Últimas
tardes con Teresa también cumple medio siglo. No la había leído desde el
principio, desde que fue obligatorio, no porque me lo exigiesen los estudios o
el trabajo sino la búsqueda de novelas que me animasen a escribir, cuando había
que rellenar todos los huecos del mundo con libros imprescindibles de los que
se hablaba con respeto en los manuales. A finales de los 70 era lectura
obligatoria en los institutos, lo fue para mi hermana, cinco años mayor que yo,
pero ya no para mí. A mí ya me tocó leer Tiempo
de silencio.
En cualquier caso, de todo esto ya
hacía bastante tiempo. Al Marsé de esta novela yo lo tenía catalogado como el
realista no ramplón, ni tan presuntuoso como Goytisolo ni tan politizado como
Vázquez Montalbán, y nombro estos dos autores porque los he recordado con
frecuencia durante la lectura. De Goytisolo me acordaba cada vez que Marsé
aprovechaba un cambio de escena para meternos un ejercicio de estilo de esos
con cambios de voces y así, con el resultado, más palpable a medida que avanzan sus páginas, de que la novela se acaba gripando en un final que es como una
cuesta retórica, como un calvario afrancesado, tan hermoso como gratuito.
Pero
me acordaba del realismo barcelonés, rápido y serio de Vázquez Montalbán, que
yo he disfrutado tanto, en las magníficas escenas en las que Marsé sólo narra,
no especula. Son escenas limpias, veloces como el Pijoaparte zumbando por el
Paseo de Gracia con una moto robada. Las descripciones del Carmelo, de los tipos
y de los ambientes, la Jeringa y las Sisters, las parejas gauche divine y los perros callejeros, siguen frescos como el
primer día. El brío, la narración, se conserva muy bien, pero el rollo de novela
experimental de los sesenta, tema ocho, se ha quedado definitivamente amarillo.
Vas leyendo a velocidad de Montesa Ossa las andanzas de Pijoaparte para llevar
un duro en el bolsillo y de pronto te sube a un motocarro de figuras retóricas,
de esa extraña seriedad con que los experimentalistas españoles nos contaban
todo, deslumbrados por sus habilidades mecanográficas, jueces severos de un
mundo cruel.
Si lo miramos con cierta
perspectiva, la novela realista española del siglo XX consistió en ir
añadiéndole grasa retórica a la novela escurrida de Baroja. La fueron
engordando de personajes múltiples, de puntos de vista, de alardes joyceanos.
Los argumentos se iban deshidratando y la masa especulativa los rebozaba por
completo. Sobra, siembre sobra la presunción, el ahí queda eso. El joven Marsé
aún no había aprendido (no tardaría) que en una novela la que manda es la
novela, no la revista de estudios literarios.
No toda la novela es así, claro,
pero el largo rataplán final es eso lo que deja en la memoria del lector. Hasta
mediada la novela no solo no me resultaban cargantes esos interludios
estilísticos sino que los veía muy bien dispuestos en la narración. El problema
viene cuando la novela echa a volar y el autor no modifica las proporciones de
lo narrativo y lo discursivo, que se convierten en fuerzas opuestas que te van
llevando a trompicones. Era muy de la época eso de amontonarlo todo en el
final, como si la orquesta entera se desgañitase, con lo buenos que son los
finales deshuesados. Sigue siendo interesante, pero los personajes esperan
incluso a sus propios pensamientos. Cuando su tarea es hablar, sobre todo al
final, el autor los acalla con la trompetería intelectual, piensa por ellos.
Teresa se esfuma en aras de la crítica social. Pijoaparte queda como un
personaje que se ha hecho mito precisamente por un desajuste nada realista: su
edad. Pijoaparte tiene lo menos cinco años más de los que dice la novela, y Teresa
también. De Pijoaparte no se dan cifras, pero Teresa tiene dieciocho años y ya
habla como hablaría la editora de Marsé. Lo poco que habla, porque en el fondo
hablan poco: se nos dice mucho de ellos, se nos describen desde el otro,
minuciosamente, sensitivamente, pero hablar hablan bien poco.
