Así empieza lo malo es la mejor novela
de Javier Marías. Lo digo con la misma convicción con la que, cuando salió Los enamoramientos, tan premiada, tan
agasajada, escribí que era un petardo, una novela fallida, acaso la peor. Pero
ahora, después de beberme en tres tragos Así
empieza lo malo, con la voracidad del placer creciente, he vuelto a leer
aquella bernardina y la verdad es que no tengo que pensar mucho para escribir esta
otra: todo lo que en Los enamoramientos le salió mal, aquí lo borda, mejor que nunca
en algunos aspectos. Como diría el Profesor Rico, lo cortés no quita lo
emoliente.
Es la
mejor novela que ha escrito porque, para empezar, es una novela, una convención
narrativa con sus límites y sus proporciones. A partir, sobre todo, de Negra espalda del tiempo, las novelas de
Marías, las buenas, eran más bien grandes libros. Aquellas mezclas de realidad
y de ficción resultaban muy interesantes pero empezaban a saltarse ciertas
convenciones novelescas, sobre todo las relativas a la presencia del narrador
y, en consecuencia, a la autonomía de la narración, que es lo que sucede cuando
un novelista pretende romper las hechuras de una novela y lo que le sale es un
brillante ejercicio que por convención llamamos novela. Hasta tal punto esto
sucede que deberíamos agregar un nuevo nombre, o especializar el de novela solo
para aquellas que respeten unas determinadas proporciones, las que sean, las
suficientes para que el lector viva con placer creciente otras vidas, y no se
limite a disfrutar de la prosa del autor o de sus pensamientos. Del mismo modo,
uno disfrutó como un loco de Tu rostro
mañana, aunque ahora pienso que lo que de veras disfruté fue la prosa de
Marías, no unos personajes que con el tiempo, con el relativamente poco tiempo,
se me han empezado ya a difuminar. Lo malo de las normas es que a fin de
cuentas suponen la única garantía de perdurabilidad.
Y eso
que el principio de la novela, quizá por eso del “aburrimiento previo, para que
la curiosidad y la invención despierten” que el narrador comenta entre
paréntesis poco antes del relato final, me había parecido lo que creo que les
ha parecido a los críticos aduladores, otro Marías, otra piedra en la gran
construcción narrativa y tal y cual. Nada de eso. Después de ese aburrimiento
previo, de ese ya está otra vez aquí el
Marías con su prosa subjuntiva, ocurre algo que es lo que me sigue moviendo,
a mi edad, a leer novelas, ese momento de plenitud eufórica en el que la novela empieza
a correr a rienda suelta, el globo a ascender, la balsa a flotar, el niño a caminar,
y el autor (el cochero, el piloto, el padre) tan solo tiene que vigilar que
no se desboque, que no se dispare, que no se hunda, que no se caiga,
casi siempre con las manos preparadas para actuar y la sonrisa complacida de
quien siente que no es necesaria su ayuda. Este momento sucede con la aparición
de Beatriz Noguera, el gran personaje de esta novela y de muchas otras. Los
personajes son creaciones, pero también criaturas que crecen, y Beatriz no deja de crecer.
De modo
que, para empezar, este Marías no es otro
Marías; es la novela de Beatriz Noguera, la esposa del director de cine
Muriel, con quien mantiene una relación insoportable, la del matrimonio que no
se habla, la del marido ya ofendido para siempre que si mantiene las
apariencias es por los hijos o porque no había divorcio en España o incluso por la fuerza de la costumbre, que puede hasta con las
situaciones más insostenibles. El joven Marías, en la novela el joven De Vere,
con veintitrés años, en el Madrid desmelenado de los primeros ochenta, entra al
servicio del director, uno de esos personajes muy artificiales de Marías que
sin embargo resultan consistentes, en este caso porque recuerda mucho a otro
personaje real y eso le da un, digamos, suplemento de verosimilitud.
La
circunstancia biográfica a la que, dice, ha acudido Marías, es que por aquellos
años él trabajó para su tío Jesús Franco, Jess Frank, el santo patrón de la serie B
española, especializado en vampirismo lésbico. Santiago Segura, que actuó en
alguna de sus miles de películas, decía que era muy fácil trabajar con él: tal
y como lo hicieses a la primera, bien, mal, regular o desastrosamente, Franco
lo daba por bueno. Desde luego que Marías se encarga de sacar a un personaje
llamado Jesús Franco que no es el director Muriel, de complexión y rasgos muy
diferentes, a veces opuestos, y con un toque de figurante cómico que va
corriendo a todas partes. Uno supone que lo hace para que nadie identifique al
director Muriel con su tío, digo yo, pero sobre todo, y de esto estoy seguro
(vaya, seguro…), para que no se confunda a la desdichada Beatriz Noguera con
Lina Romay, esposa de Jesús Franco, ambas, no obstante, de belleza rotunda,
frutal, y ambas con los dientes separados.
Pero
Muriel no está inspirado en el vivaracho Franco sino en Juan Benet, y eso lo detecta
a la primera cualquiera que haya leído, por ejemplo, el prólogo que escribió
Marías a la edición en un solo volumen de Herrumbrosas
lanzas, en Alfaguara, y más de algún artículo en el que habla de los
tiempos en los que él era El joven Marías igual que Pombo era El señor Pombo y
el impertinente Rico El profesor Rico, en un chalet del Viso que también
aparece en esta novela, así como un automóvil inglés, con el volante a la derecha,
como el que tenía Benet. Pero bastará con esas cartas de Benet que publica
Marías en las que le pide algunos libros sobre la Guerra Civil norteamericana
para darse cuenta de que el tono de Muriel es sin duda el de Benet. Lo cual,
todo lo más, contribuye a vivificarlo, a que no sea Marías hablando también,
sino otro que no es Marías o más bien otro al que imita Marías mientras lo
recuerda de aquella lejana época. El efecto, en todo caso, funciona
estupendamente.
