A pesar de que suelo ilustrarlo con las hermosas portadas de Caro Raggio, este viaje por los libros de Baroja lo estoy haciendo en diferentes medios de transporte. La serie de Aviraneta sí la leí entera en Caro Raggio: aparte de que me gustan los diferentes tonos del grabado de Ricardo Baroja, los márgenes son amplios y la grama gruesa (no de muy buen papel), y se prestan a las anotaciones. Pero Paradox ya lo he leído en la vieja edición de Austral, que ha terminado desbarajada porque el pegamento original era ya un fósil ambarino.
Volveré también al tren de lujo de
las Obras Completas que dirigió
Mainer, pero ahora tenía ganas de leer La
lucha por la vida en la edición de de Juan M. Marín Martínez (Cátedra,
2010). Muy bien presentada, con gran trapío de introducciones y notas (entre
los tres tomos hay cerca de 500 páginas de estudio, casi más que de novela), la
edición pone al día la bibliografía barojiana y expone las más candentes
discusiones.
Hay
algún gazapo: habla de «El convento de
Monserrat» en vez de El convento de
Monsant; fecha en 1926 la representación en El Mirlo Blanco de su pieza
teatral Adiós a la bohemia como si
fuera su estreno, que tuvo lugar en febrero de 1923, o en 1922 viajes por
Europa que corresponden al año siguiente, o bien se olvida del bueno de Ciro Bayo, el «amigo» que acompañó a Pío y Ricardo en el viaje a la Vera. Ninguno tiene mayor importancia, vaya, pero sí decir, en la
introducción general a su obra, que en las Memorias
de un hombre de acción «ya no se renueva la técnica literaria». A pesar de
libros como el de Longhurst, la crítica barojiana sigue viendo las novelas históricas
de Baroja como un magma homogéneo que por regla general tienden a obviar. Las
archivan todas juntas y las catalogan por lotes, sin molestarse en algo tan
sencillo como ponerlas en la lista de las fechas de publicación, no en la de
subgéneros. Entonces se apreciaría que esas 22 novelas son un extraordinario
taller en el que Baroja ensayó una porción de variantes narrativas, algunas
tan audaces como conseguidas; que introdujo un puñado de excelentes novelas
cortas que nada tienen que ver con Aviraneta y que repartió en media docena de
volúmenes al menos tres o cuatro magníficas novelas, a la altura de La sensualidad pervertida, la novela a
partir de la cual los críticos parecen cansarse de leer a Baroja.
Marín
Martínez cita con frecuencia en su ensayo introductorio un libro que me temo
que es uno de los causantes de esta costumbre de obviar treinta y seis años de
la vida de un escritor. Me refiero a La
evolución novelística de Pío Baroja, de Mary Lee Bretz, de 1979, un libro
que se detiene cuando Baroja tenía 48 años y que pasa de puntillas por esas
«primeras entregas» de las Memorias de un
hombre de acción. Me da la sensación de que Bretz es la responsable de un
canon barojiano que hasta los más sesudos investigadores dan por bueno. No
todos: el magnífico estudio de Ascensión Rivas Hernández, que es de 1998 (Pío Baroja. Aspectos de la técnica narrativa)
está mucho mejor proporcionado que ese canon de Bretz. Rivas estudia cinco
novelas anteriores a 1920 y trece posteriores, casi todas fijas en un renovado
canon barojiano. Faltan piezas maestras como El laberinto de las sirenas, pero atiende a los libros de novelas
cortas que Baroja publicó en la serie de Aviraneta.
Bretz
partía de una base falsa: que el Baroja posterior a 1920 ya no hizo más que
sestear. Pero en la década de los 20 Baroja consigue un nivel de calidad
altísimo y varias novelas de entre las mejores, y en la década de los treinta,
si asumimos un cambio de registro deliberado, más discursivo y menos narrativo,
siempre encontramos perlas como La
familia de Errotacho.
Bien
es verdad que el ensayo introductorio de Marín prologa su primera gran
trilogía, pero las casi cien páginas que dedica a repasar su vida y obra pecan
del mismo canon que, supongo que sin proponérselo, impuso Bretz hace casi
cuarenta años. Y en todo caso no es esa su única desproporción. Hay otra más
moderna, posterior a Bretz, que es juzgar sumariamente a Baroja por lo que le
ocurrió en la Guerra Civil. De las 63 páginas de que consta ese repaso general a
su vida y obra, 9 están dedicadas a su infancia juventud, 28 al grueso de su
vida y de su obra, y 26 a su actitud durante la guerra.
En
este sentido, la verdad es que Marín es un crítico de su tiempo. Los últimos
libros que se han escrito sobre Baroja se dedican a hurgar en su biografía, y
más concretamente en esa parte de su biografía. El divertido Sánchez Ostiz y el
desagradable Gil Bera, que tiene prosa de delator, se han cebado en el asunto
de qué hizo Pío Baroja, si dijo «lo que sea costumbre» o «lo que me manden» al
jerifalte franquista, si lo iban a fusilar o no, si era fascista o no. Cuando
uno ha leído las memorias de Baroja y las de su sobrino, ya sabe todo lo que le
interesa; dicho de otro modo, cuando uno ha leído mucho a Baroja, lo de la
guerra le parece una cuestión de poca monta, y sobre todo mal planteada: el
heroísmo no es decir frases y llevar una regalada vida en el exilio; el
heroísmo, quizá, es mantener a la familia a costa del propio prestigio, o
defender un punto de vista que a estas alturas, cuando ya hemos rescatado a
Chaves Nogales, empieza a verse de otro modo. Marín insiste no sé cuántas veces
en que Baroja era partidario de la dictadura, pero no de la que vino ni de la
que pudo haber venido, y que la democracia no le gustaba nada. Pero al mismo
tiempo se afana en rebajar el tono fascista y consentidor que pudiera haber en
ello. El pensamiento político de Baroja se puede resumir de muchas maneras y en
todas ellas el escritor no necesita de exégesis benevolentes. Baroja siempre
estuvo en su sitio, y a la altura de sus sesenta y tantos años no podía ser
optimista ante nada de lo que veía, y su único deseo sincero, lógicamente, era
que lo dejasen en paz.
