasamos junto a un manzano bien podado. Por el hombre, no por las cabras.