La
sensación de parálisis reportera que nos había espesado un poco la lectura de Mala hierba se desvanece en Aurora
roja de inmediato y desde el principio, en ese
espléndido prólogo en el que Juan, hermano de Manuel, decide abandonar el
seminario. Baroja recama de breves descripciones impresionistas una escena que
todos los que por aquella época empezaban a escribir novelas sobre colegios de
curas habrían adaptado con entusiasmo. Solo de leer estas pocas líneas a uno se
le pone ya otra cara:
Una
niebla vaga y melancólica comenzaba a cubrir el campo. La carretera, como una
cinta violácea, manchada por el amarillo y el rojo de las hojas muertas, corría
entre los altos árboles desnudos por el otoño hasta perderse a lo lejos, ondulando
en una extensa curva. Las ráfagas de aire hacían desprenderse de las ramas a
las hojas secas, que correteaban por el camino.
Es Juan, el mártir de la acción. Una
de las más felices creaciones paradójicas de Baroja es la de los personajes
que, conscientes del valor de la voluntad, dispuestos siempre a comerse el
mundo a golpe de corazón, resultan luego ser demasiado flojos, no valer para
este mundo, en el sentido en el que de pequeño se nos reprochaba el exceso de
sentimentalismo: “Ay, hijo mío, tú no vales para este mundo”. Juan es así, frágil
soñador, anarquista vidriera, como serán, mucho tiempo después, los Tilly y los
Lacy de La veleta de Gastizar, y
desde luego el O’Neill de El laberinto de las sirenas. Son personajes cultos, idealistas, buenas personas, con un
refinado sentido del arte. Juan descubre casi por casualidad su talento para
dibujar, y en París encuentra en la escultura su modo de expresarse, algo que
Baroja plantea en una ecuación de clasicismo y modernidad muy interesante. A
Juan ya no le gustan los mármoles perfectos. Está entusiasmado con los
retorcimientos de Rodin y con los obreros de Meunier. De hecho, Juan presenta a
una exposición una copia de Los rebeldes,
que pasa desapercibida, y sin embargo logra reconocimiento con un busto de la
Salvadora y madre redentora de Manuel.
Este busto le lleva bastante tiempo,
alrededor de un mes. “Todos los días variaba el retrato; unas veces, era la
Salvadora melancólica; otras, alegre; tan pronto imperiosa como lánguida; con
la mirada abatida, como con los ojos fijos y relampagueantes”. Juan la da por
concluida el día que Manuel da su visto bueno: “Ya no la debes tocar. Es la
Salvadora”. Y luego el narrador añade:
Efectivamente, después de
muchos ensayos, el escultor había encontrado la expresión. Era una cara
sonriente y melancólica, que parecía reír mirada de un punto, y estar triste
mirada de otro, y que, sin tener una absoluta semejanza con el modelo, daba una
impresión completa de la Salvadora.
Cualquier pintor impresionista
firmaría esta poética. Ese “es la Salvadora” significa que no es Rodin, ni
Maurier, ni Juan, ni Baroja sino ella, la Salvadora. En ese mismo sentido
decimos que este Manuel de Aurora roja
es él, es Manuel.
Si en la anterior entrega especulábamos
con el tema del hundimiento, el recuerdo de Miquis en El doctor centeno es con Juan mucho más nítido. Juan es el artista
que se entrega a la causa y se infecta de tuberculosis, un personaje melancólico
que nos cae bien pero en quien vemos la sombra de su ausencia, sin necesidad de
que, en nota a pie de página, un editor impertinente nos informe de cuál va a
ser el final de la novela.
Pero Manuel es Manuel, gracias esta
vez a una muchacha muy ahorrativa y trabajadora, con quien guarda unas
distancias que no hacen más que sentar posos de cariño. Con la Salvadora
delante, la presencia, otra vez, de Jesús, el vago sin escrúpulos, es una
tentación menor, pero tentación al fin y al cabo, y por eso en la larga escena
en la que Baroja remetió un recuerdo de juventud, una noche de borrachera, el
lector teme que la construcción de Manuel en la que volvíamos a pisar firme se
pueda venir abajo. No es así. Manuel pasa la resaca y se olvida de Jesús. Baroja
no, y nos cuenta una peripecia dickensiana de ladrones de tumbas que sirven
luego, puestas del revés, para mostradores de carnicería o veladores de café.
