Un
libro con excesivas notas prescindibles es como un camino plagado de piedras,
te impiden contemplar el paisaje y te obligan a estar pendiente del suelo.
Begoña Pascual
Es verdad: las notas a pie de página deberían estar prohibidas. Por una necesaria y clarificadora, diez son obvias o redundantes. Cuando un texto literario necesita muchas explicaciones, bien porque su castellano es muy antiguo, bien porque está plagado de referencias históricas que se nos escapan, las notas, aunque interrumpen siempre, se agradecen, pero siempre son menos satisfactorias que cuando esas anotaciones se reúnen en un comentario aparte.
En España nos encantan las notas al
pie. En la tradición anglosajona, el texto necesita solo de lo más
imprescindible, casi siempre para interpretarlo cuando hay dudas objetivas, o
para vincular un pasaje con otros textos que aclaran su sentido. Aquí, la
benemérita Biblioteca Clásica Gredos ofrece buenas traducciones con abundantes
notas, pero jamás publica un comentario. Así el lector está informado durante
su lectura pero no puede despojarse de la erudición y bucear en ella.
Todo ello es comprensible y hasta
deseable cuando se trata de clásicos, pero ya la magna edición riquina del Quijote
llevaba dos escalas de notas, las que atestaban el texto de Cervantes y
las que ocupaban el segundo volumen. Uno no entiende muy bien que editasen
parte del comentario incrustado en el texto, si ambos se vendían en el mismo
lote, porque eso de la comodidad del
lector, tratándose de Francisco Rico, yo, la verdad, no me lo creo. Nunca
leo el Quijote en esa edición; tan
solo acudo a ella cuando tengo alguna duda. Ni a mí ni a ningún lector capaz de
leerse el Quijote nos hacen falta
miles de notas para comprenderlo.
Esta obsesión por acribillar los
textos y convertirlos en excusas de la erudición y la bibliografía, mezclada
con las ganas de divulgar a los clásicos, yo diría que en España procede de
finales de los 70, cuando se apuntaron a esa clase de edición científica los profesores de literatura contemporánea. Y el
resultado, muchas veces, es ridículo, por ejemplo en la edición que estamos
comentando de La busca, a cargo de
Juan M. Marín Martínez.
Llamo ridículo a lo siguiente: cuando Baroja dice, folletinescamente, que la
Petra ha recibido “una carta que la llenó de preocupaciones”, el editor anota
(nota 16): “Con la carta se entra en harina: empieza la historia principal; a
Manuel, el hijo mayor de la Petra, lo despiden del pueblo”. El lector ha
interrumpido su plácida lectura para que un sujeto le avise de lo que Baroja va
a decir ¡en la línea siguiente!: “Su cuñado le escribía que a Manuel, el mayor
de los hijos de la Petra, lo enviaban a Madrid”.
El lector, mosqueado, masculla un “¡sabemos
leer!” y regresa a la lectura, hasta que lee en Baroja: “Manuel se dedicó a
observar a los huéspedes”, y el editor mete la nariz con la nota 38: “La
descripción que sigue se hace desde los ojos del protagonista”. O bien vuelve a
darte un golpecito en el hombro para decirte que ajumada significa ‘borracha’; o, por si estabas en Babia o no
tienes mucha pesquis, cuando Baroja habla de que van a llevar a una muchacha
embarazada a casa de una vieja que es una “especie de proveedora de angelitos
para el limbo”, el editor se apresure a explicárnoslo (nota 43): “Atiéndase a
la alusión irónica del narrador para evitar decir que la mujer del barbero
realizaba prácticas abortivas”. Cuando un alumno mío escribe algo así, le digo
que no use enclíticos pedantes, que no junte dos infinitivos si no forman
perífrasis y que no vuelva a utilizar nunca más el verbo ‘realizar’, y menos
cuando solo sirve para engordar la prosa con pleonasmos. Al editor,
sencillamente, le diría que no soy tonto, que ya me había coscado, igual que
cuando me arranca de la lectura para decirme que la habanera es “una danza
propia de la capital de Cuba” o que el jipijapa es “un sombrero tejido con
hojas de una planta americana llamada bombonaje”. Por cierto que, en este último caso, el
editor perdió una ocasión magnífica para explicarnos cómo y por qué don Telmo
podía tener allá por 1988 “un jipijapa habanero”, en un párrafo, por
lo demás, lleno de alusiones literarias que a lo mejor sí merecían una nota.
Pero el editor no es un diccionario.