No caben
conjeturas biográficas porque, aunque uno se la imagine como a Lina Romay,
Beatriz Noguera es de la estirpe de Clare Bayes, más que de la reincidente
Luisa, quiero decir que su atractivo lánguido, su desesperación tranquila me
cuadra más con la manera que tenía Marías de admirar a Clare Bayes. Beatriz
aparece una noche en la novela, tratando de congraciarse con su marido, y
Marías observa desde uno de esos puestos de observación ridículos que busca
siempre Marías, esta vez hasta subido a un árbol, y contempla y describe a un
personaje en el que irá entrando poco a poco, narrativa y hasta físicamente, a
la que irá pintando capítulo a capítulo, consciente de que cada vez que la deja
la novela la extraña, y quizá sea esa la razón por la que decidió incluirla en
el levemente forzado episodio del doctor Van Nosequé, el malo de la película,
sobre todo porque a la postre es el único cabo que se queda sin atar: ¿sometía
el pediatra hijo de puta a Beatriz a algún tipo de chantaje, a pagar por algo
que no debiera saberse?
Beatriz,
además, es desde luego el más explícito acercamiento de Marías al erotismo,
tratado con un naturalismo sorprendente por preciso, por verosímil, ocupado de
lo que uno siente más, aunque no solo, que de lo que uno toca, pero sobre todo de
la conciencia de estar tocando. Esa operación la ha hecho todo joven cazador
que manosea a su presa solo para fijar el momento en el recuerdo. Por eso los
jóvenes aprietan tanto, porque así se hacen más cargo de su situación, la
memorizan, o eso creen. Qué bien tratado está este punto de vista, incluido el
deseo un poco decadente, algo morboso, del narrador hacia Beatriz. Hubo un
párrafo en el que la describía desmejorada, después del espléndido episodio del
hotel Wellington, que a mí me recordó un poco a la Concha de Valle-Inclán, ese
cinismo elegante, desde luego nada estentóreo ni machacón ni mucho menos
desagradable, que es lo más corriente.
Cuando
una novela es novela, cuando vuela, cuando está viva, todo queda sometido a la
fruición, a la entrega, y lo que con otro ritmo menos absorbente podrían
parecer soluciones artificiosas (o, como en el caso del porqué más importante de todos, un conejo salido de un sombrero;
eso sí, impresionante), en el imparable discurrir, tan bien medido, encaja con
la naturalidad que siguen manteniendo sus principales personajes. Más de cartón
es el malo, Van Nosequé, y no tan postizo y cargante como en su anterior novela el de todos
modos cargante Francisco Rico, esta vez tratado también con mucha más gracia y
con un recurso del todo dickensiano: llenarlo de tics lingüísticos, de palabras
incomprensibles y modismos modificados y léxico en desuso, muy divertido.
Sin
embargo uno acaba tan contento que hasta la condición postiza del malo le
parece adecuada, y eso por una razón que vale para la novela entera. Hay en
ella mucho de pastiche, como cuando Marías empezaba. Pastiche de las típicas
frases de película negra, de los clásicos espionajes, que en realidad no es
pastiche sino el lenguaje de la ficción, el mismo que le ha exigido trabajarse
el argumento, el desarrollo, mucho más que en esas otras novelas en que todo lo
fiaba a la sintaxis y la documentación hipotética. Y el mismo que le ha
impuesto un tempo narrativo impecable
que exigía que Marías narrase sin dar la lata. A cambio, el artista Marías, que
en esta novela no deja de pensar por la lengua de Shakespeare, se permite fragmentos,
episodios, solos de prosa, el del suicidio por encima de todos, pero bastantes
otros dedicados a esa descomposición del tiempo verbal en que consisten muchas
veces sus digresiones. Eso sí, todos colocados como descanso necesario, como
remanso de una acción desbocada, como interludio, o como esos pasos lentos que
da el torero antes de comenzar una frenética tanda de naturales. Digamos que el
Marías de siempre se sale para que pase la comitiva, escribe sus reflexiones
subordinadas desde un discreto balcón, y en todo caso siempre son comprensivas,
por lo menos siempre con Beatriz, y casi siempre con Muriel. Queremos porque
comprendemos, porque creemos estar en posesión de lo que los demás no ven. Y
una buena novela necesita que tengas afecto por el héroe, así de simple.
No es
mucha la ambientación del Madrid de
la Movida, desde luego, más allá de unos cuantos nombres de bares y otros
tantos lugares comunes. La verdadera ambientación es cómo está escrita la
novela, como se hacía entonces, como él hizo entonces, con una estructura de
parodia que se surte de géneros diversos populares y entra en bucles narrativos
que la complican y le dan intensidad. Pero una buena novela no puede ser solo un
pastiche, debe trascenderlo, otro de los logros que Marías debe a Beatriz Noguera,
sin duda. El pastiche es solo el punto de partida, no un mero corta pega, como
suele ser. La novela responde por sí misma, no hay broma que dure tantas
páginas si no funciona como novela profunda, atenta a los detalles que solemos
ver a solas y en silencio, y a veces no queremos formular y otras no
conseguimos atrapar. Para eso está una novela también, para poner en palabras
sentimientos compartidos. Y aquí, a pesar del envoltorio paródico, pero gracias
a los grandes personajes, hay mucho sentimiento que compartir, cosas que
sabemos que se sienten, o que incluso hemos sentido.
Javier Marías, Así empieza lo malo, Alfaguara, 2014, 534 pp.