9.10.14

Tres historias de santos, 2

            

Lo que distingue a Un corazón sencillo de los otros dos cuentos, amén del realismo y la ambientación contemporánea, es que tiene argumento original, no en el sentido de que Flaubert se lo inventase, porque la estructura es mística, en escala, y la anécdota del loro bien pudo haber sucedido, sino en el de que no partía de una historia previa conocida. Dicho en otros términos, en que no era un cuadro de temaLa leyenda de San Julián hospitalario está basada, como dice al final Flaubert, “más o menos” en la vidriera de la catedral de Rouen, y Herodías es un pasaje bíblico de todos conocido, empezando por Huysmans. De las dos, prefiero sin duda La leyenda…, de claridad boccacciana, historia de un solo personaje, con más peripecia que drama; más épica, a decir de los comentaristas, tan aficionados (pasa lo mismo en Madame Bovary) a dividir la obra en géneros distintos. Un corazón sencillo sería narrativo; La leyenda de San Julián, épico, y Herodías dramático. Pero resulta que Julián, atacado de soberbia, se carga a todo bicho viviente, hasta que, víctima de su ceguera, comete un crimen imperdonable que, ay, estaba ya anunciado, y las erinias del arrepentimiento lo consiguen hasta que llega al extremo último de la humildad, un episodio de belleza repulsiva, el del abrazo con el leproso moribundo. ¿Hay algo más dramático que esto? ¿Es más trágico Herodías?
Lo cierto es que en La leyenda las escenas ilustrativas, que son muchas, alcanzan los mejores momentos del relato, sobre todo las de caza, brillantes y brutales, con una prosa más escurrida que de costumbre (la apariencia épica), similar en todo caso, y por razones obvias, a la de Bouvard y Pécuchet:

Una mañana de invierno, salió antes de amanecer, bien equipado, con una ballesta al hombro y un manojo de flechas en el arzón de la silla.
Su caballo danés, seguido de dos perros pachones, caminando al mismo paso, hacía resonar la tierra. Cristalitos de hielo se pegaban a su capa, soplaba un cierzo violento. Por un lado del horizonte se hizo un claro; y, en la blancura del crepúsculo, vio unos conejos saltando al borde de su madriguera. Los dos perros pachones se precipitaron inmediatamente hacia ellos; y, aquí y allí, en un instante, les partían el espinazo.
Pronto entró en un bosque. En la punta de una rama, un urogallo entumecido de frío dormía con la cabeza bajo el ala. Julián de un revés de la espada le segó las dos patas, y, sin recogerlo, siguió su camino.

            El nivel de brutalidad crece al mismo ritmo que el de la hermosura, hasta que aparece el gran ciervo negro que le anuncia su destino. La segunda parte es un ascenso del héroe sin escrúpulos al encuentro de ese destino. Para cuando mata a sus padres, la prosa deslumbra, con un solo final que es como un homenaje de lirismo tétrico, casi de voluptuosidad macabra que Flaubert se concede a sí mismo:

            Ante él estaban su padre y su madre, tendidos de espaldas, con un agujero en el pecho; y sus rostros, de majestuosa dulzura, parecían guardar como un eterno secreto. Había salpicaduras y charcos de sangre en medio de su piel blanca, en las sábanas, en el suelo, a lo largo de un cristo de marfil colgado en la alcoba. El reflejo escarlata de la vidriera, en la que ahora pegaba el sol, iluminaba aquellas manchas rojas, y proyectaba muchas más por todo el aposento. Julián se dirigió hacia los dos muertos diciéndose, en un deseo de creer que aquello no era posible, que se había equivocado, que a veces había parecidos inexplicables. Por fin, se agachó ligeramente para ver muy de cerca al viejo; y vislumbró, entre su párpados entreabiertos, una pupila apagada que le quemó como fuego. Después pasó al otro lado de la cama, ocupado por el otro cuerpo, cuyos cabellos blancos tapaban una parte de la cara. Julián le pasó los dedos por debajo de sus bandós, le levantó la cabeza; y la sostenía con el extremo de su brazo tenso, mientras que con la otra mano se alumbraba con el candelabro. Unas gotas que rezumaban del colchón caían una a una en el suelo.  

