1.2.15

Notas pedestres


Un libro con excesivas notas prescindibles es como un camino plagado de piedras, te impiden contemplar el paisaje y te obligan a estar pendiente del suelo.

                                                                                  Begoña Pascual
            
Es verdad: las notas a pie de página deberían estar prohibidas. Por una necesaria y clarificadora, diez son obvias o redundantes. Cuando un texto literario necesita muchas explicaciones, bien porque su castellano es muy antiguo, bien porque está plagado de referencias históricas que se nos escapan, las notas, aunque interrumpen siempre, se agradecen, pero siempre son menos satisfactorias que cuando esas anotaciones se reúnen en un comentario aparte.
            En España nos encantan las notas al pie. En la tradición anglosajona, el texto necesita solo de lo más imprescindible, casi siempre para interpretarlo cuando hay dudas objetivas, o para vincular un pasaje con otros textos que aclaran su sentido. Aquí, la benemérita Biblioteca Clásica Gredos ofrece buenas traducciones con abundantes notas, pero jamás publica un comentario. Así el lector está informado durante su lectura pero no puede despojarse de la erudición y bucear en ella.
            Todo ello es comprensible y hasta deseable cuando se trata de clásicos, pero ya la magna edición riquina del Quijote  llevaba dos escalas de notas, las que atestaban el texto de Cervantes y las que ocupaban el segundo volumen. Uno no entiende muy bien que editasen parte del comentario incrustado en el texto, si ambos se vendían en el mismo lote, porque eso de la comodidad del lector, tratándose de Francisco Rico, yo, la verdad, no me lo creo. Nunca leo el Quijote en esa edición; tan solo acudo a ella cuando tengo alguna duda. Ni a mí ni a ningún lector capaz de leerse el Quijote nos hacen falta miles de notas para comprenderlo.  
            Esta obsesión por acribillar los textos y convertirlos en excusas de la erudición y la bibliografía, mezclada con las ganas de divulgar a los clásicos, yo diría que en España procede de finales de los 70, cuando se apuntaron a esa clase de edición científica los profesores de literatura contemporánea. Y el resultado, muchas veces, es ridículo, por ejemplo en la edición que estamos comentando de La busca, a cargo de Juan M. Marín Martínez.
            Llamo ridículo a lo siguiente:  cuando Baroja dice, folletinescamente, que la Petra ha recibido “una carta que la llenó de preocupaciones”, el editor anota (nota 16): “Con la carta se entra en harina: empieza la historia principal; a Manuel, el hijo mayor de la Petra, lo despiden del pueblo”. El lector ha interrumpido su plácida lectura para que un sujeto le avise de lo que Baroja va a decir ¡en la línea siguiente!: “Su cuñado le escribía que a Manuel, el mayor de los hijos de la Petra, lo enviaban a Madrid”.
            El lector, mosqueado, masculla un “¡sabemos leer!” y regresa a la lectura, hasta que lee en Baroja: “Manuel se dedicó a observar a los huéspedes”, y el editor mete la nariz con la nota 38: “La descripción que sigue se hace desde los ojos del protagonista”. O bien vuelve a darte un golpecito en el hombro para decirte que ajumada significa ‘borracha’; o, por si estabas en Babia o no tienes mucha pesquis, cuando Baroja habla de que van a llevar a una muchacha embarazada a casa de una vieja que es una “especie de proveedora de angelitos para el limbo”, el editor se apresure a explicárnoslo (nota 43): “Atiéndase a la alusión irónica del narrador para evitar decir que la mujer del barbero realizaba prácticas abortivas”. Cuando un alumno mío escribe algo así, le digo que no use enclíticos pedantes, que no junte dos infinitivos si no forman perífrasis y que no vuelva a utilizar nunca más el verbo ‘realizar’, y menos cuando solo sirve para engordar la prosa con pleonasmos. Al editor, sencillamente, le diría que no soy tonto, que ya me había coscado, igual que cuando me arranca de la lectura para decirme que la habanera es “una danza propia de la capital de Cuba” o que el jipijapa es “un sombrero tejido con hojas de una planta americana llamada bombonaje”.  Por cierto que, en este último caso, el editor perdió una ocasión magnífica para explicarnos cómo y por qué don Telmo podía tener allá por 1988 “un jipijapa habanero”, en un párrafo, por lo demás, lleno de alusiones literarias que a lo mejor sí merecían una nota.
            Pero el editor no es un diccionario. Lo interesante no es que se nos diga qué significa amolar, jierro, parné o manró, algo que podemos deducir, sino que se nos explique de dónde sacó Baroja esas palabras. Y en este caso hay un detalle muy curioso. Uno de los libros de cabecera de Baroja fue La Biblia en España, de George Borrow, y por extensión de todos los escritores del 98. No conozco ningún estudio que se ocupe de las huellas de Borrow en Baroja, que son muchas y decisivas. De Borrow salieron muchos gitanismos con que espolvorear pasajes, tantos como del teatro popular y del habla barriobajera. Borrow debería haber aparecido a propósito de Roberto Hasting, el segundo (el primero fue Macbeth) de la barojiana saga de los ingleses, o en estos alardes de argot. Algo un poco más interesante que servirnos de diccionario, vaya.
            Eso por no hablar del tonillo profesoral. La primera vez que aparece el Bizco, el profesor apunta: “Primera alusión a otro de los personajes secundarios, aunque importantes de la trilogía: el Bizco. Unos párrafos más abajo, se incluirá un retrato breve y animalizado del personaje que conviene no pase inadvertido”. Prescindiendo del hecho de que falta una coma después de ‘importantes’, no acabo de entender con qué criterio científico siente el editor la imperiosa necesidad de interrumpirnos para decir eso.
            Hay muchos casos así, pero uno especialmente divertido. Copio el párrafo entero porque da mucha risa:

