La lectura de La lucha por la vida me ha llevado a los
que quizá sean los dos mejores libros que se han escrito sobre la trilogía. Uno
es la célebre Anatomía
de La lucha por la vida, del maestro Alarcos, profusamente citada (no
sé si se ha dejado algo) por Marín Martínez en su edición de Cátedra. Otro
libro que también cita, pero mucho menos, es el de Carmen del Moral, La sociedad madrileña fin de siglo y Baroja,
plagado de datos interesantísimos.
Son dos libros diferentes. El de Carmen del
Moral es ejemplar en cuanto al acopio de información poco accesible y a la
claridad de su organización, que es la tarea más penosa, pero también la más
honesta, que puede afrontar un crítico. El lector con más ánimo de novelista
que de crítico se pone las botas con el cargamento de mímesis que ofrece Del
Moral. En lugar, por ejemplo, de especular con la interpretación del personaje
del señor Custodio, Del Moral nos informa de en qué consistía el trabajo de
trapero, cuántos había en Madrid, en qué medida esa labor de reciclaje podía
convertirse sin demasiado esfuerzo en focos de infección. En ese libro uno se
convence de que Baroja no es todo lo crudo que podía haber sido, quizá, como
decíamos a propósito de La Busca,
porque no quería serlo.
El de Alarcos es también un modelo,
pero en este caso de lo que llamamos análisis
inmanente, o sea, sin bibliografía suplementaria, sin datos nuevos que
esclarezcan y sin discusión crítica. Pura disección, sin los parientes del cadáver. El propio Alarcos da una breve lista de
obras consultadas que luego se mencionan muy de pasada. Pero Alarcos era espectacular
en su inmanencia. Su ensayo nos trae un perfume estructural años 70 que en
cierto modo vemos ya un poco pasado, pero que se sostiene gracias a esa tersa
claridad expositiva de la que siempre hizo gala. En la facultad nos aprendíamos
de memoria su explicación del SE como si fuera un poema.
Con Baroja es igual que con la
sintaxis, empeñado en subdividirlo todo por parejas de caracteres opuestos y en
hablar de lo que hay por oposición a lo que no hay. A partir de ahí, el
espectáculo es imaginarse a Alarcos leyendo la trilogía, anotando cada línea en
una o varias fichas que a su vez van a parar a ficheros sobre temas diferentes,
acribillando el texto con anotaciones como tengo yo acribillados los textos de
Platón que había que estudiar para el examen. Su escrupulosidad científica se
ceba en conexiones invisibles, en rasgos desapercibidos, en detalles
minúsculos.
Hay
pasajes de este libro, como el célebre comentario del “Se sentó a descansar un
rato en el Campillo de Gil Imón…”, con el análisis de los colores y los estados
de ánimo, que son una forma de leer dentro del texto heredera de las minucias
significativas de Dámaso Alonso, y que, pasada por el formalismo ruso, nos enseñó
a comentar textos a más de una generación. Pero hay otros, como el análisis de
las proporciones del diálogo, llenos de diagramas estadísticos, que de tan
gratuitos se pasean por los dominios del arte, sobre todo por las magras conclusiones
a las que se llega.
Pero
además sucede que este libro está vivo. Sigue siendo penetrante, y sigue siendo
discutible. Y sorprendente. Si yo tuviera que quedarme con un capítulo, desde luego sería con el del análisis cronológico de la trilogía. No se
puede ser más preciso ni más gratuito. Es un monumento a la crítica como
especulación mística, un rigorosísimo análisis científico que no lleva a ninguna parte.
La
cuestión es que, según Alarcos, la acción de La lucha por la vida empieza en 1888 y termina en 1902. En esto
polemiza con Soledad Puértolas, que la había retrotraído a 1885. Eso supone que
“el período de vida de Manuel incluido en el relato se extiende desde sus trece
(o catorce) años hasta los veintiséis (o veintisiete)”, y a esta conclusión
llega Alarcos después de analizar con microscopio todas y cada una de las
referencias temporales que aparecen por el texto, ya sean elementos deícticos (hace
tres meses, aquel invierno, esta mañana) o referencias históricas (el debut de
la Chelito, la boda de Alfonso XIII, el desastre del 98). Es impresionante, y
divertido, sobre todo cuando se topa con los famosos 18 años de Manuel en Mala hierba, que lo descabalan todo.