            Julián asciende en su pureza y Flaubert en el camino de perfección prosística. El despojamiento de Julián, las páginas dedicadas a su soledad en el campo, un San Francisco del revés, del que los animalillos huyen como de la peste, son de esos pasajes que, antes de seguir adelante con el sórdido final, uno vuelve a leer como una pieza de música antigua que nos ha gustado especialmente y que, muy orteguianamente, no sabemos por qué. Si yo escribiese como Ortega, me inventaría un largo y florido porqué. Así nos conformaremos con decir que la prosa reúne la mayor musicalidad posible con el menor número de elementos. Incluso fluye un poco sincopada, como aquellas anotaciones del Viaje a Oriente que tanto nos interesaron. Son páginas de claridad extrema. La prosa, a veces, gira y contrasta, y en ese cambio súbito es como si se quebrase, una especie de emoción sintáctica que nunca pierde, sin embargo, la solemne frialdad. Yo creo que es lo único que le faltó a Flaubert, emoción, esa emoción virgiliana de acariciar las cosas al nombrarlas. Seguramente la detestaba, y eso que se jactó, cuando publicó estos cuentos, de haber mostrado su lado mejor y más humano. Menos mal. 
            Herodías, en fin, no me ha hecho tanta gracia, y eso que, pese a la suntuosidad cromática, no acaba de trascender el sarcasmo. Los personajes son grotescos, y el que más San Juan Bautista, cuyos juramentos contra la adúltera incestuosa son hilarantes. Son los únicos pasajes que de veras he disfrutado, ese y el de la descripción de las bodegas cuando llega Vitelio. Lo demás, sobre todo la primera parte, es un jaleo de nombres, de datos y de parentescos. Nos habíamos desnudado con San Julián y ahora nos volvemos a vestir de no sé qué ropajes, unas túnicas brillantes, cubiertas de escamas de oro, llenas de nombres propios. Por lo demás, la historia bíblica es lo suficiente gore como para que cualquier versión de orfebrería resulte una salvajada sin demasiado drama. Los personajes van detrás de sus vestidos, olvidamos fácilmente lo que dicen. Salvo San Juan, claro, que por su hablar potente no nos parece un profeta mártir sino un bocazas arrogante y un pesado.

            -¡Ah!, eres tú, Jezabel! ¡Tú le has robado el corazón con el crujido de tu calzado! Relinchabas como una yegua. ¡Has dispuesto tu tálamo en los montes para llevar a cabo tus sacrificios! El Señor arrancará los pendientes de tus orejas, tus vestidos de púrpura, tus velos de lino, tus brazaletes, las ajorcas de tus pies y las pequeñas medialunas que tiemblan sobre tu frente, tus espejos de plata, tus abanicos de plumas de avestruz, las alzas de nácar que aumentan tu talla, el orgullo de tus diamantes, los perfumes de tus cabellos, el esmalte de tus uñas, todos los artificios de tu molicie; ¡y faltarán guijarros para lapidar a la adúltera!

            ¡Lo que le faltaba a un coleccionista de palabras, que le dejasen hablar como un profeta! El prejuicio de Salambó es inevitable. Allí la narración, la prosa recamada, deja espacio a esas escenas ilustrativas en las que más brilla el autor, el tempo es lento y la novela, más que leerse, se contempla, se mira como un cuadro, se recrea. Aquí en Herodías creo que hay un problema de medida, de aglomeración de datos, a pesar de que todo transcurra en un día, pero esa primera parte, sobrecargada de historia, escora un poco la nave, no la deja que navegue con soltura.
            Aquí es que le ponemos peros al lucero del alba. ¡Qué más hubiera querido Huysmans que escribir este cuento!

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