El Bizco contó que había forzado algunas de aquellas muchachitas81.
-Son todas puchereras82, como las de la calle de Ceres –dijo uno de los piratas.
-¿Hacen pucheros? –preguntó Manuel.
-Sí; buenos pucheros.
-Pues ¿por qué son puchereras?
-Pu… lo demás –añadió el chico haciendo un corte de mangas.
-Que son zorras –tartamudeó el Bizco-. Pareces tonto.
81 En la primera edición falta la exigida preposición a delante del complemento directo de persona; en las Obras Completas, se ha eliminado todo ese párrafo.
 82 Puchereras, prostitutas.

            Es un caso raro de metaficción. Eso de “pareces tonto” no se sabe si se lo dice solo el Bizco a Manuel, o también el editor al lector o el lector al editor. Pero lo grave no está en que sepamos o no que las puchereras son las putas, sino en la machacona insistencia en el asunto de la dichosa a con complemento directo de persona. El editor lo señala, profusamente, cada vez que Baroja no la usa. Y dice muy poco del editor el no saber que en castellano el uso de la a en esos casos no solo no es obligatorio sino que tiene un valor apreciativo, aparte de que, en este caso, usarlo habría supuesto un feo hiato. Incluso ahora no es lo mismo decir “he visto un chico” que decir “he visto a un chico”. En la época de Baroja, y más en el registro que deliberadamente usa Baroja, todavía más.
            El editor, en cambio, no pasa una, y todo porque lee en la princeps y denuncia que otras ediciones la han corregido, pero anota que, en efecto, habría que corregirlo. Y no, ni había que corregirlo ni había que explicarlo siquiera. Es buen, excelente castellano. Sin más. Y algo parecido sucede con el dichoso laísmo barojiano. Me he enterado, en otra nota a pie de página, de que se ha escrito incluso una tesis doctoral sobre el tema. Qué monstruosa pérdida de tiempo. Baroja es laísta, sí. Delibes también lo es, mucho más que Baroja, y leísta y de todo lo que son en Valladolid, pero no me imagino que asaeteen una edición de Las ratas cada vez que Delibes cometa un laísmo. En Delibes es congénito, pero en Baroja es muchas veces deliberado. Recuerdo una crónica de Joaquín Vidal, uno de los periodistas que mejor ha usado el castellano, que, para afear una mala estocada, decía, más o menos, “es como si Murillo, después de pintar una de sus vírgenes, va y la planta un bigote”. Y ese ramalazo bizarro y popular, después de una crónica impoluta, sí es una buena estocada.
            Esas notas de aparato crítico quizá sean las más impertinentes de todas. En cualquier edición moderna hay un aparato crítico exento donde se reflejan las variantes textuales. No es necesario ir aclarando a cada momento, con varias oraciones subordinadas, que se ha optado por una u otra lección.
            En fin, cuando se puso a hablar el bueno de don Alonso de sus viajes con el circo por América y el editor lanzó una andanada de notas para explicarnos que jai laif  significa high life y cosas así, decidí saltarme las notas para lo que me quedaba de lectura, de la que hablaremos en otra bernardina.

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