Pero
es lo que hay. Nos interesa la vida, los hechos, los documentos, no las imaginaciones.
Hablamos de Baroja porque es novelista, pero la mayor parte de sus novelas no
nos interesan, y sí lo que decía mientras las estaba escribiendo. El canon
barojiano no cambiará mientras no invirtamos el orden.
La
introducción de Marín dedica generoso espacio a los temas inevitables: el
estilo de Baroja y la clasificación de las novelas. Con respecto a lo primero,
seguimos en lo que dijo en 1972 Biruté Ciplijauskaité. Pero hay dos aspectos
que Marín menciona muy de pasada y que a mi juicio son esenciales para entender
a Baroja, y más al Baroja de La busca: esa radical renuncia al pleonasmo,
aunque fuera para parodiar, que Baroja inicia en La lucha por la vida, y lo que podríamos llamar la escritura poética de Baroja, con
muchos más poemas en prosa esparcidos por sus novelas de lo que sugiere esa
machacona insistencia en lo «pedestre». Baroja no es pedestre. Baroja pule,
lima, esmera, hasta que un poco más de esmero desdibujaría la prosa, la
llenaría de estilo. Baroja usa un idiolecto, un idioma que no se estudia
buscando errores gramaticales sino analizando el alcance pictórico y emocional de su
escritura.
Porque
Baroja pinta, es decir, describe las líneas que su hermano habría necesitado
para dibujar la realidad. Trabaja con fondos, distribuye las tonalidades (más
que las historias), distingue entre personajes y siluetas y caracteriza con una
precisión algo engañosa, porque no lo es con respecto al objeto real sino a la
hipotética obra de arte que lo mediatiza. Su amigo Juan de la Encina, en un
memorable y olvidado artículo de 1923, al poco de publicarse El laberinto de las Sirenas, dio en el
clavo del que Baroja colgaba sus cuadros, pero pocos después han reparado en
ello más allá, que yo sepa, de Gullón y su defensa del modernismo barojiano.
A
ello habría que añadir la fragua del folletín, que es donde aprendió Baroja a
componer novelas: cada capítulo es un mundo en sí mismo, una transición hacia
el siguiente y el peligro de que el lector no quiera continuar. Con las bromas
pesadas de Silvestre Paradox (el cuento macabro de la dentadura postiza,
esos personajes repulsivos) es difícil mantener al público dos meses
enganchado, por mucho que le gusten los folletines de crímenes. El folletín no
puede producir empacho, y eso se traduce en una serie de servidumbres compositivas
y estilísticas sobre las que Baroja construyó su arte de narrar.
De esto Marín no dice nada, pero, por
lo que respecta al segundo tema inevitable, la clasificación de las novelas, el estudioso da un repaso demasiado condescendiente a todo tipo de taxonomías: novela
viática, social, histórica, crónica, épica, dramática, lírica, autobiográfica,
semiautobiográfica, etc. No creo que haya un solo barojianista que no haya dado
su propia clasificación. Yo, por mi parte, tengo una muy sencilla. Bueno, dos.
Baroja
tiene, en primer lugar, novelas cortas y novelas largas. Cuando estudiamos a
Tolstoi y a Dostoievski es lo primero que tenemos que distinguir. Guerra y paz es una novela tendida, pero
la Sonata a Kreutzer es un artefacto muy medido. Marín casi ni
menciona la extraordinaria colección de novelas cortas que escribió Baroja, que
están escritas, pensadas y compuestas de manera distinta a como lo están las
novelas largas. Por ejemplo, las cortas no tienen fondo, pero las largas suelen
partir con un zoom descriptivo que a veces se come media novela; las cortas
cuentan una sola historia, pero las largas trenzan historias a partir de
personajes; las cortas, en suma, disponen una arquitectura en principio más
cuidada que las novelas, porque las novelas necesitan transmitir ambientes y
sensaciones, y esa tarea necesita un largo plazo. A veces (El convento de Monsant), emplea el mismo sistema, en pequeño, que
para las largas, pero aun en esos casos destaca una proporcionalidad narrativa
que en las largas tiende a disiparse. Claro que Baroja no ayudaba mucho con su
forma de editar. Quizá si se desclasificase
la obra de Baroja veríamos con más
nitidez su tipología.
La
otra clasificación es la de novelas Andía y novelas Hurtado, es decir, novelas
de la arcadia de Itzea, de las estampas de la biblioteca y los sueños
románticos, y novelas de la casa de Madrid, pesimistas y contemporáneas, invernales
y desapacibles. Novelas del hombre que imagina lo que leyeron, y novelas del
hombre que anota lo que ve.
Con
esos distingos, yo, al menos, me apaño. Pero la crítica, en esto de clasificar,
seguirá siendo insaciable.
Dejamos
la parte de la introducción que habla de La
busca para cuando leamos la novela. Uno ha perdido ya la cuenta de las
veces que la ha leído; eso sí, cada vez que hay que volver a ella es una
grata noticia.
Pío
Baroja, La busca, edición de Juan M.
Marín Martínez, Cátedra, 2010
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