Baroja escribió esta novela en 1936, y en ella cometió un error de proporciones narrativas que casi le cuesta la vida. Es la historia de un cura vasco que sueña con vivir tranquilamente en la aldea y al que sorprende la revolución del 34. Odiado por unos y por otros, crítico con los obreros comunistas y con los patrones nacionalistas vascos, espantado del rumor de la violencia, reprendido por la jerarquía y alejado de sus colegas vividores, se retira a un pueblo minúsculo de las montañas de Álava y allí se dedica a leer libros críticos con el cristianismo y a buscar incoherencias en las Sagradas Escrituras. Llega a la conclusión de que lo que no es cuento es copia, y lo que no sincretismo de otros cuentos igual de estrafalarios y de otras actitudes igual de despóticas y absurdas.
A Baroja casi lo fusilan los
carlistas al comienzo de la guerra, y un periódico de Madrid comentó que esto
“le serviría de lección para no escribir libros tan abyectos como El cura de Monleón”. En la novela, Javier Olarán es incomprendido
por unos y por otros, que es lo que le pasó a Baroja al publicarla. La izquierda
no vería bien el nacionalismo ensimismado y bien comido del cura en la aldea, y
la derecha diría, más o menos, lo que dice Elena Soriano en uno de los pocos
estudios (un estudio de dos páginas) que conozco sobre esta novela: “…la última
parte del libro deja de ser novela, para convertirse en la más desafortunada
tesis de doctorado en ateísmo”. Y eso sin discutir algo igual de evidente que
el anticlericalismo de Baroja: que El
cura de Monleón es una novela muy interesante.
La primera parte es exquisita, un
relato de internados en el seminario y un hermoso idilio vasco. “Ser cura de una aldea vasca constituía su ideal;
esto le parecía lo cristiano y lo noble; no aspiraba a dignidades, a púrpuras
ni a solemnidades. La vida del seminarista, con sus estudios, sus rezos, su
confesión semanal, sus ejercicios espirituales, le llenaba el espíritu”. Nada
de esto dice Baroja con sarcasmo. Es más, da la sensación de que ese placer
inalterable de la disciplina, el mismo que no puede soportar su condiscípulo Ignacio
Arizmendi, es algo que comparte el joven seminarista Olarán con el viejo
escritor Baroja. En efecto, a los curas se les invitaba a vivir en una paz sin
juventud, “en la casa campesina amplia, cómoda, limpia, con su huerta y su
jardín”, viendo pasar las horas, vulnerant
omnes, ultima necat, vuelve a citar Baroja; pero dentro del misticismo
campestre de Baroja, el fatalismo no es más
que una postura junto a la chimenea.
Baroja decora este fondo primero con
hermosas descripciones de la ciudad de Vitoria, del viaje a Monleón y del dulce
atardecer al que ha entregado el cura su existencia. Allí se va con su tía
Paula, una beata silenciosa, y todo va estupendamente hasta que empiezan a salir
los enviados de Baroja, tipos fijos de sus obras que se aparecen a Javier para
perturbar su ataraxia.
El primero es Basterreche, el médico
sensato, el hombre activo, un personaje que viene gustando a Baroja desde su
primera novela, La casa de Aizgorri,
con aquel don Julio de drama ibseniano. Luego toma diferentes nombres. En El laberinto de las sirenas es Recarte,
que acompaña al autor hasta que este se pierde en sus fantasías italianas, y
aquí en El cura de Monleón se llama
Basterreche, “un muchacho de buen aspecto, barba rubia y anteojos” a quien
Javier Olarán había conocido “en una gira nacionalista”. Basterreche se ha
casado en la ciudad con una mujer bastante estúpida, enferma de delirios de
grandeza, que es una epidemia que viene del siglo pasado, y que nos recuerda
cómo Panchita, la guapa criolla, trataba a Ignacio Embid en La estrella del capitán Chimista. En
ambos casos, el marido defraudado se deshace de la dama melindrosa, y en el
caso de Basterreche no necesita poner el mar de por medio: le basta con la
legalidad republicana para divorciarse. Sus opiniones, de un barojianismo
tajante, aturden un poco al cura, que no deja de apreciar al buen amigo, inteligente
y sin prejuicios que, además, acabará casado con Pepita, la hermana de Javier.
Basterreche, por ejemplo, opina que no hay una tradición católica vasca, y que “el
comunismo y el cristianismo tienen los dos la misma raíz judía y rencorosa”.
Incluso pone en cuestión la existencia de Cristo, con argumentos simples como
la quinina.
