Con los años van cambiando los hábitos
lectores. De mozo era impaciente y voraz: si el libro me gustaba, lo leía
compulsivamente; si no, a la primera confirmación decepcionante lo
arrojaba, como decía Umbral. Me gustaría relamerme con más despacio, pero
sigo devorando aquello que me satisface. En cambio, rara vez abandono ahora una
lectura, e incluso he encontrado un cierto morboso placer en arrastrarme por un
libro que no me interesa, quizá porque es la única manera de leer sin ansias.
Es lo que me ha ocurrido leyendo Bouvard y Pécuchet. Me dejó de
interesar a las primeras páginas, cuando le vi el plumero, y cada vez me iba
interesando menos hasta que, chino chano, he llegado hasta el final. Qué
extraño placer. Ha sido una lectura exenta, la conciencia de mí mismo leyendo,
la contemplación impasible de unas páginas aburridas, escritas con sintaxis de
abuelo, un chiste demasiado largo cada uno de cuyos pequeños chistes no tenía ninguna
gracia. Me ha recordado los últimos libros de Baroja, novelas como Los
visionarios, que no son más que sartas de opiniones cascarrabiosas con
personajes de cartón.
La novela consiste en que dos personajes indiferenciables intentan poner en
práctica los avances científicos e intelectuales de los más variados ámbitos
pero fracasan porque son tontos y porque siguen al pie de la letra todo tipo de
científicas estupideces. Es como el Fray Gerundio de Campazas, pero
creo recordar que el padre Isla me hizo más gracia. Ya hacia el final, cuando
les da por la frenología, Flaubert nos cuenta en qué se diferencian: “Bouvard
presentaba la protuberancia de la benevolencia, de la imaginación, de la
veneración y de la energía amorosa: vulgo erotismo. En los temporales de
Pécuchet, se apreciaban la filosofía y el entusiasmo, unidos al sentido de la
astucia”. Es decir, que uno es más cándido que el otro, aunque viéndolos actuar
nadie lo diría porque parecen igual de estúpidos.
Pero lo malo no es eso. Con esos mimbres, sin personajes, tan solo un coro de
figurantes (una dueña avarienta, un criado sensato, un niño salvaje, una niña
muy adelantada) siempre puede hacerse algo interesante. El género viene, en
efecto, del enciclopedismo, Pangloss y por ahí, si bien vuelto del revés, como
si Flaubert hubiera pasado años buscando con lupa las contradicciones que
supuran los tratados. No es solo la farsa del erudito, sino la de la propia
enciclopedia, una ciencia fantástica que rara vez tiene algo que ver con la
vida de carne y hueso. Flaubert cita centenares de libros y en el fondo se
acaba convirtiendo en el único personaje del libro, el intelectual misántropo
que se encierra en su torre para poner de manifiesto las contradicciones y
sandeces de la llamada ciencia moderna. Para que eso se sostenga, el dúo cómico
tiene que ser tan bueno como el de don Quijote y Sancho, pero en este punto
Flaubert olvida algo fundamental: ni don Quijote ni Sancho son gilipollas. Es
lo malo de la sátira, que cuando uno se ríe de sus propios personajes la gracia
suele ser muy limitada y la risa floja se acaba enseguida.
Pero es que además (quién sabe si no por efecto de la traducción, no creo) todo
está escrito como sin ganas. Las notas preparatorias que se publican después
del final abrupto son igual que la propia novela. Es la prosa de quien ya no
cree en la prosa, de quien empalma frases sin prestar atención al ritmo general
de la novela, de modo que pronto da igual el orden en que se lea, las páginas
que se salten, los párrafos que se lean mirando la televisión, todo es uno y lo
mismo y la idea está muy clara desde el principio. Muy bien, Flaubert no es
partidario. ¿Y qué más? Algunos momentos, pocos para semejante empeño.