Lo interesante no es que se nos diga qué significa amolar, jierro, parné o
manró, algo que podemos deducir, sino que se nos explique de dónde sacó
Baroja esas palabras. Y en este caso hay un detalle muy curioso. Uno de los
libros de cabecera de Baroja fue La
Biblia en España, de George Borrow, y por extensión de todos los escritores
del 98. No conozco ningún estudio que se ocupe de las huellas de Borrow en
Baroja, que son muchas y decisivas. De Borrow salieron muchos gitanismos con
que espolvorear pasajes, tantos como del teatro popular y del habla
barriobajera. Borrow debería haber aparecido a propósito de Roberto Hasting, el
segundo (el primero fue Macbeth) de la barojiana saga de los ingleses, o en
estos alardes de argot. Algo un poco más interesante que servirnos de
diccionario, vaya.
Eso por no hablar del tonillo
profesoral. La primera vez que aparece el Bizco, el profesor apunta: “Primera
alusión a otro de los personajes secundarios, aunque importantes de la
trilogía: el Bizco. Unos párrafos más abajo, se incluirá un retrato breve y
animalizado del personaje que conviene no pase inadvertido”. Prescindiendo del
hecho de que falta una coma después de ‘importantes’, no acabo de entender con
qué criterio científico siente el editor la imperiosa necesidad de
interrumpirnos para decir eso.
Hay muchos casos así, pero uno
especialmente divertido. Copio el párrafo entero porque da mucha risa:
El Bizco contó que había
forzado algunas de aquellas muchachitas81.
-Son todas puchereras82,
como las de la calle de Ceres –dijo uno de los piratas.
-¿Hacen pucheros? –preguntó Manuel.
-Sí; buenos pucheros.
-Pues ¿por qué son puchereras?
-Pu… lo demás –añadió el chico
haciendo un corte de mangas.
-Que son zorras –tartamudeó el
Bizco-. Pareces tonto.
81 En la
primera edición falta la exigida preposición a delante del complemento directo de persona; en las Obras Completas, se ha eliminado todo
ese párrafo.
82 Puchereras, prostitutas.
Es un caso raro de metaficción. Eso
de “pareces tonto” no se sabe si se lo dice solo el Bizco a Manuel, o también el
editor al lector o el lector al editor. Pero lo grave no está en que sepamos o
no que las puchereras son las putas, sino en la machacona insistencia en el
asunto de la dichosa a con
complemento directo de persona. El editor lo señala, profusamente, cada vez que
Baroja no la usa. Y dice muy poco del editor el no saber que en castellano el
uso de la a en esos casos no solo no
es obligatorio sino que tiene un valor apreciativo, aparte de que, en este
caso, usarlo habría supuesto un feo hiato. Incluso ahora no es lo mismo decir “he
visto un chico” que decir “he visto a un chico”. En la época de Baroja, y más
en el registro que deliberadamente usa Baroja, todavía más.
El editor, en cambio, no pasa una, y
todo porque lee en la princeps y
denuncia que otras ediciones la han corregido, pero anota que, en efecto,
habría que corregirlo. Y no, ni había que corregirlo ni había que explicarlo
siquiera. Es buen, excelente castellano. Sin más. Y algo parecido sucede con el
dichoso laísmo barojiano. Me he enterado, en otra nota a pie de página, de que se
ha escrito incluso una tesis doctoral sobre el tema. Qué monstruosa pérdida de
tiempo. Baroja es laísta, sí. Delibes también lo es, mucho más que Baroja, y
leísta y de todo lo que son en Valladolid, pero no me imagino que asaeteen una
edición de Las ratas cada vez que
Delibes cometa un laísmo. En Delibes
es congénito, pero en Baroja es muchas veces deliberado. Recuerdo una crónica
de Joaquín Vidal, uno de los periodistas que mejor ha usado el castellano, que,
para afear una mala estocada, decía, más o menos, “es como si Murillo, después
de pintar una de sus vírgenes, va y la planta un bigote”. Y ese ramalazo
bizarro y popular, después de una crónica impoluta, sí es una buena estocada.
Esas notas de aparato crítico quizá
sean las más impertinentes de todas. En cualquier edición moderna hay
un aparato crítico exento donde se reflejan las variantes textuales. No es
necesario ir aclarando a cada momento, con varias oraciones subordinadas, que
se ha optado por una u otra lección.
En fin, cuando se puso a hablar el bueno de don Alonso de
sus viajes con el circo por América y el editor lanzó una andanada de notas
para explicarnos que jai laif significa high
life y cosas así, decidí saltarme las notas para lo que me quedaba de
lectura, de la que hablaremos en otra bernardina.
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