Y así Baroja, envuelto en la sotana,
nos lleva a su ideal de buen vasco, tan lejos de una religiosidad carlistona
bastante reciente como de esa raza gregaria y feroz que veía el escritor en los
comunistas. Este buen vasco es Shagua, un campesino de mirada limpia,
individualista, silvestre, franciscano. Quiere que los caseríos disten como
mínimo una legua, y practica un ecologismo que es religiosidad animista, la que
Baroja se imaginaba en la Arkadia vasca, antes de que llegasen los curas. Y no
es casual que una sobrina nieta de este Martín Sagua, el buen vasco salvaje,
sea la Eustaqui, criada de Javier y de su tía mientras viven en Monleón.
Hasta aquí llega el idilio, hasta
que empieza a ver en la Eustaqui algo más que una muchacha del caserío, y ello
por culpa del odioso sacramento de la confesión. Son páginas muy divertidas.
Javier tiene que tragarse los pecados del pueblo, “el confesionario le excitaba
y le irritaba”, porque desde ahí no se veía más que la falsedad de los meapilas
que por la mañana comulgan y por la noche se aparean como perros sin dueño.
Baroja no da detalles, solo llama “suciedades” a los pecados que las mujeres le
contaban, acaso para provocar a un cura tan guapo. Hay una que no deja de
pecar, y cuando Javier le dice que se niegue, ella confiesa que es que se lo
hace con otro cura del pueblo.
Javier padece misofobia espiritual,
le repelen los enfermos repulsivos y las mujeres húmedas, lo trastornan como
trastornaban a Fernando Ossorio las costumbres libertinas de su prima. Pero,
así como Fernando se lo hizo con Laura, este Javier ve a la Eustaqui y se
muerde los labios. Si hubiese que trazar una genealogía de los tipos vascos,
Eustaqui estaría en la rama de las vascas menudas, del caserío, tipo Anthoni,
incluso Manón, aquella de Las figuras de cera.
Pero Manón pertenecería más a la rama Pamposha, la de Jaun de Alzate, la ninfa juerguista. No, Eustaqui es lista y
trabajadora, como un amigo fiel que mira con sus “ojos castaños claros, muy
inocentes y muy alegres”, como lo fue la Salvadora para Juan Alcázar o Lulú
para Andrés Hurtado, que eran ninfas de ciudad. Eustaqui es, en fin, el ideal
barojiano de mujer, uno de ellos, porque el otro es una irlandesa que se llama
Mary y que pertenece más a la línea sucesoria de María Aracil, mujeres cultas,
francas, sin prejuicios, viajeras de posibles que cuando se juntan con Baroja
entablan rapsodias interminables, como sucedía en Los visionarios. Esta Mary ha estudiado en Cambridge y le suelta a
Javier una digresión sobre los mártires de la legión tebana que al lector, mutatis mutandis, le suena a Wikipedia.
Mary también le tira los tejos a
Javier, pero algo se ha roto. En la novela, digo. Algo se ha roto porque hasta
entonces la narración es espléndida. La novela nos ha cautivado, quisiéramos
unos amores euskaldunes, paseos del cura y la Eustaqui entre las vacas. Pero
llega la revolución del 34. La narración se acelera y Baroja ensaya una crónica
de los acontecimientos todavía novelesca, con algaradas y tiros en la noche y
rumores y delaciones. La fábrica del pueblo, lo único que sobraba en el idilio,
y que hasta entonces no había merecido más de una docena de líneas, da a Baroja
para exponernos con detalle qué no le gustaba del igualitarismo proletario y
qué detestaba del señoritismo nacionalista. “Yo no soy de la derecha ni de la
izquierda”, afirma Javier, “yo no tengo nada que ver con eso”. Y, más adelante,
sentenciará: “yo no soy más que vasco”.
Unos y otros lo desprecian. El
obispo lo llama al orden por haber protestado ante los desmanes de la guardia
civil, de modo que Javier decide aislarse, “volver a su vida solitaria y romper
toda clase de relaciones con la gente y también con nacionalistas y socialistas”.
Tampoco quería saber nada de mujeres. “Le preocupaba mucho la Eustaqui. Hablaba
con ella con demasiada delectación. En su cabeza se iba formando una imagen
confusa en que se mezclaban Mary la irlandesa y la Eustaqui como si fueran la
misma persona”, y cuando la Eustaqui se ofrece a irse con él y con su tía a una
aldea de las montañas, Javier se niega, y es un error, sobre todo narrativo,
porque brota en él “otro hombre más rudo, más seco y más fuerte que el de antes”,
que va “echando abajo todo sentimentalismo y mirando la vida con sarcasmo e ironía”.