Cuando empiezan a cansarse de tanto derroche experimental, B. y P. abrazan la
vida piadosa, el “cerrarse el alma en sí misma”. “Bouvard se entristecía
hojeando aquellas páginas, que parecen escritas en un tiempo de bruma, en el
fondo de un claustro, entre un campanario y una tumba (…) Y los dos infelices,
después de todas sus decepciones, sentían la necesidad de ser sencillos, de
amar algo, de sosegar su espíritu”. Subrayé la frase porque me parece un buen
tema de novela. El ascetismo rara vez es un sacrificio; con frecuencia es una necesidad.
Pero Flaubert no sigue este hilo ni ninguno más que el del plan previo, las
ciencias en sentido ascendente (la última, en la cúspide, con el niño
insoportable, es la pedagogía roussoniana), y más citas de libracos y más
bromas sin gracia.
De
vez en cuando le sale el Flaubert que admiramos, cada vez que se encuentra un
cadáver (magnífica la descripción del perro muerto), que retrata una escena de
amor (la cópula de dos aves de corral, cuando Bouvard está intentando
trajinarse a la dueña avara, ¿o era Pécuchet?), pero lo más aprovechable de
este libro, lo que le ha dado verdadera fama, es que es un cajón de citas, que
el libro entero es una inmensa cita que citar en general, sin conocerla, y
reírse después como si se tratase de un placer inteligente. Flaubert la
emprende contra esto y aquello, contra el progreso, contra la democracia,
contra la ingenuidad que anida en ambos. Son sátiras amargas porque huelen a
viejo maniático, no porque nos alumbre sobre la fabulosa trampa en que vivimos.
Si alguna vez se le presenta una buena historia (cuando ronean a Mélie y a la
señora Bordin), Flaubert la desperdicia en aras de una moralina cenicienta y
agorera. No debería haber sido Pécuchet sino Bouvard el que agarrara unas
purgaciones con la criada, y eso el Flaubert de las grandes novelas no lo
habría dejado pasar. Pero aquí, ya, al pie del estribo, da la sensación de que
le daba lo mismo, de que escribía igual de maquinalmente que yo me lo he leído,
con un entusiasmo parecido.
Sí,
sí: hay que situarla en su contexto, su raigambre cervantina, esas páginas en
las que vemos al abuelo de Juegos de la edad tardía o de La
fuente de la edad, ese prebarojianismo que en el fondo es lo que más me ha
interesado, esa orgía perpetua (de estas páginas sacó el título Vargas Llosa)
que uno vislumbra no ya tanto como lector sino como personaje a medida que se
va sintiendo tan estúpido como sus protagonistas, tan necesitado de lectura y
de recogimiento, tan amigo de la cosa campestre y tan impermeable a la vida
moderna. Bouvard y Pécuchet se inventan su entusiasmo, crean a conciencia su
locura. Es la parte melancólica del libro, pero no tanto por su lado
quijotesco, sino por el del cura y el barbero, cuando juegan a ser quienes no
son.
Gustave Flaubert, Bouvard y Pécuchet,
trad. Germán Palacios, Cátedra, 1999, 367 pp.
No me leeré el libro, pero me lo he pasado muy bien con tu comentario. me imaginaba al bueno, o no, de Flaubert escribiendo el libro; buscando citas, torciendo el morro cuando pensaba en lo que les iba a ocurrir a sus personajes, la criada subiéndole a su escritorio un caldo caliente que el rechaza... creo que este comentario tiene dentro una buena novela. :)
ResponderEliminarHace océanos de tiempo leí el Bouvard en la cutre edición de Península (si no recuerdo mal). Hace poco lo he releído en la edición Debolsillo, aunque veo que hay otra en Cátedra. Me haré con ella. También me apetece el original. En efecto, es un libro del que estás maldiciendo desde la primera hasta la última línea, siempre al borde del desahucio y del salir por la ventana, pero cuando lo acabas, comprendes que ya no podrías vivir sin él...
ResponderEliminar“…es un libro del que estás maldiciendo desde la primera hasta la última línea, siempre al borde del desahucio y del salir por la ventana, pero cuando lo acabas, comprendes que ya no podrías vivir sin él...”.
ResponderEliminarPasa con Knockemstiff, de Pollock.