Pero lo más curioso es que, a poco de acabar
su erudita exposición, Alarcos concluya lo siguiente: “Baroja novela unos
quince años de su experiencia vital y (…) solo se preocupa de la cronología
relativa de los hechos que consigna”. Ha
dicho su experiencia vital, la de
Baroja, pero no se molesta en ningún momento en adaptar sus pesquisas
cronológicas precisamente a esa experiencia vital, la de Baroja.
Baroja
vivió en Madrid entre los 13 y los 17 años, es decir, entre 1886 y 1890. Los
dos años siguientes los pasó entre Valencia y Madrid, y los dos siguientes,
hasta los 23, en Cestona, ejerciendo de médico. En 1896 volvió a Madrid, y en 1902,
con 29 años, se desentiende del negocio de la panadería y lo pone en manos de
un administrador, como hace Manuel con Pepe Morales.
Lo
curioso es que Alarcos, que anota a pie de página, en otros capítulos, todos estos detalles (y algún
otro como el de Cogolludo, inspirado en Burjasot), no llame la atención sobre ellos
como cañamazo de la cronología en la novela. Formará parte de la inmanencia no
tenerlos en cuenta, pero algunos resultan demasiado evidentes. Baroja inventa
recordando, pone a un muchacho que llega a Madrid a la edad a la que llegó él,
y esa memoria proyectada, que Alarcos sí reconoce, es la que va ordenando el
relato con vagas precisiones temporales. No hay más orden inmanente que el de la memoria de Baroja, que por lo demás solía ser bastante precisa.
Claro
que ni aun así cuadran los 18 años de Manuel, pero la explicación es igual de
gratuita que la de Alarcos, y más corta. La de Alarcos peca del gran defecto de
aquella época: la crítica como re-creación, como auscultación del subconsciente
del narrador, como aislamiento profiláctico de la textualidad. Todo lo que observa Alarcos es verdad, pero su
interpretación me temo que no tiene que ver con la creación sino con su
resultado, como si involuntariamente los escritores pariesen criaturas de constitución
simétrica poligonal. Todo tiene que funcionar, toda pieza tiene una
justificación empírica cuya exposición es muy hermosa y muy audaz. Con esos
presupuestos salían grandes libros como el de Alarcos y rimeros de banalidades.
Si el estructuralista tenía fino sentido crítico, su libro, como es el caso,
podía convertirse en un clásico del subgénero; si no, era ridículo, todo lleno
de flechas y de rayas y de croquis, y sin sustancia de ninguna clase.
Al
final del libro hay otro detalle contradictorio en esa teoría contradictoria
que era el estructuralismo: si no tiene en cuenta la cronología del autor para
respetar el análisis inmanente, ¿por qué repasa los rasgos del carácter de
Baroja que pueda haber en Manuel? Quizá lo hace porque antes, después de muchos
gráficos explicativos, había concluido que la voz de Baroja está en los
abundantes diálogos de Roberto Hasting, pero eso, en estructuralismo, no es
nada, y se tiene que emparejar con su opuesto, Manuel.
Da
lo mismo. El capítulo del análisis de figurantes sigue siendo modélico, una
forma de leer completamente, de husmear aquello que sin darse cuenta penetra en
el lector y le hace conformar la idea que tiene de sus personajes. Tiene su
poco de trampa, claro, porque con membra
disiecta uno puede conjeturar lo que se le tercie y ordenarlo para que
suene verosímil. Pero aun así es una delicia expositiva. “Entretenitiva”, como
dice Alarcos.
Ese
fue el fallo del análisis estructural, tratar el texto como si la exactitud de
sus moléculas ya estuviese, si no en la voluntad, si en la maestría del autor. Solo una
vez nombra los folletines, para citar esas primeras páginas almidonadas de La Busca. Pero a un estructuralista ni
se le pasa por la cabeza que todos los cambios y avances proceden de una cierta
intuición inmensurable, de un estado de gracia narrativo que varía los tonos
cuando se necesita, sin premeditación ninguna. En el fondo de los formalistas
anidaba una idea de subversión, como si por métodos científicos, estudiables,
practicables, se pudiera no solo analizar el arte sino incluso generarlo.
Cuando veo los rimeros de novelones históricos o amatorios clonados en la mesa
de novedades, pienso si no serían unos visionarios. Los folletinistas que
gustaban a Baroja no utilizaban plantillas tan falsas y tan rígidas.
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