Al leer La feria de los discretos , de 1905, hablábamos
del respiro folletinesco que Baroja se había tomado después del esfuerzo (y la
satisfacción) de La lucha por la vida.
En Quintín veíamos un personaje salido de Fernando Ossorio que estaba
transformándose en Eugenio de Aviraneta. Quintín tenía el entusiasmo por la
acción y el desprecio por las sensiblerías que luego, con la astucia de los
años, tanto nos habría de gustar en don Eugenio.
Pero La feria de los discretos era una novela compacta, de sólido
armazón, con un héroe cuya trayectoria dramática libra de responsabilidad
argumental a la peripecia. Baroja no sostiene las novelas con sus argumentos
sino con sus personajes. La visión romántica
que pintó Baroja en Quintín es tan coherente que no buscamos ya más
desproporciones, el mito campa en el recuerdo.
El problema surge cuando el héroe no
tiene sustancia y el argumento funciona como si la tuviese. Es lo que pasa en Los últimos románticos, de 1906, primera
parte de esa novela larga que compone junto a Las tragedias grotescas, publicada un año después. El héroe, don
Fausto Gamboa, es de la estirpe dickensiana de Silvestre Paradox: el
protagonista ingenuo, un poco tonto, que contempla con admiración la panda de
mamarrachos que se hacen pasar por bohemios. En Silvestre Paradox había un
personaje al que los bohemios sableaban a cambio de regarle un poco la vanidad
literaria. Este Gamboa es así, un tontilán, uno de esos ingenuos que,
más que gracia, dan ganas de darle una colleja, a ver si despabila. Esta
estirpe de zanahorios llegará hasta el cándido Alvarito, que narra varias de
las entregas de Aviraneta, pero se perfeccionará en esos tipos de romántico
apalominado como Lacy o Tilly, mucho más interesantes porque son hiperestésicos
y confiados, pero no son tontos.
Y don Fausto es tonto, qué le vamos
a hacer. Ya sé que la novela del protagonista estúpido ha
dado grandes obras, pero a mí, por no gustarme, no me gusta ni la raíz
volteriana de muchas de ellas. A Baroja le encantaba el Cándido, al menos la idea, y en el final de Camino de perfección ya vimos que era una cita casi explícita que,
sin embargo, se podía adjudicar, más intelectualmente, a cenizos como
Shopenhauer. Lo que habría que mirar con más cuidado es si esa candidez le
venía a Baroja de una idea muy simple, como todas las de la época, de Voltaire,
o estaba ya filtrada por los personajes simplones de Dickens. ¿Quién no ha
estado a punto, más de una vez, leyendo OliverTwist, de decir “este chico es tonto”?
Lo peor que tiene don Fausto es que nos quita la miel de los labios. Baroja enoja gravemente al
lector cuando, después de la presentación de doña Blanca, una dama venida a
menos y redimida a fuerza de trabajo y de carácter, sin dar explicaciones se
centra en el instrumento que nos había llevado hasta ella, Gamboa.
Doña
Blanca es una anciana en sus últimos amenes que languidece en su casa de París,
allá por 1868, y manda venir de España al hijo de su gran amiga, Fausto, para pedirle
que le lleve a su hija Asunción, a que le haga compañía y, cuando
se muera ella, herede su fortuna. El plan está bien. Doña Blanca tiene toda la
fuerza que le falta a Fausto, pero ya Fausto, siendo muy joven (ahora tiene
cuarenta y tantos) se enamoró de ella en un viaje de Blanca a Madrid, de modo
que podemos asistir al romance decadente y revenido que… Ni hablar. En una
escena de lo más abrupto, Blanca le dice a Fausto que no puede quedarse a vivir
en su casa el tiempo que pase en París. Se comprende que la dama, a punto de
morir, no quiera convertirse en otra Concha valleinclanesca. Lo que no se
comprende, empero, es que Baroja se lleve a Fausto a un barrio pintoresco,
lejos de la dama, y ya no lo saque de allí hasta las últimas páginas de la
novela, cuando llega por fin Asuncioncita y su madre, se muere doña Blanca sin
decir esta boca es mía, la moza hereda y aquí paz y después gloria.
Pero
esto, contado solo en su principio y su final, y en ambos casos resumidamente,
ocupa muy pocas páginas. El grueso del libro está dedicado a pasear por París y
a presentar personajes cuya vocación de caricatura les quita el interés. Es el
caso de Pipot, un republicano español que lleva a don Fausto por los
cutrichiles del exilio y le enseña siluetas pintorescas y sin vida. La gente llega,
se saluda, bebe, dice una frase, emite una opinión gratuita, se va, pasea por los barrios más cochambrosos y nombra las calles y los edificios. Más que pesado (Baroja nunca es pesado)
se pone un poco impertinente, con tantos personajillos que le hacen a él más
gracia que al lector y tantos zurcidos de folletín grueso, con hijos secretos
(que tampoco dicen ni pío) y toda la cohorte de artistas de postal. Baroja
anota sus curiosidades y de vez en cuando le echa un poco de sal gorda
folletinesca, que en la medida en que nace como parodia ya está condenada a no
tener demasiada gracia. No hay en esas tres cuartas partes de novela más
andanzas que las rutas turísticas parisinas de don Fausto, al que ni siquiera
arruina nadie, y que tiene esa inclinación por las casas negras, las
prostitutas borrachas y los hampones de medio pelo que sin embargo no le lleva
nunca a situaciones embarazosas ni mucho menos peligrosas. Me acordaba yo del Braulio
de La ciudad de los prodigios, pero
don Fausto ni siquiera tiene vicios ocultos. Ni trabaja en nada.
Cuando
este mismo Fausto se cargue de melancolía (y deje de hacer el tonto) tendremos
grandes personajes como Larrañaga, veinte años después, también viajero de
circunstancias, apocado y sobrio, y muy sentimental. De momento nos queda un
estupendo yacimiento arqueológico para los estudiosos de las Memorias de un hombre de acción, porque
el método compositivo que utiliza en Los
últimos románticos acabará siendo la plantilla de unas cuantas novelas de
aquella serie. Por plantilla no me refiero a una estructura sino a un método, a
un ir trenzando conversaciones históricas y lances de opereta, librerías de viejo
y bohemios miserables, judíos encorvados y mujeres con peligro. Por todos pasa,
en ninguno se queda, y pasa alguien, don Fausto, que tampoco es nadie, de modo
que muchas veces sobrevuela la sensación de que la novela es una de esas composiciones
sin contenido que tejería tiempo después Cela en la mayor parte de sus escritos, un seguir
contando cosas por la inercia de los dedos, cuando lo que se tiene, descontando
el material histórico y descriptivo, es más bien poco.
O
mucho, porque tenía a doña Blanca, pero Baroja, que estaba descansando,
prefirió apañar un bocadillo de anécdotas intrascendentes. Queda la segunda
mitad, Las tragedias grotescas.
Espero que no la dedique otra vez a la bohemia y sus harapos. Con Silvestre Paradox y Los últimos románticos yo diría que ya hemos tenido bastante.
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