El detalle de La colmena, en el café de doña Rosa, bien pudo haber salido de aquí.
Pero Jesús desparece, y Manuel
encuentra o rescata los amigos buenos, la gente común, trabajadora y con un
estricto sentido de la moral. Es curioso que sin haber querido saber nunca nada
de los curas dote a sus mejores personajes femeninos de un aura de recato. La
Laura ninfómana masoquista de Camino de perfección difícilmente vuelve a repetirse. Y cuando aparece en Silvestre Paradox todavía resulta más desagradable. La Salvadora es como será Lulú, una Lulú todavía
fuerte, capaz de meter en vereda a Manuel. Su influencia es tan benéfica que a
su sombra brotan los personajes sanos o reaparecen aquellos que nos hacían gracia,
los Rebolledos y así, una troupe barojiana que ya no dejará de viajar, con diferentes
nombres, por casi todas sus novelas.
Entre los personajes nuevos, hay uno
en el que Baroja traza un retrato bastante completo del sentido común, Morales,
el regente que Manuel contrata para que lleve orden en la imprenta, a punto de
venirse abajo por culpa, otra vez, del miserable de Jesús. Morales, socialista
él, es un encargado eficaz que contribuye al desarrollo de la empresa más que
su propio dueño, Manuel, que ya se ha cansado del romanticismo anarquista en el
que le quería introducir su hermano. Para Baroja los anarquistas tenían
demasiada fe en el ser humano. Si llevamos la libertad a sus últimas
consecuencias, nos viene a decir, la injusticia y el abuso serán la norma. El
socialismo de Morales, en cambio, no solo está en sintonía con el posibilismo
barojiano, sino que a fin de cuentas es lo que, siglo y pico después,
reclamamos como un derecho inalienable. Morales lo explica fijándose en lo que
ocurre nada menos que en Suiza.
…el Ayuntamiento de un pueblo
suizo ejerce actualmente una acción en los individuos más fuerte que el de San
Petersburgo, pero es una acción útil. Uno que nace en Basilea tiene, desde que
nace, la atención del Estado: el Estado le vacuna, el Estado le educa y le
enseña un oficio, el Estado le da alimentos baratos y sanos, el Estado le envía
un médico gratis cuando está enfermo, el Estado le consulta por un plebiscito
por si hay que hacer reformas en las leyes o en las calles, el Estado le
entierra gratis cuando se muere…
¿No es esto lo que todavía ahora
estamos buscando? Tal y como Baroja lo plantea, en boca de un personaje tan
simpático como Morales, cualquiera diría que eran sus propias ideas. Y sin
embargo, lo que son las cosas, este fragmento fue reproducido en Comunistas, judíos y demás ralea, un
libro que pretendía reclutar a Baroja para la idea fascista.
Es Morales, por cierto, quien
recomienda a Manuel que tenga cerca de su imprenta un encuadernador, que
resulta ser Jacob, el judío aquel de Mala
hierba que me pareció uno de los pocos personajes que a Baroja y a
cualquiera le caerían bien. Nada que ver con el judío que caricaturizaría
bastante tiempo después en Los contrastes de la vida. Este Jacob, con sus cosas de judío, es un tipo fiable y trabajador
dentro del mundo burgués en el que todos reprochan vivir a Manuel, y de
paso a Baroja. Frente al pelotón bohemio y conspirador de los anarquistas está
el corral de vecinos laboriosos. A Manuel le alegra tanto ver a Jacob como le
fastidia encontrarse con Caruty, que vuelve a soltar su boutade del jardín reducido, como en la vida real hiciera Cornuty,
uno de los bohemios por quien más desprecio sintió Baroja mientras escribía sus
memorias.
Todo el capítulo discursivo sobre
las distintas ideologías, socialistas (entonces comunistas) y anarquistas, tiene
una razón de ser ensayística que a la novela yo creo que la carga un poco.
Baroja enumera circunstancias y atentados, nombres y apellidos, un poco como
después haría en algunas novelas de Aviraneta, encuadernándolos de novela,
insertándolos en capítulo aparte, escrito sin acción, solo con diálogo, que, a
diferencia de lo que ocurriría en El árbol de la ciencia con Iturrioz, aquí se separa un poco del estilo general
de la novela. Los que se llevaron esos fragmentos para componer el libro de
marras ya se podían haber quedado con ellos. Desde luego que son interesantes
por sí mismos, pero nos recuerda demasiado al tono reporteril de los años
treinta, cuando la trama es una excusa de las opiniones políticas.