Pijoaparte
fue bautizado con un feo nombre feliz que lo ha mantenido en la memoria
colectiva todos estos años. Su mito se resume en las portadas: el murciano renegrido
que quiere conquistar a la rubia catalana, el ladronzuelo del barrio del
Carmelo que va buscando niñas de apellido terminado en t. Luego la construcción
narrativa está bien pero es previa, francesa: el verano (aquel verano), el
muchacho que se cuela en una fiesta de ricos y solo puede ligar con la criada,
la criada que se pega un golpe en la cabeza (el muchacho la abandona
vergonzosamente, después de eso ya no te vuelve a caer bien) y está tres
cuartas partes de la novela en coma en el hospital, mientras su novio y su
señorita, Pijoaparte y Teresa, se lían entre los pinos. La novia y criada
finalmente muere y con ella el soplo de amor, la rebelión furtiva del pobre que
seduce a una pija y la de una pija que pone en práctica sus ideas y sus
instintos, la brisa de conquista mutua que había refrescado el ambiente. Los
amores de Teresa y Pijoaparte son ilícitos desde todos los puntos de vista, el
social y el moral, pero son naturales. Las mejores páginas son aquellas en las
que solo ves a dos muchachos que se han liado. Solo entonces tienen la edad que
dicen tener. El envoltorio intelectual los avejenta.
Fuera
de ahí, Pijoaparte es poco menos que el amo del barrio, un zagal capaz de
reunir a los viejos de colmillo retorcido en torno a una timba y desplumarlos,
o de robar motos forzando los candados con la mano, o de contestar con frases de
Hollywood en las situaciones más comprometidas, o de darle un palizón a su
mejor amigo porque se ha metido con su chica, la pija. Es un poco héroe de
tebeo, Pijoaparte, con ciertas inclinaciones innobles, desagradables no por sí
mismas sino porque suenan a intervencionismo del autor, a pinceladas de más, al
ánimo de remarcar lo que se veía perfectamente.
Pero
quizá sea eso lo que lo ha hecho mito, su escaso realismo. A veces parecen dos
héroes en color pegados sobre una foto en blanco y negro. Lo que sí es con
frecuencia muy bueno es ese blanco y negro, ese neorrealismo que la vanguardia
de los sesenta intentó hacer compatible con el lujo experimental a base de
quitar sustancia narrativa.
Luego
sabemos por dónde siguió la cosa, lo suficiente como para constatar que todas
estas marcas de tiempo también son las propias de un autor joven que tiene un
gran instinto narrativo y maneja el castellano con soltura de escritor maduro,
claro y preciso. Por eso choca tanto que esa misma claridad y precisión se emplee
también para los párrafos ahumados. Es un hallazgo, desde luego, pero un
hallazgo de la época, un exceso que envejece.
Me
reía yo al final de la novela, cuando Manolo quiere encontrar a Teresa, a la
que sus padres, escamados con el xarnego,
se han llevado a su finca de recreo. Esa escena hoy es imposible. Buscar a alguien,
preguntar por alguien, enviar un recado, escribir una carta y dejarla en un bar
por si pasa el que la tiene que recoger, ese mundo de comunicaciones difíciles
quizá fuera lo que más melancolía me ha producido. Ahora el Pijoaparte está
idiotizado con un teléfono y unos cascos, viste chándal y se tatúa imágenes de
serie, y Teresa es una niña de Pedralbes, también idiotizada por el móvil, que
los veranos los pasa en Estados Unidos y cuando habla emite mensajes
infantiles. A Marsé le parecía entonces casi imposible que algo así sucediese.
Ahora es directamente inconcebible, ni siquiera en una novela experimental.
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