Allí, en la aldea perdida, leyendo
sin parar, Javier se dedica al panteísmo descriptivo y a la antropología
popular. Incluso elabora teorías sobre el determinismo geográfico en la crisis
de la fe, de modo que aquellas “ideas fuertes, desoladas, antirreligiosas, las
sintiese en aquel país adusto, pétreo y severo” con cumbres nevadas al estilo
de Unamuno. “Yo me quedo quieto en mi rincón”, se dice Javier, en frase que
Miguel Pérez Ferrero pondría en lugar más aparente, la biografía de Pío Baroja.
Baroja ya tenía escrita la novela.
El final que había preparado, las últimas diez o doce páginas, con la muerte de
la tía Paula, el reencuentro con Basterreche y con su hermana, la promesa de
irse a Bilbao a vivir con ellos… y con la Eustaqui, era un buen final para una
estupenda novela. Pero Baroja decidió llevar al extremo su voluntad realista.
No solo imaginó que Javier Olarán, solo en aquel villorrio, se empapó de textos
de todas las épocas sobre la incoherencia histórica y moral del cristianismo,
sino que el propio Baroja los leyó y los anotó minuciosamente ¡a lo largo de
sesenta páginas! Es impresionante. Nunca había visto un ensayo metido en medio
de una novela tan aparatosamente. Bien es verdad que está escrito como si
hubiera ido apilando impresiones, sin hacerlas texto, sin trabarlas, una detrás
de otra, y eso le da cierta agilidad y también cierta verosimilitud, pero el
narrador aparece tres o cuatro veces y nunca más de media línea, de modo que el
lector debe cambiar de postura y resignarse a lo que Baroja le propone: que se
sienta igual que Javier Olarán en el largo invierno de su crisis de fe,
tragando libros que ponen en cuestión todo el sustrato intelectual del
cristianismo.
No deja títere con cabeza. Amarrado
a los antiguos, sobre todo Celso y Tertuliano, o los más modernos Strauss y
Renan, va enumerando los errores de mímesis que hay en la Biblia, incluso los
simples fallos de script. Al
principio resulta un poco irritante, pero no porque no tenga interés lo que
dice sino porque se ha cargado el enérgico discurrir de la novela con un
discurso interminable sobre por qué la religión cristiana es una sarta de
fantasías contadas de un modo bastante chapucero. Pero es sincero. Solo tres o
cuatro veces se le escapa a Baroja la retranca, hasta que cae en la cuenta de
que es Javier el que va tomando nota, en medio de una espantosa crisis de fe.
El
cura de Monleón es más larga que sus compañeras de trilogía. Las noches del Buen Retiro tiene 202; Locuras de carnaval, 162, y El cura de Monleón, 238. Quiero decir
que la novela no necesitaba semejante excursus, o que, en todo caso, con una
docena de páginas, entreveradas de cotidianidad campestre, no habría roto el
magnífico ritmo de la novela desde su principio, la intensidad creciente, las
decisiones difíciles. Había material más que suficiente para llenar esas doctas
páginas de diálogos y personajes y paseos. Es interesante lo que dice, su punto
de vista, pero la novela me temo que se la carga.
Lo que más admiro en los ensayos de
Baroja es ese modo suyo de enfrentarse a cuerpo limpio con los temas más
profundos. Baroja no se arma de manuales para saber lo que dijo Kant. Abre un
libro suyo y lee, y encima no lo encuentra tan complicado como le habían dicho.
En una cultura española tan amiga del refrito y de la taxidermia enciclopédica,
Baroja lee a Tertuliano como si estuviera leyendo el periódico, atento a lo que
dice, no a la época ni a las tendencias. Eso me gustó de la célebre
conversación con Iturrioz de Andrés Hurtado, el plantearse los grandes
problemas de la filosofía a palo seco, el hacerse las preguntas que se haría
cualquiera, sin tecnicismos ni hermosas construcciones conceptuales. Así se plantea
Baroja la historia de la iglesia, expurgando literalidades. Ni los teólogos
alemanes modernistas, que querían
darle un sentido simbólico a las paparruchas bíblicas, podían tragarse una
imaginación tan pobre. Y, sin embargo, ahí estaba, y ahí estaría. Pocos días
después, esos mismos cristianos estarían a punto de fusilarlo. Si llega a dejar
la novela en sus proporciones narrativas, ni se habrían enterado. Pero ese exceso
estructural no deja de ser un gesto de valentía.
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