En todo caso, son unas cuantas
páginas. Baroja va llevando la nave de la novela por intuición. A veces se
queda en el corral hacendoso con sus gallinas, su hermana Ignacia y la
Salvadora, y a veces acude al invernadero donde se reúnen los anarquistas, y
entre unas y otras entremete piezas de reportaje. Aquí ese reportaje, empero,
no tiene la fuerza y la humanidad de una conversación con Iturrioz.
Son
artículos dialogados, pero Baroja, según mandan los cánones folletinescos,
acelera la acción al final de cada parte. En la segunda, de la mano de don
Alonso, el titiritero, se narra, en un registro parecido al de Mala hierba, la captura del Bizco, en
fragmentos que a veces nos anuncian el tono de Pascual Duarte (incluso de San
Camilo, con esos camilleros despiadados). Pero en medio de la búsqueda del
pobre don Alonso, metido a polizonte, Baroja cuida los fondos: la descripción
romántica del cementerio, la del atardecer cuando el Bizco va a ser ejecutado,
la de la primavera cuando muere don Alonso, en una escena espléndida que Baroja
deberá retomar al final de la tercera parte, con la muerte de Juan. En esta
tercera parte, los discursos se sazonan con la historia de la bomba, un
precioso ejemplo de que Manuel, sin creer en las palabras huecas de los
oradores revolucionarios, practica sin saberlo el ideal, en su casa, con su mujer,
con sus vecinos, los Rebolledo, que acuden de inmediato a desactivar la bomba
que ha traído un supuesto activista italiano, por ingenua invitación de Juan.
Habría
sido un buen principio del final, pero antes de las dos últimas secuencias, la
descripción de la comitiva de Alfonso XIII y la conmovedora muerte de Juan,
Baroja resume las cuestiones ideológicas. Reaparece, homo ex machina, Roberto,
a regalarle la imprenta y darle un buen consejo, que se case cuanto antes con
la Salvadora, pero también para lanzar una soflama disolvente que asustó hasta
a los compiladores de Comunistas, judíos
y demás ralea, que la cortaron antes de que Roberto soltara la traca:
“Que a
quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga”. Y para esto, lo mejor sería
echar todos los estorbos; quitar la herencia, quitar toda protección comercial,
todo arancel; romper con las reflamentaciones del matrimonio y de la familia;
quitar la reglamentación del trabajo; quitar la religión del Estado; que todo
se rija por la libre concurrencia.
Suena a neoliberalismo sin
pamplinas, sin creacionismos estúpidos. Pero Roberto ya ha cobrado su herencia
y desde esas alturas puede decirse cualquier cosa. A Manuel lo trata con
condescendencia de triunfador:
Al artista no le conozco. A
este [a Manuel], sí, desde hace tiempo, y sé cómo es: muy buen chico; pero sin
voluntad, sin energía. Y no comprende que la energía es lo más grande; es como
la nieve del Guadarrama, que solo brilla en lo alto. También la bondad y la
ternura son hermosas; pero son condiciones inferiores de almas humildes.
Por mucho que se empeñen los
barojiclastas, esto no lo dice Baroja sino Roberto, que ya puede. Baroja se
queda con aquellas almas humildes cuya moral no se ha corrompido, como la de la
pobre Filipina, una esclava sexual, humillada y ofendida por todos, vaciada
como a un animal enfermo, que acude al lecho de muerte de Juan porque, como don
Quijote con las criadas de la venta, quizá fue el único que la trató en toda su
vida como a una mujer. Roberto ha venido con su herencia para decir frases,
pero Manuel ha encontrado su voluntad, su energía, su bondad y su ternura en la
Salvadora, que en lo poco que habla deja caer un feminismo sensatísimo. Ella sí
sabe apreciar a Manuel, igual que los lectores empezamos a quererlo desde las
primeras páginas de La Busca: “Te
quiero porque tengo mal gusto; te quiero así, brutito, feo, poco enérgico”, le
dice la muchacha, y a Manuel le hace más efecto que las obras completas de
Bakunin.
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